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Por James Neilson |
![]() En la raíz de la tragedia venezolana, versión caricaturesca de un drama que se ha dado una y otra vez en América latina, está el dinero fácil. Aunque no todos los países de la región han tenido la pésima suerte de tener tanto petróleo en el subsuelo para que sus dirigentes pudieran entregarse a sus peores instintos, muchos --entre ellos la Argentina-- también han gozado de la sensación peligrosa de creerse naturalmente ricos. En todas partes los efectos han sido los mismos --bandas de empresarios y políticos inescrupulosos se las han arreglado para monopolizar los beneficios concretos, dejando a los demás ilusiones de opulencia por venir--, pero en ninguna otra ha tenido esta locura consecuencias tan nefastas como en Venezuela. Según parece, el ingreso per cápita sigue siendo igual a lo que era hace medio siglo: en otras palabras, el venezolano promedio viviría mejor si nunca se hubiera descubierto una sola gota de "oro negro". Terminada la antiepopeya de la clase política tradicional, el electorado venezolano tuvo que optar entre un ex paracaidista de rasgos carapintada, una ex reina de belleza y un independiente producto de la Universidad de Yale: ganó el único que no pactó con el antiguo régimen. ¿Sabrá gobernar? Puede que no --los antecedentes de Chávez son aún menos promisorios que los de Carlos Menem en 1989--, pero la mayoría lo considera más confiable que los dispuestos a aceptar el apoyo de Acción Democrática y Copei, lo cual, dadas las circunstancias, es comprensible. Por torpe, prepotente y caprichoso que sea el ex golpista, no es probable que su gestión resulte más perversa que la de los políticos profesionales que, al depauperar a la Venezuela saudita, consumaron el milagro al revés más asombroso de los tiempos últimos.
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