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Por Hilda Cabrera Esta es una de esas obras que, a pesar de haber nacido de la decepción, alienta un profundo deseo de encontrar una metáfora para quienes le reservan un espacio a la esperanza y la solidaridad. Perestroika tiene un final optimista, lo que tácitamente implica una declaración de principios. Pone así en primer plano el anacronismo de esta postura en un tiempo en que lo normal es el descreimiento y lo menos comprometido para un autor es no sacar conclusiones y optar por un final abierto. En cuanto a la decepción, ésta es la que sintió Tony Kushner, en otro tiempo socialista confeso, a propósito de la política que Mijail Gorbachov intentó implementar en la ex Unión Soviética. Escrita en 1988, Perestroika era entonces expresión de una desilusión y de una rebeldía manifestada con humor. En lo formal, una profundización de la ruptura de los esquemas tradicionales del teatro estadounidense, iniciada ya en la década del 60 a través del off Broadway. Abreviada y despojada de localismos, esta Perestroika que en el original insume más de tres horas y es continuación de El milenio se aproxima, conformando con ésta la monumental Angeles en América alude a la debacle soviética, pero no como único tema. Las problemáticas planteadas en la primera parte (también estrenada en Andamio 90) tienen aquí nuevo desarrollo. La discriminación y el sida, la intolerancia, la homosexualidad, el desaliento y la corrupción siguen siendo asuntos vitales en esta obra, apuntes incisivos sobre un mundo que el iconoclasta Kushner, neoyorquino de origen judío nacido en 1956, escenifica con total libertad de estilos. Respecto de esta fantasía gay sobre temas nacionales como la subtituló su autor, indignado ante la discriminación que por la época padecían muy especialmente los enfermos de sida, y rebelde frente al conservadurismo social, la impresión a diez años de su escritura es la de un farsesco viaje a la identidad de Estados Unidos. En cuanto a los personajes, salvo algunas pocas excepciones, siguen siendo los mismos de la primera parte. Allí están los homosexuales protagonistas: Prior, el enfermo de sida al que se le aparece el Angel; su compañero Louis, que lo ha abandonado y se siente culpable; el enfermero negro y homosexual, y otros que parecen arrancados del teatro burlesque o nacidos de los sueños y las fobias. Despojada de las diatribas del original, destinadas a políticos y funcionarios estadounidenses, la adaptación vista en Andamio 90 (donde la obra queda reducida a hora y media) tiene un fuerte tono onírico, aunque se inspire en personajes reales y enlace tiempos también reales, como la presidencia de Ronald Reagan con el conservadurismo de los años 50 en Estados Unidos. Este enlace se da también a través depersonajes como el de Roy Cohn, abogado, judío y homosexual que murió de sida en 1986 y fue fiel ejecutor de las órdenes del anticomunista senador McCarthy, y Ethel Rosenberg, quien, como su marido, fue acusada de espionaje y ejecutada en la silla eléctrica en 1953. La puesta de Alejandra Boero y Julio Baccaro desdibuja el fondo apocalíptico de la pieza (el derrumbe de una particular manera de expresar la conciencia social), rescatando en cambio el humanismo de una obra que expone temas fuertes sin dramatizar demasiado. Conducido con oficio por los directores, el numeroso elenco, integrado entre otros por los eficaces Rodolfo Roca, Inda Lavalle y Hugo Cosiansi, se pliega dócilmente a los cambios de estilo y da extraña vida al escenario de Andamio, pequeño pero provisto de lo necesario para mudar rápidamente de clima y lograr escenas perfectamente sincronizadas.
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