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OPINION
La sociedad de los golpistas muertos

Por Carlos Polimeni

En 1978, perseguidas por la policía de Videla que intentaba evitar que dieran
su vuelta a Plaza de Mayo, las Madres vieron con asombro cómo les cerraban las puertas de la Catedral metropolitana en la cara.
ron2.gif (93 bytes)   En 1984, recién instalado el gobierno constitucional, ante la necesidad de transmitir un evento destinado al público juvenil –el festival Rock in Rio– un canal de televisión contrató a Juan Alberto Badía.
Los hechos no tienen nada que ver entre sí, ni son simétricos. Sin embargo, son dos pantallazos, entre todos los posibles, de una sociedad que fue. Que ya no es como era, que ha madurado, lenta y a veces problemáticamente, acunada por quince años de democracia. Que desde aquí mira, a veces con horror y otras con temor, aquellos años en que todo era provisional y la vida podía no valer nada.
Nadie cerraría hoy las puertas de su casa a una Madre o Abuela de Plaza de Mayo perseguida por la policía de una dictadura. Nadie exigiría hoy a un señor de cincuenta años que trabaje de joven por no dar lugar a los que son jóvenes de verdad.
La sociedad sabe hoy que la democracia no soluciona nada de por sí. Que no da de comer, ni educa, ni da trabajo por pura enunciación de voluntades. Que la justicia argentina tarda, y no siempre llega. Que los diez años de manejo menemcrático del poder han originado colosales extravíos éticos y monumentales cambios en la balanza económica. Que el país real es la exclusión más los shopping, no una cosa o la otra.
Pero ha comprendido también, a fuerza de sangre, sudor y lágrimas que de los sistemas posibles, la democracia es el menos injusto para todos. Ya nadie golpea las puertas de los cuarteles, que por lo demás ya no son lo que eran. Nadie confía en hombres providenciales ni en personalismos mesiánicos ni en vanguardias iluminadas. Ya nadie siente al bailar que está bailando sobre la sangre de los demás, pero la sangre de los demás existe, y es imborrable.
No existe más el servicio militar, tal vez la más plausible de todas las decisiones de los años de Menem presidente.
La mayoría de los que tenemos de 35 para arriba casi no salimos a la calle sin documentos: tics del Proceso. La mayoría de los que tienen menos a veces se acuerdan de usarlo para votar: tics de la democracia posible. Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos. Hemos criado hijos que nos justifican y nos superarán.
Los que crecieron en democracia escuchan con asombro las historias del pasado: que era subversivo usar pelo largo, o barba, o pantalones oxford, o llevar tal o cual libro en el colectivo. Incluso, besarse en una plaza.
Los que crecieron en democracia –por eso no la consideran un bien, ni siquiera un territorio a defender, sino un mínimo común imprescindible– enfrentan a los patovicas, a la policía, a las injusticias de la calle con una conciencia cívica despegada del miedo a lo que vendrá. Son diferentes porque son el presente de un país donde todo atrasó, casi siempre.
Quince años marcan apenas el final de la niñez. Pero qué fiesta tener todo por delante, ser sólo futuro.

 

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