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Los cambios en 50 años de derechos humanos
Del traje gris a los aritos

Menos violencia, pero menos ideales. Más tolerancia para los
diferentes, pero más resignación ante la pobreza. Argentina cambió para mejor y para peor en el curso de una vida.

Cambio: La sociedad es menos igualitaria que aquella en que nací y, al mismo tiempo, más plural y respetuosa de la diversidad cultural, sexual y religiosa.

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Por Mario Wainfeld

t.gif (67 bytes) La Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas me encontró en el barrio de Caballito y no le dediqué mayor atención. Yo tenía por entonces veinte días de vida y –si bien mis recuerdos son imprecisos– queda claro que eran otros los temas que parecían atraerme.
Y, sin embargo, había venido al mundo en una época en que la democracia y los derechos humanos parecían florecer. Los nazis habían sido derrotados, en la Argentina había habido elecciones libres (después de mucho tiempo) y volvería a haberlas. Fueron elecciones limpias, reconocería, broncando, mi viejo que era radical y contrera a rabiar pero no mentiroso.
Cuando empecé a salir a la calle me encontré con una sociedad que se había hecho aceleradamente igualitaria, a veces de prepo. Los acelerados procesos de incorporación política, social y cultural de 1880 y de 1945 no pudieron eludir un sesgo uniformante y autoritario. El servicio militar obligatorio y la escuela pública integraron y nacionalizaron rápidamente pero con un ostensible olvido (¿desdén?) por las diferencias. El uniforme militar y el guardapolvo blanco propendían, así lo decía el discurso oficial, a abolir (¿a disimular?) las diferencias sociales pero también diluían las diferencias a secas. Se avanzaba hacia la igualdad dando perpetuo jaque a la libertad individual.
Nuestro país era un “crisol de razas”, slogan cuya traducción operativa era un diluir de los pasados antes que la convivencia de los diferentes. Ser argentino “hasta la muerte” implicaba hablar una lengua, comer determinadas comidas (ravioles y asados los domingos, por caso), transitar un menú muy acotado de opciones sexuales. Ningún argentino era confiable si no practicaba el truco y al fútbol, esos dos juegos que se ejercitan conversando. De las “razas” (¿qué son las “razas” señor libro de lectura?) de origen debía quedar poco. El que no jugaba al truco, no comía asado, no era “bien hombre”, se quedaba afuera o cosa peor.
Hasta el lenguaje de los antepasados era un estorbo del que había que librarse con rapidez. La inmigración extranjera era saludada por la doctrina oficial, pero no todo era sencillo ni lineal. Convivíamos a costa de pasar piedra pómez a lo que sobresalía. Los judíos éramos, porque así nos llamaban, “rusos”. Mi abuelo, que había nacido en una zona balcánica muy proclive a cambiar de manos pero que en su niñez pertenecía a Rusia, eligió decir que era rumano. Nadie le creía.
Peor le iba a un zapatero armenio que se enardecía cuando los chicos le decíamos “turco”. Una vez corrió a uno unas cuadras. El fugitivo explicaba así el incidente: “El turco se enojó porque le decimos turco”. Mi abuelo y el turco eran cabecera de playa de generaciones de argentinos pero no podían contar dialogando cuál era su patria.
Me parece recordar –y mis lecturas reconstruyen– una sociedad mansa en lo cotidiano, con calles fáciles de transitar en la que los padres de familia no tenían armas de fuego pero con niveles de intolerancia y exclusión política muy fuertes que se fueron acelerando en violencia. “No debe haber ni vencedores ni vencidos”, dijo Eduardo Lonardi (¿qué pensaría?) por la radio en el ‘55. “Muy bien”, dijo mi viejo y quedó en abrumadora minoría de uno en su propia familia. No era un problema de mi familia: resultaba imposible ser contrera sin ser gorila, entendería yo años después. Ni fue posible ser peronista sin ser violento y descreído de las instituciones. Ni ser revolucionario sin querer acelerar los tiempos, romper todo, tirar molotovs o agarrar una metra. Y si no fue imposible, fue muy difícil, tan minoritario e ineficaz como mi viejo y Lonardi. Cambiar el mundo obligaba a apurarse, dividir todo en dos, olvidar “contradicciones secundarias”. El autoritarismo, la intolerancia y laviolencia fueron, me queda claro cuánto estoy simplificando, el precio de intentar arrimar el bochín a la igualdad o al cambio. También la contrapartida de que en la política había mucho en juego.
Los igualitarismos, designio (noble designio, quiero decir) de la unión nacional, del peronismo, de las utopías revolucionarias de los ‘70 se construyeron olvidando los matices, las otras opciones (sexuales, culturales, expresivas) y fueron, no siempre sabiéndolo, autoritarios, militaristas, machistas, intolerantes. La igualdad, ya lo dice nuestro himno, es noble pero se construyó en desmedro de la libertad. Fue la lógica de una modernización acelerada y también la del Estado benefactor y de la fábrica. Toda una etapa que arrancó en la posguerra, entró en una espiral acelerada en los ‘70 y que la dictadura militar intentó tronchar de raíz. Arrasar con la Argentina igualitaria y con la del cambio.
La reinstalación institucional del ‘83 postula desde su inicio una democracia “de contenidos” a la antigua (“se come, se vive, se educa”) que a quince años vista se reveló poco eficaz. La movilidad social que se palpaba en Caballito en los ‘50 es hoy un recuerdo. Ser pobre es casi pertenecer a una casta: se nace en esa condición y en ella se (mal)vivirá y morirá.
La política a fin de siglo es mucho menos violenta y excluyente, en parte (y no sólo) porque se combate por menos. El triunfo mundial del capitalismo ha achicado los márgenes del debate. En la realidad local eso se mezcla con un hastío social por la prepotencia y la violencia.
La sociedad es menos igualitaria que aquella en que nací y, al mismo tiempo, más plural y respetuosa de la diversidad cultural, sexual y religiosa. Mis hijos no entienden la política como los que tenemos más de 40 pero rechazan con gran convicción el autoritarismo y todo tipo de verdad uniformada, y defienden el equilibrio ecológico. “¿Cómo puede haber gente que discrimine a los gays?” me preguntó uno de mis pibes cuando tenía 10. Yo le expliqué que no discriminar y no ser intolerante era para mí (y no sólo para mí) un esfuerzo y una elaboración. Después recordé que cuando tenía su edad desafié a pelear a un tipo mucho más grande que yo porque me había dicho maricón. Un cuasi suicidio inducido en el altar de la ideología dominante.
No se dice, pero es una victoria de los que lucharon por una sociedad mejor que los jóvenes puedan usar pelo largo y aritos, y cantar lo que quieren (que casi siempre son críticas al poder y lo establecido). Por añadidura, sin llevar documentos ni hacer la colimba. Es un contexto de más libertades expresivas y menos hipocresía y represión micro lo que permite que los hombres se besen en la calle. (Yo nunca lo hice con mis amigos hasta que frisamos los cuarenta y casi nunca con mi viejo. Era cosa de maricones.)
La diversidad sexual, el cuestionamiento a todo tipo de discriminación, de acoso sexual, de intolerancia, de prepotencia de las mayorías, son avances de esta etapa. Es verdad que muchas son declaraciones legales aún no plasmadas en la vida diaria, pero bien puede replicarse que igual ocurrió con los derechos ciudadanos o los de los trabajadores. El reconocimiento en las normas y la incorporación a la agenda colectiva tiene algo de hipocresía y hasta de oportunismo. Pero no es neutral que sea “políticamente correcto” defender a las minorías, a los distintos, a los explotados por su género. Las mujeres, los gays, los extranjeros no han alcanzado la igualdad pero están en mejor condición para reivindicarla.
Todo tiempo pasado fue mejor, escribió algún autor anónimo que tendría mi edad o más. Vaya a saber. Demasiadas cosas pasaron y demasiadas cambiaron para hacer un saldo, en cualquier caso sería excesivamente subjetivo. La sociedad en la que nací y crecí era menos excluyente y más generosa en oportunidades que la actual... y aun así albergaba más gentedispuesta a dar mucho por cambiarla. Se jugaba fuerte, a todo o nada. Y no estaba tan mal.
Ahora hay menos en juego, pero hay más tiempo y más espacio para jugar. Tampoco está tan mal. Sobre todo si se lo analiza precisamente hoy, cuando la globalización muestra un trocito de su lado virtuoso, cuando el tirano Pinochet está contra las cuerdas. Entonces uno puede sumarse a los credos de época y apostar a los avances arduos, pacientes, constantes. Que, dicho sea de paso, son los que transitaron los más valientes militantes de estos veinte últimos años. Los que ayer ocuparon la Plaza de Mayo. Los que apostaron a la movilización, a los reclamos judiciales, a cien modos de articulación democrática... a lo que fuera, menos a la violencia y al apuro (que despuntaban cuando nací y fueron el signo de los ‘60 y los ‘70). Apostaron al tiempo más que a la sangre y siguen en pie, avanzando. En zig zag, con retrocesos, pero nunca quedándose quietos. Tal vez esté ocurriendo lo mismo con la sociedad dura, compleja, contradictoria pero jamás inerte en la que me tocó vivir, gozar, broncar y sufrir.

 

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