El último
artículo de los treinta que contiene la Declaración Universal de los Derechos Humanos es
categórico: "Nadie podrá suprimir ninguno de estos derechos". Inspirados en
los principios de la independencia norteamericana y de la revolución francesa, los
autores proclamaron esos derechos en solemne sesión el 10 de diciembre de 1948 en el
Palacio de Chaillot, todavía conmovidos por los horrores de la II Guerra Mundial y del
Holocausto. Aquel mandato imperativo no fue suficiente para impedir la violación de esos
derechos por sátrapas, genocidas y demagogos y, pese a los crímenes cometidos, casi
todos ellos murieron en su propia cama, rodeados de ricos herederos.
Augusto César Pinochet en Chile y Jorge
Rafael Videla en Argentina creyeron que eran hombres extraordinarios, emperadores de un
destino manifiesto, dioses impíos que podían interrumpir la secuencia natural de la
vida, matando a los hijos y condenando a los padres a la vigilia de tumbas vacías. Si
todo fuera inmutable, la noción de progreso sería inútil por completo. En cambio,
"cuando aparece un intolerable inaudito, el umbral de la intolerabilidad ya no es el
que fijan las antiguas leyes; hay que legislar de nuevo", aseguró en 1997 Umberto
Eco ante el Foro Internacional sobre la Intolerancia. Pues sí, a dos años del nuevo
milenio, la civilización comienza a mover ese umbral hacia una nueva posición, haciendo
camino al andar. Por lo pronto, Pinochet y Videla están detenidos, rodeados por el asco
universal.
Sin advertir ningún cambio, parados sobre el
viejo umbral, los mandatarios del Mercosur le pidieron a Europa que devuelva al dictador
chileno a su impunidad nacional. Estos jefes de Estado del extremo austral de Occidente
pretenden ignorar que el recurso de la territorialidad, invocado como argumento central
para la solidaridad con Pinochet, fue avasallado por las dictaduras en el Cono Sur. El
"Operativo Cóndor", un macabro plan transnacional de represión atravesó las
soberanías territoriales para cobrar tres mil víctimas de nacionalidades diferentes. No
les importaron a los dictadores las soberanías de tierras o de pueblos, pero lo que es
más grave tampoco parecen interesarles a estos mandatarios surgidos de las urnas, más
allá de las formalidades retóricas. Si les importaran de verdad, ¿cómo podrían ir y
venir los capitales golondrinas? O ¿cómo se atreven a encolumnarse detrás del dictador?
Para pronunciarse no consultaron a sus
pueblos y dejaron a un lado las encuestas, a las que son tan afectos, porque saben que
siete de cada diez ciudadanos, incluso en Chile, están pidiendo castigo a los culpables
del terrorismo de Estado. Ninguno de los damnificados quiso hacer justicia por mano
propia, pero tampoco los tribunales nacionales se hicieron cargo. Se lo pedían a Dios
como último recurso, ¿cómo no celebrarlo cuando ocurre en Madrid o en Londres?
Hasta en la revista del Círculo Militar de
Buenos Aires, que defiende la "guerra antisubversiva", el coronel retirado
Humberto Lobaiza reconoce la actitud de la opinión mayoritaria: "Debe consignarse
que gran parte de la sociedad, de los medios de comunicación y de la dirigencia
política, han hecho suyos y en consecuencia comparten y acompañan [los] reclamos sobre
el 'juicio y castigo' a los principales líderes militares que dirigieron la lucha"
(Las relaciones entre los Estados Unidos y la Argentina, oct./dic.-98). El escritor Marcos
Aguinis, que acaba de rechazar un homenaje del Senado, ayer en La Nación ("Sin
impunidad para los genocidas") puso las cosas en su lugar: "Opino que las
categorías de Nación y de Estado no se han concebido para la impunidad de quienes las
mancillan".
Ninguna de estas opiniones, de orígenes y
fundamentos tan diversos, tocó la sensibilidad de los presidentes, ni siquiera del
brasileño Cardoso cuya cancillería había anticipado que no firmaría un pedido
semejante. La coincidencia presidencial en el Mercosur, en un tema que abochorna y entre
hombres diferentes, parece demostrar que el modelo de exclusión social, que beneficia a
los más poderosos, no es sólo una opción económica sino una concepción general sobre
la democracia. Toleran y alaban la economía globalizada, pero rechazan la universalidad
de los derechos humanos. Si la razón última era darle una mano a la democracia chilena,
no será secundando su debilidad que podrán fortalecerla. ¿Acaso sería más fuerte y
más legítima con Pinochet sin culpa y cargo, orondo en el curul de senador vitalicio?
¿Quieren decir que las democracias son más libres con impunidad, sin igualdad ante la
ley?
Lo que desestabiliza a las democracias son
los crímenes sin castigo, las historias ocultas, la megacorrupción, la humillante
miseria, las inseguridades y los temores, la persecusión y el asesinato de periodistas,
el "gatillo fácil" y los autócratas que usan la ley o la retuercen cada vez
que les conviene. No importan las razones que invoquen, los que permiten que las
democracias sean devoradas desde adentro lo único que consiguen es indiferencia o
escepticismo de las mayorías. El veto presidencial al financiamiento docente no llenó la
Carpa Blanca de solidaridad, ni siquiera de candidatos, enredados en cálculos pequeños
de supuesta "gobernabilidad". Esa apatía impotente puede significar para tantos
desamparados que, dentro del sistema, nada se consigue. Tampoco notan que la violencia
desesperada, aun sin ideología, recluta más jóvenes que la política. Los injustos se
alegran porque la desmovilización los agranda y los que se pretenden justos deberían
comprender que el conflicto social es su aliado, aunque alguna vez los cuestione, porque
allí están las patrullas de avanzada de las luchas generales contra la injusticia, de su
misma lucha.
No sorprendió que Carlos Menem haya sido el
gestor entusiasta de semejante mensaje del Mercosur, porque ya se sabe que es más papista
que el Papa cuando se trata de embarazos, de integrar Senado o de indultar crímenes
aberrantes. ¿Con qué autoridad moral podrán estos gobiernos juzgar a los corruptos, si
defienden a los que roban bebés y cadáveres, después de secuestrar, torturar y
asesinar? En Chile, Pinochet conserva el respaldo de la minoría ultraconservadora,
minoría que alborota pero no mueve multitudes, y aquí los corruptos de hoy también
encontrarán complicidades en el futuro. El próximo gobierno de la coalición opositora,
si gana en 1999, ¿terminará haciendo lo mismo que la convergencia chilena, excusando a
los criminales con poder?
¿Cuál es el umbral de intolerabilidad de
los senadores de la oposición, que pueden permanecer estólidos en sus bancas, sin
importar cómo engendra el oficialismo su mayoría propia? ¿Cómo podrá Chacho Alvarez
superar el asco de Ruckauf y en nombre de qué ética negociará con esa mayoría,
combinada con el quinteto de la Corte y con el establishment del "modelo", las
políticas de Estado para el bien común, las nuevas leyes contra la impunidad?
¿Seguirán prestándose a que el Senado prefabricado haga y deshaga hasta el último día
del año 2001, o sea hasta la mitad del mandato del gobierno que viene?
Esa "gran parte de la sociedad" de
la que habla la Revista Militar, debería rechazar esta versión civil del Cóndor que
defiende a Pinochet y reniega contra los que procuran justicia, en Londres, Madrid, Buenos
Aires o donde sea. Comparados con la realidad cotidiana, los treinta principios de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos son, en su mayoría, aspiraciones, tareas
pendientes, nostalgias de futuro, por imperio de la voluntad de los que celebran el
cincuentenario de la boca para afuera. Los que se aferran a ellos como un propósito se
indignan por tanta injusticia de todo orden, por ejemplo cuando el quinteto automático de
la Corte descubre que el honor de María Julia Alsogaray pudo haber sido agraviado por una
caricatura sobre su conducta. También se alegran cuando a Pinochet, Videla, Massera y a
otros jefes del terrorismo de Estado les toca el turno de rendir cuentas por lo que
hicieron. Pasa, como canta Serrat, que "de vez en cuando la vida nos besa en la
boca". |