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Por Daniel Guiñazú Hace 30 años, un día como hoy, llovía en Buenos Aires y la radio hacía la compañía de tantas otras veces. Como con Pascualito en 1954 y Accavallo en 1966, había que madrugar para imaginarse la pelea a transistores desde Tokio y sufrir con el corazón mirando al Lejano Oriente. Faltaban siete meses para que la TV vía satélite se inaugurara en la Argentina. Y el mundo era tan grande y tan poco mediático por entonces que Nicolino Locche llegó a ser campeón del mundo de los welter juniors desde los parlantes de la Spica, montado en las voces chillonas y emocionadas de Osvaldo Caffarelli en los relatos, Ernesto Cherquis Bialo en los comentarios y Jorge Cacho Fontana en la locución comercial. Esa histórica transmisión de Radio Rivadavia detuvo el pulso de Buenos Aires. Y cuando Caffarelli en el intervalo entre el noveno y el décimo round le manoteó el micrófono a Cherquis para gritar parece que no sigue Fuji, parece que no sigue, no sigue... Nicolino, Nicolino Locche campeón del mundo, miles de bocinazos aturdieron el centro de la Capital Federal para darle la bienvenida al tercer campeón del mundo del boxeo argentino y al más grande ídolo que haya dado la historia del deporte de los puños en nuestro país. Locche se había ido en silencio a Japón. A los 29 años, pese a ser un veterano de 106 peleas, dos títulos argentinos y dos sudamericanos, pocos, apenas un puñado de cronistas fieles y Tito Lectoure confiaban en que el duende de su boxeo sutil, talentoso pero inofensivo, podría ganar de visitante ante el agresivo hawaiano Paul Takeshi Fuji. Nicolino era (fue) incomparable tejiendo telarañas defensivas. Pero atacando era discontinuo e imperfecto. Pegaba con el revés del guante y gustaba demasiado de ir contra las cuerdas para desplegar su repertorio de visteos, bloqueos, esquives y paradas que enloquecía a sus rivales porque no le podían acertar una mano y hacía delirar a la gente, que gozaba paladeando algo diferente pero no por ello menos excitante. Locche proponía otra cosa. Lo suyo, más que boxeo, era el arte DE no pegar sin dejarse pegar. Preparado como nunca antes y nunca después por su entrenador Francisco Paco Bermúdez, Locche subió al ring del estadio Kuramae Sumo seguro de que Fuji no le podía ganar. Y así peleó. Las imágenes que tres días después Canal 13 puso en el aire con un rating arrasador ratificaron que no hubo exageración en lo que le habían contado al país, la verba inflamada de Caffarelli y el comentario grandilocuente de Cherquis. En puntas de pie, con la izquierda repiqueteándole la cabeza a Fuji, con la derecha lista para el remate, con la cintura cimbreante y los reflejos despiertos, Nicolino hizo un desparramo. Fuji no lo pudo encontrar jamás y en el cuarto round, hasta sufrió la humillación de pasar de largo y caer de bruces en un rincón neutral. En el noveno, con los dos ojos cerrados y la respiración ahogada por la fatiga, Fuji era una postal de la derrota. En el décimo, directamente no salió. Abrumado por los golpes ajenos, cansado de no poder pegar los propios y lacerado por la impotencia, el kamikaze hawaiano se quedó sentado en su rincón. Luego se fue del ring, mientras los japoneses le tiraban verduras y naranjas porque no podían aceptar que se hubiera rendido sin pelear y Nicolino lloraba su consagración en andas de Bermúdez, Lectoure y su sparring y amigo, Juan Mendoza Aguilar. El Himno Nacional entonado a voz en cuello en el vestuario y el diálogo inevitable con el dictador Onganía le agregaron aliento épico y perfil de gesta nacional a esa noche del 12 de diciembre de 1968, una de las más grandes del boxeo y del deporte nacional. Como Pascualito en el 54 ante Shirai, como Accavallo en el 66 ante Takayama, Locche se recibió de campeón en la lejana Tokio. Idolo ya era antes de la proeza. Idolo siguió siendo después, hasta el final de su carrera y más allá también. La evaluación histórica del boxeo argentino reconoce campeones del mundo (Monzón, Pascualito, Galíndez, Laciar) mejores y más importantes que él. Pero a ninguno lo quisieron tanto como a Locche. Aun hoy, 30 años después del día en que la gente lo convirtió en Ni-co-li-no.
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