Si
Pinochet muere en el extranjero... |
Por Ariel Dorfman* |
¿De veras desean los seguidores de
Pinochet que su líder retorne a Chile? ¿De veras les importa que muera en el extranjero?
Vociferan que les duele la detención del general, juran que la soberanía nacional ha
sido vulnerada por la decisión de Jack Straw de dar curso al proceso de extradición,
anuncian con solemnidad que son los propios chilenos quienes deberían arreglar sus
asuntos internos, aseguran que hay que defender la delicada transición a la democracia en
mi país.
Aseguran, anuncian, juran, vociferan pero desde que su héroe fue detenido en Londres el
16 de octubre nada han hecho los derechistas chilenos, absolutamente nada, para demostrar
que tales propósitos altisonantes sean algo más que retórica hueca, palabras vacías de
contenido.
Ahora tienen por fin la oportunidad para conseguir la repatriación de quien fuera su
presidente y terminar con la afrenta (para ellos) de que a un ex jefe de Estado se lo
esté sometiendo a juicio en un país extranjero.
La oportunidad se las va a brindar en unos meses más el mismo hombre al que tanto han
denostado, Jack Straw, el admirable (para mí) ministro del Interior de Blair. En efecto,
si el proceso de extradición en Inglaterra sigue todos los vericuetos y etapas legales
predecibles y si, como es probable, las cortes británicas encuentran que hay causal para
que el dictador sea enviado a España, entonces Jack Straw se encontrará de nuevo con la
necesidad de decidir si el general Pinochet debe o no ser sometido a juicio en España por
crímenes contra la humanidad. El Home Secretary ha prometido que, en esa ocasión, él
volverá a examinar si existen nuevas razones, otras circunstancias que lo lleven a mudar
su opinión inicial.
Una de esas circunstancias pudiera ser, por cierto, la salud de Pinochet, pero sería más
crucial política y moralmente, creo yo, que Jack Straw tuviera pruebas fehacientes de que
la sociedad chilena ha realizado un esfuerzo auténtico para que sean los tribunales
chilenos los que juzguen a Pinochet.
Mi país tiene ante sí, por lo tanto, un desafío. Y también un plazo perentorio. Sólo
algunos meses para convencer a Straw y al mundo entero de que la impunidad no existe en
Chile y que el lugar donde el general debe probar su inocencia o ser condenado por sus
culpas es ante sus propios connacionales.
La voluntad para que esto suceda existe en Chile. La aplastante mayoría de la nación (65
por ciento según las últimas encuestas) quiere que Pinochet responda en su patria por
sus posibles crímenes, y el gobierno democrático de la Concertación ha reiterado una y
otra vez que hay condiciones para que tal juicio se lleve a cabo en Santiago.
Para que estas declaraciones tengan sustancia y no sean una mera ilusión o una estrategia
publicitaria dirigida a persuadir a una incrédula opinión pública internacional, hace
falta llevar a cabo enormes cambios en Chile, cambios que significan, de hecho, completar
la transición y llegar a una democracia plena donde nadie esté por encima de la ley.
Donde ninguna minoría fáctica tenga el derecho de vetar el deseo de las mayorías.
Cambios en las leyes de autoamnistía que Pinochet se otorgó a sí mismo y a sus
secuaces. Cambios en la Constitución promulgada por el dictador y que significa que la
derecha, con un tercio de los votos, puede trabar obstinadamente toda legislación que no
le convenga. Cambios en los procedimientos penales para castigar a quienes, sabiendo el
paradero de los desaparecidos, escondan esa información. Cambios en la posición y
estatuto de las fuerzas armadas para que en el futuro estén sujetas a la soberanía
popular en vez de ser, como ahora, autónomas y deliberantes, con generales que no pueden
ser removidos por las autoridades civiles y hasta con un presupuesto propio fijo e
intocable.
Todos estos cambios son difíciles de llevar a cabo, pero tienen la ventaja de ser
transparentes y abiertos y, por lo tanto, negociables. Lo que es menos fácil de
transformar es algo más central e intangible: la identidad más íntima de los
pinochetistas, el modo en que ven el país y conciben el proceso democrático.
La derecha chilena, especialmente después de tantos años de dictadura en que todo se
hacía a su antojo, sigue considerando a Chile como si fuera su feudo privado y
privilegiado, algunos dirían como si fuera su hacienda. Y en cuanto a la democracia,
sólo creen en ella si sirve sus intereses. En caso contrario, como sucedió durante el
gobierno legítimamente elegido de Salvador Allende, sus líderes están más que
dispuestos a subvertir esa democracia, de paso asesinando y torturando y exiliando a miles
y miles de sus adversarios. Por eso, ahora que está detenidos en el extranjero el hombre
que encabezó ese movimiento golpista, advierten que cualquier cosa puede
pasar (palabras de Garín, ex vicecomandante del ejército y hombre de confianza de
Pinochet), tratan a los ministros del gobierno de Frei como si fueran sus sirvientes y, lo
que es más grave, amenazan con un retorno al pasado dictatorial.
El problema es que estos fascistoides no se han arrepentido de lo que ocurrió. Creen, con
nostalgia, que los años de mano militar fueron buenos y más que buenos, y afirman que
volverían a reprimir y matar si fuera necesario para salvar a la patria, su patria, la
patria que les pertenece en primer lugar a ellos y sólo en tercer o cuarto lugar a los
demás chilenos.
Va a tardar años, tal vez generaciones, en modificarse este tipo de mentalidad
autoritaria. Los otrora amos de Chile, quienes todavía actúan como si fueran sus únicos
amos, tendrían que examinar a fondo su conciencia y comprender la profundidad del dolor
que han causado a sus conciudadanos, ser capaces de considerar a los enemigos de ayer como
sus iguales de hoy. Tendrían que mágicamente transfigurarse en verdaderos demócratas.
Tal transfiguración moral y de valores me parece improbable y apelo por lo tanto a algo
más concreto: sus intereses inmediatos, su afán de que su bienamado general vuelva. Si
ellos ayudan a que se destrabe la transición y se lleven a cabo en los próximos meses
las alteraciones a la Constitución pinochetista sería una señal a todo el planeta de
que la soberanía ha sido efectivamente devuelta, después de veinticinco años, al pueblo
de Chile.
Si quieren de veras que Pinochet retorne a su hogar, si de veras están tan preocupados
por la nación que estiman ultrajada, si de veras quieren acabar con la polarización
inevitable entre un país mayoritario que sufrió el terror y un país minoritario que
ejerció ese terror, la solución está en sus manos: deben acceder a que Chile se
convierta definitivamente en una democracia plena, sin guardianes, en que nadie
nadie en absoluto esté más allá de la ley.
No me cabe duda de que ese gesto, esa fundación de un país diferente, forzaría a Jack
Straw a resolver, la próxima y última vez que le toque ver el caso, el retorno del
general a su país para que fuera juzgado allá. Sería la exigencia de todo Chile, de un
Chile unido, una exigencia a la que yo, por cierto, me asociaría.
Es más que posible que los seguidores de Pinochet no estén dispuestos a pagar ese
precio, a sacrificar sus privilegios y canjear sus ventajas por la libertad de su líder
detenido. En ese caso, que se sepa y se diga claramente: si Pinochet muere en el
extranjero, será responsabilidad de ellos. No de quienes hemos estado hace décadas
pidiendo infructuosamente que haya justicia en Chile.
Lo repito: si el general Augusto Pinochet Ugarte muere en el extranjero será porque sus
partidarios no quisieron hacer el esfuerzo, el tremendo y de veras patriótico esfuerzo,
de traerlo de vuelta al país donde nació para que por fin entre todos podamos arreglar
los terribles asuntos pendientes en casa, enfrentar juntos nuestra memoria y nuestros
muertos.
* El último libro del escritor Ariel Dorfman es Rumbo al Sur, deseando el Norte, en el
que cuenta cómo sobrevivió a Pinochet. |
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