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Por Alejandra Dandan Recoleta. Nacho carga una pizza. Sube a un edificio en Alvear. Un caballero abre. "Tenía una remera y el culo al aire", contaba más tarde a una amiga. Al fondo un programa porno. Nacho entregó y se coló, rápido, en el ascensor todavía abierto. Lejos de ahí, Ronald repite direcciones de memoria. Está ante una pantalla de PC. Hace envíos a domicilio. No tiene local fijo, cada viernes una agencia lo destina a una zona distinta. Para no preguntar recita calles. "No --aclara--, no me llevo el mapa porque no tengo impresora. Me aprendo las calles de memoria". Hace un mes integra el escuadrón del servicio a domicilio porteño. En el '95 eran 7 mil los motoqueros de Capital y provincia, hoy son 14 mil. El 70 por ciento no cumple con las medidas de seguridad necesarias. Faltan seguros de vida y papeles de la moto. Por coquetería muchos evitan el casco. Dicen que "arruina el pelo". Un 18 por ciento son universitarios y el 60 por ciento tiene menos de 30. Los del delivery cobran tres pesos la hora en comercios y aprenden muletillas para seducir propinas. Quienes hacen trámites entregan entre 40 y 50 por ciento al agenciero. La entrega es una religión que admite pecadores. La velocidad se vuelve obsesiva variable de ajuste. Y la muerte, la sombra maldita que se obstina en seguirlos. Hay un motoquero muerto cada día en el país. "Esto del pedido a domicilio ahora está de moda." Luis Noguerol es el dueño de un puesto de ventas en Corrientes. Hace meses para incorporar clientes contrataron motos para el envío a domicilio. Como aquel local, el delivery nutrió de ventas comercios de todo tipo. A través del teléfono suelen pedirse aspirinas, pizzas, helados y hasta perfumes. Algunos comerciantes indican que durante el '98 aumentaron un 75 por ciento las ventas a domicilio. Los restaurantes pueden vender incluso 60 por ciento de su facturación a través del reparto. En el medio, aparecieron motoqueros en forma masiva. La mayor parte hace así su primer trabajo o reemplazan trabajos perdidos. Como Daniel Lazarte, que fue zapatero de Boedo por siete años. Siete motociclos atraviesan Scalabrini Ortiz. Daniel manguerea el propio. "¿Que cómo la reconozco? --sorna--. Porque es la única con chapa negra." La usa hace seis meses. La lava por primera vez. Del service se encargan los patrones. Daniel mide el tiempo por pedido. El acelerador es la apuesta que puede levantarle ese sueldo fijo de 500 pesos por mes. Cada viaje una propina y al cabo de 22 días "tenés un sueldo extra". De todos modos intenta mostrarse cauto: "Acá no me piden que me apure. Pero tengo que llegar antes que se enfríen las cosas". Por eso mismo, Ronald se aprende de memoria las calles antes de agarrar un viaje. Llegó de La Paz a los doce, hacía cuatro años que la casa había quedado sin papá. Bolivia le había marcado un techo. Algo de aquel cerco parece correrse con cada encendida de moto. Ahora cruza Belgrano con tres boletas apretadas en la boca. Sabe que no le conviene despegarlas de las cajas porque puede pifiar pedidos. Ya pasó: --Señora. Disculpe pero el paquetito que le dejé es de empanadas y usted pidió pizza. ¿Me lo devuelve? Ronald está desprolijo por el viento. Deja tres pizzas en un local. Despacio, saca cambio, tarda. "Es el tiempo en que el otro te dice, dejá, quedate con el vuelto", explica ahora otro motoquero. Es Miguel Venega. Lleva cinco años con el delivery aunque él, más fácil, lo llama reparto. "Soy el más viejo y el más rápido." Está parado en una barra. Tiene una visera. Dice "La Americana", igual que la remera. La misma remera que llevaba puesta su amigo el día que murió. También él repartía. Iba por Yrigoyen, como Miguel, que hizo torear cientos de veces el ciclo por ahí. "Lo agarró un colectivo y se quedó." --Me das tres de carne --pide un viejo algunos metros detrás, en la caja. Miguel también chocó. "Varias veces. Es que soy rápido para trabajar", dice y se regocija, casi inconsciente. Casi perdido. Como pierde los ojos detrás del vidrio. Justo ahí donde la tele repite algún fulbito como esos que Ronald saborea de franco. Y hace un mes los francos se repiten de lunes a jueves. Menos los feriados. Está en una agencia. Es tarde de viernes. Suena el teléfono en su casa: "Hoy vas para Avellaneda y Rojas". Antes de salir vuelve a la PC. "Cuando llegué --cuenta en paceño--, el hombre me ha dicho: mira tienes trabajo viernes, sábado y domingo tres horas y ganas 3 pesos por hora". DE LIBERI NADA Cada días muere un motoquero. Para los pibes esos 656 accidentes graves por año que contabiliza el Instituto de Seguridad Vial tienen nombre y cara. Tienen días de pelearle a los "amargos que no te tiran ni cincuenta centavos de propina". El 70 por ciento de los 14 mil motoqueros trabajan en forma irregular. "O no tienen seguro de moto, de vida. Les falta la transferencia o el registro", dice Alberto Filsti, secretario del gremio de conductores de motos. La lógica del rebusque da cuenta de esas irregularidades: "Los pibes tienen acumuladas multas por velocidad, o semáforos rojos. Esa acumulación llega a veces hasta los 2000 pesos y para sacar el registro necesitás el libre deuda. ¿Cómo hacen para pagarlo?". Muchos consiguen blanquearse cruzando el Riachuelo. Los viajes no pueden estancarse. Tampoco en los malditos días de lluvia, donde pocas agencias conceden un 50 por ciento extra por viaje. "Si acelerás no podés frenar. Y acelerás por qué, porque estás apurado". Pachín quiere irse. Tiene un viaje en retardo. "Callate --traga aire-- que recién vi uno caído en la autopista". Está por subirse a la moto. Espera y dice "quedás medio golpeado. Cuando volvía me tuve que parar en San Juan a respirar". Filsti habla también de esa rutina que repite hace veinte años: "Para el motorista, la carrocería es el cuerpo. Tocar una moto significa una pierna rota". Ruta 8. Vuelta de San Justo. Panamericana. La moto de Ronald anda metiéndole zigzag a la carretera absurdamente repleta. Si el del Fiat no se apura a Ronald se le piantan los cinco pesos del próximo viaje. Piensa. La moto ruge y resuelve por la izquierda. El borde de la ruta está libre. Las ruedas ganan zona arenosa y a Ronald la velocidad lo trampea. "El borde de la carretera había estado con aceite. Quería salirme y empecé a patinar". Ronald dice ahora que "menos mal no venía ningún auto atrás". MEJOR EN CASA --Holaa. Yuzepe. --(...) --Aha. Sí, sí. Un raviol. Algo más. Sí, va con salsa blanca. ¿Algo más? --(...) La señora Yuzepe mira el menú y, ansiosa, ofrece vino de nombre francés. Del otro lado no hay conformidad. Queda sólo el "raviol", ella dice "cuatro pesos" y corta. Mediodía en Barrio Norte. El restaurante está vacío. Tres empleados se atolondran entre cacerolas y órdenes. Vuelve el teléfono. Suena otra línea más. Ahora es la señora y una empleada. Anotan en papeles. Idéntico "¿algo más?" y cortan. Hay un solo motoquero y está de reparto. La mujer habla también de la moda del delivery. "Hace años que se da esto, pero ahora, del total de pedidos, 60 por ciento es por teléfono." Marcelo Lazo anda montado en moto con delantal de doctor. Maniobra feo en Callao. La chica de un Duna lo insulta finito. "A ver si me pego el palo", suspira él. Carga la caja con aspirinas, desodorante y medicina. Hace el reparto de una farmacia. "Si entran diez clientes --discursea-- hay otros veinte que te están haciendo los pedidos por teléfono." Se va. La venta a domicilio tiene horas de mucha marcha. Suelen ser dos al mediodía y tres de noche: de nueve a medianoche. Son tres las modalidades del delivery. Quienes tienen contrato fijo con la casa, habitualmente están toda la semana y les dan la moto. Ganan entre 400 y 450 pesos. Existen jornaleros que refuerzan por paga diaria fines de semana y feriados. La casa puede darles la moto. Y además quienes, como Ronald, trabajan para una agencia. Cada uno tiene su moto y la agencia los destina a distintos sitios. En los dos últimos casos los motoristas cobran entre 10 y 15 pesos por noche. "Antes teníamos motos propias --dice ahora Fabián encargado de Mac Perry--, pero como no eran de ellos, los pibes te la destrozaban". Por costos, el local optó por "chicos con moto". LA HISTORIA DE CORTAR SEMAFOROS "Las empresas son las más jodidas, si tardás no te llaman más." José no habla de minutos. Sólo de "es urgente". La orden es estímulo para devorar el asfalto. "Te agarra un semáforo que dura 60 segundos y cagaste." Por eso la premura. Hace trámites. Está en una agencia hace dos años. No hay propina que recompense el apuro, pero la seguridad de otro viaje convence. "Si te apurás terminás más rápido y agarrás otro." --¿Estás libre? Cambio. --Sí. En 9 de Julio. --OK. Aguantá. Diego Randasso espera encargos de la agencia en la calle. Tiene el handy colgado al cuello. Paga dos pesos de alquiler por día y seis de nafta. José está al lado. "Encima --interrumpe--, cada seis meses te gastás 400 pesos para arreglar la moto." En Capital el costo de mensajería se fracciona en tres: microcentro, 5 pesos; media distancia, 9 y hasta la general Paz, 12. Diego recibe por un viaje de 5 pesos, 3,20. Luis Mignone saluda a un gordito. Estaciona frente a la galería Klem. No admite llevarse menos de "una luca por mes, si no, no te rinde". El acelerador rige y el código de cortar semáforo se repite como religión. "Y eso. El corte de semáforo es pasarle en amarillo", desasna Johnny. El motoquero de trece años de oficio habla del motivo de los choques: "Por ahí los dos semáforos se ponen en amarillo al mismo tiempo, vos te mandás y ahí perdiste". El motorista pagó 240 pesos por su casco. No se siente viejo pero habla de "esos pendejos que loquean y encima no usan cascos para cuidarse el pelo". El casco molesta en verano. Pero se rechaza por estética: "Te arruina el pelo y con pelo largo no lo podés usar", dice uno y aconseja los de obrero. Mignone lleva el casco en la mano. Frente a la galería se asoma su compañero de agencia. El motoquero responde. Por un segundo hace silencio. Y vuelve a hablar de la religiosidad del tiempo. Del acelere. "Estás a mil, tengo que darle. Tengo que llegar antes que él para que el próximo viaje me toque a mí."
UNA PERIODISTA DE RONDA CON LOS PEDIDOS Por A.D. --Este va a Tucumán al 1300. ¿Te animás? --propone don Serafín. --¿Y dónde queda? --Tenés tres hasta Tucumán y es a esta misma altura. Don Serafín acepta por un día a una cronista de Página/12. Está en la caja y marca 7,50. Saca un ticket y tres monedas: dos de un peso y una de cincuenta. "Es para el vuelto", dice y responde que "no, no te van a pagar con cincuenta. Cuando es así me avisan antes". El paquete no pesa demasiado. Uso las dos manos. La letra de don Serafín se lee en una esquela: "Tres ensaladas. Entregar mesa de entrada" y el precio. La bandeja se aguanta seca pocos metros. No hay luces en Montevideo. Intuyo el cartón mojado. Repaso pasos torpes. Los niego. Me gustaría preguntar si normalmente las bandejas chorrean agua. No hay señales en la calle. Me acuerdo de que Serafín dijo "tres cuadras". Doblo. 1357. Un policía gordo se estira en una silla. --Sí. De Serafín por un pedido. El hombre pregunta para quién. Vuelvo a la esquela y digo: "En la mesa de entrada". Y veo que la mesa de entrada está ocupada por un policía que, por lo obvio, no hizo el encargo. Intuyo alguna broma, pero insisto: "Acá dice mesa de entradas". El uniformado reacciona y reclama a los gritos el nombre de una mujer. Localizada la dueña de la fuente espero. Voy respondiendo que "no, no cambiaron de cadete. El pibe de siempre está de franco, que sólo por hoy lo reemplazo". Una mujer se acerca con monedero. Pregunta precio. No se queja del agua. Entrega diez pesos y guarda las monedas. Las tres. No hay propina. Don Serafín es Luis Noguerol. Es el socio menor de tres hermanos "que vos sabés --dice-- son viejos y conservadores por eso no, yo no sé, pero eso de contratar mujeres no les gusta". Un hombre canoso se para en la caja. Entrega un fajo de dinero, le dicen "el Tío". Más tarde el Tío vuelve por un café, estuvo bien porque a don Serafín se le ocurrió invitar con uno. Dos repartos más. Hago de coequiper de Juan, el lavacopa. El próximo viaje será de tres entregas y más de diez cuadras --ida y vuelta-- a pie. Diagonal. Un conserje espera. Juan lo reconoce: "Siempre pide a esta hora". Se saludan, el hombre intenta un diálogo sobre fuegos artificiales en Puerto Madero. Pasan algunos "aha, aha". Hay algún cambio que Juan se guarda en un bolsillo. Seguimos. Juan ejecuta un cruce errado en la 9 de Julio. Leyó Corrientes por Cerrito. Blasfema en santiagueño. Desandamos tres cuadras y retomamos la avenida. Sigue un resbalón, disuasión de la vigilancia de un edificio, un "por fin llegaron" de dos empleados y dos pesos de propina. Y claro, Juan ni convida.
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