El líder populista se maneja al margen o en contra de las reglas
del juego democrático. El líder populista se considera la directa encarnación de la
voluntad popular, vale por sí mismo y no por ser parte de algún estamento político
integrado a la dinámica constitucional. El líder populista se maneja desde la autoridad
y la soberbia: el pueblo lo ha elegido, y eso no sólo lo transforma en su representante,
sino también en su misma alma, en su voluntad. El pueblo le pertenece y él lo encarna,
de aquí que se sienta autorizado a actuar por sobre las leyes institucionales, que
devienen basura arcaica, escoria débil del pasado, ya que la voluntad fuerte del pueblo,
ahora, se ha encarnado en algo más elevado, puro, verdadero y representativo: él, el
líder populista.
Súbitamente, en esta América latina que aún balbucea los valores de
la democracia, asoman otra vez las voluntades fuertes, los hombres del destino, los jefes
predestinados. Se presentan como lo nuevo, pero son lo arcaico y lo perimido. No hubo
golpistas, no hubo personaje autoritario en este continente que no surgiera para decir que
la democracia es corrupta e ineficaz. No hubo golpista que no decidiera purificar la
democracia, no desde ella, sino desde el autoritarismo. Todo golpista se considera a sí
mismo la superación necesaria de la democracia. Acabará con la corrupción porque él no
es corrupto. Acabará con la ineficacia porque él es eficaz. Acaba, así, con el sistema
democrático, ya que todo pasa a depender de un vértice, de una voluntad, de una pureza y
de una eficacia, la del líder predestinado. Muere lo diverso, lo polifónico, se instaura
lo uniforme. Se gobierna desde la figura del caudillo quien dice gobernar porque encarna
la voluntad del pueblo. El caudillo populista cree que su triunfo electoral lo consagra
tan absolutamente como para clausurar el sistema de elecciones. Lo que hará por medio de
un plebiscito, para validarse una vez más con la mayoría que lo ha encumbrado. Pedirá
un plebiscito para cerrar el Congreso, para obtener otro mandato presidencial. Olvida,
finge olvidar, que la mayoría de la que goza no es para aniquilar a las restantes
minorías, sino para gobernar con ellas en medio del juego democrático. Pero el caudillo
populista es expresión del fracaso de la democracia, ¿por qué habría de respetarla?
Siempre surge cuando los partidos han incurrido en la corrupción y en el olvido de las
mayorías. Surge para castigar a los malvados y para beneficiar al pueblo. Luego, en los
hechos, los "malvados" son todos quienes no acatan la voluntad del caudillo
populista y "el pueblo" es esa brumosa entidad a la que siempre se remitirá
para validarse, justificando su voluntad represora. El caudillo populista suele usar una
inflamada verborragia antiimperialista, pero los "imperialistas" son sus
aliados, lo sostienen. Porque es un hombre de orden, un enemigo del caos, un eficaz
controlador social y un tenaz enemigo de todo lo que atente contra los intereses
verdaderos de los poderosos.
Esta peligrosa figura --llevada al poder por la desesperanza de las
mayorías-- se encarna hoy en el Chávez venezolano, en el Oviedo paraguayo y en el
"nacionalismo popular" del duhaldismo argentino. Duhalde, claro, no es un
militar. No podría serlo en un país en que los militares convocan tan enorme
desprestigio. Pero se acerca peligrosamente a ser todo lo demás que es Chávez, y que
amenaza ser Oviedo.
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