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Por Julio Nudler
En su libro Saqueo asegurado, el mediterráneo Roberto Guzmán relata que aquellos cheques-bono eran librados tanto por el Estado como por los particulares. Estos los emitían contra el monto de papeles que tenían depositados en cuentas especiales que se les habían abierto en el Banco Provincial de Salta, mientras que el gobierno sobregiraba contra el conjunto de esas cuentas, sin tener ni siquiera el respaldo de un solo bono propio. Por esa vía se fabricó una deuda pública que septuplicaba su base de títulos. Quienes recibían esos bonos del Estado provincial --empleados, proveedores, contratistas-- perdían 15 por ciento al cambiarlos por verdadero dinero, o debían pagar todo 20 por ciento más caro en los comercios. Para convertir los títulos en moneda de curso legal, aunque con topes estrictos por persona, los salteños de a pie debían acercarse a la Casa del Bono, donde se formaban largas colas. De hecho, era imperioso conseguir australes porque el bono no tenía aceptación universal, y fuera de Salta era un papel sin valor alguno. Cada perceptor poseía una cuenta bancaria en bonos y otra en australes, y el banco, semanal o quincenalmente, le convertía parte de aquéllos en éstos. Este era el sistema para la gente común, porque a ciertos privilegiados se les transferían los saldos de bonos a australes diariamente. Además estalló una fiebre especulativa, montándose un mercado clandestino, pero a la vista de todos, formado por arbolitos que entregaban australes a cambio de bonos con una quita del 15 por ciento. Según señala Guzmán, esos canjeadores callejeros trabajaban con capital facilitado sin cargo alguno por el propio Banco Provincial. Cada mañana, los operadores retiraban dinero en descubierto de sus cuentas corrientes, que utilizaban a lo largo del día para comprar bonos con descuento. A la hora del cierre volvían al banco para cancelar con bonos el descubierto, que por quedar saldado dentro de la jornada no quedaba registrado. La diferencia de 15 por ciento diario se la repartían con los funcionarios cómplices de la entidad salteña. Fraudes similares "estaban ramificados en todos los estratos de la gestión financiera, bancaria y administrativa oficial", asegura Guzmán. Este cuenta que cuando se propuso tomar un crédito de largo plazo de la Nación para cancelar todos los bonos y terminar con ese perverso sistema, muchos diputados se opusieron con toda clase de argumentos: que el rescate hundiría a la provincia en la recesión, que el "dinero salteño" emigraría de Salta (ya que los bonos no podían hacerlo por no ser aceptados en ninguna otra parte) y que se destruiría un arma que había dado a los salteños independencia frente al centralismo porteño. Sin contemplar hipótesis peores, lo menos que podían estar defendiendo los legisladores era un privilegio, ya que los diputados provinciales cobraban sus dietas en australes, no en bonos, lo que --a igual paga-- les aseguraba un poder adquisitivo superior al del resto.
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