Por Diego Fischerman
Algunos muy
buenos conciertos, otros excelentes, unos cuantos que no merecen recordarse, los
habituales sainetes del Colón --aunque esta vez algo más graves--, pocos estrenos y, en
el fondo, las mismas discusiones pendientes de siempre: cómo tendría que ser el teatro
de ópera de Buenos Aires, qué lugar deberían tener allí las sociedades musicales
privadas, hasta donde una programación oficial debe regirse por criterios de masividad,
por qué no hay un auditorio de música en esta ciudad y para qué debería servir si
estuviera. En definitiva, 1998 no fue ni mejor ni peor que otros años salvo por lo que
parece vislumbrarse como respuesta a alguna de esas preguntas por parte de la dirección
actual del Colón.
Tal vez el símbolo más acabado del rumbo actual de este teatro pueda
leerse en la utilización hecha por sus autoridades de la venida de
Plácido Domingo y Mirella Freni para cantar una de las peores óperas de todo el
repertorio (Fedora, del inexistente compositor Umberto Giordano). Más allá de que
quienes conducen actualmente el Colón nada habían tenido que ver con la programación de
esta ópera ni de este elenco, no dudaron en apropiárselo, colocar placas conmemorativas
(toda una obsesión del director Luis Ovsejevich) y organizar cenas celebratorias. O sea,
presentaron como un triunfo lo que, a todas luces, debería haber sido visto como un
fracaso: Domingo y Freni cantando Fedora es como traer --y pagarles fortunas-- a
Pelé y Maradona para que jueguen a las figuritas. Pero claro, el criterio que primó fue
el del culto a la personalidad, por sobre el del interés artístico de una obra, un
criterio bastante frecuente entre los fanáticos del género pero del que las autoridades
no deberían hacerse cargo hasta ese punto. En un año que puede ser considerado de
transición --el director actual se hizo cargo con la programación ya armada--, en todo
caso, los títulos tradicionales tuvieron elencos inadecuados o mediocres, sobró verismo
italiano y faltaron otras cosas y lo mejor estuvo en el cierre, con una versión brillante
de El amor por tres naranjas de Prokofiev, y, también por el lado ruso, en la gira
del Kirov con sus puestas de Boris Godunov y Jovánchina de Mussorgsky.
Las visitas de Riccardo Chailly al frente de la Orquesta del
Concertgebouw de Amsterdam, de Charles Dutoit con la Sinfónica de Montreal, de la
violinista Anne-Sophie Mutter junto al pianista Lambert Orkis --haciendo las sonatas de
Beethoven--, del grupo Les Arts Florissants y de Barthold y Wieland Kuijken (dos de los
máximos exponentes de la interpretación de música del Barroco) estuvo, sin duda, entre
lo mejor de lo programado por las sociedades privadas. Una gira por Japón de la
Sinfónica Nacional, que además estrenó la Sinfonía Turangalila de Messiaen y
obras de autores argentinos como Gerardo Gandini, y una Orquesta Filarmónica de Buenos
Aires sumida en una especie de terreno vago --sin un repertorio definido, dependiendo
demasiado en su rendimiento del director de turno-- fueron los hechos más salientes de la
actividad orquesta local.
Entre las cosas buenas, merecen destacarse el ciclo de música del siglo XX organizado
por el Teatro San Martín, el abono del Quinteto CEAMC para Festivales Musicales y el
estreno --luego repuesto en dos ocasiones-- de El hecho, una obra en la que Oscar
Edelstein, al frente de un grupo con espíritu de banda de rock, reescribe --o mejor dicho
da forma-- a los enigmáticos Seis eventos de Juan Carlos Paz.
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