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NUEVE HERIDOS AL DERRUMBARSE UNA OBRA CLANDESTINA EN SAN TELMO
“De pronto se nos vino todo encima”

El primer piso de una vieja casona de dos plantas se desplomó sobre una docena de obreros. Hay dos con pronóstico reservado. El gobierno porteño denunció que la obra era trucha.

Los socorristas demoraron dos horas para encontrar entre los escombros a los nueve atrapados.
“Estábamos apuntalando el techo y todo se vino abajo”, dijo uno de los obreros ilesos.

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t.gif (67 bytes)  Pudo haber sido una tragedia. Pero esta vez la suerte estuvo del lado de una decena de obreros de la construcción, sobre los que se derrumbó un piso, en una vieja casona del barrio de San Telmo. Se trata de una obra clandestina, sin permiso de obra, según pudo determinar el gobierno porteño. A las 11.17 se escuchó un estruendo en la calle Balcarce, casi Belgrano. Los edificios vecinos temblaron. Por la pequeña puerta de metal salía una nube de polvo y gritos de dolor. Al rato comenzaron a escucharse las sirenas. Al cabo de casi dos horas, pudieron ser rescatados entre los escombros siete operarios y dos empleados de una casa de comidas que trabajaban en el primer piso del local. Todos tenían heridas de distinta gravedad. Otros tres resultaron ilesos. El gobierno porteño anunció que formulará una denuncia penal contra los dueños del lugar en remodelación.
Una decena de obreros trabajaba con martillos neumáticos, removiendo la tierra para ampliar las bases de las columnas, en la casona de dos plantas de Balcarce 378, cuando el techo de la planta baja se vino abajo. “El apuntalamiento no era suficiente”, estimó ante Página/12 el director de Fiscalización de Obras y Catastro del gobierno porteño, Norberto D’Andrea, quien inspeccionó el lugar del hecho. “Una columna se deslizó y se desplazó la viga, lo que provocó la caída de todo el techo”, explicó el funcionario.
“Estábamos apuntalando el techo y de pronto se nos vino todo encima”, dijo Rubén Orellana, uno de los obreros que salió sin rasguños. “El techo se descolgó y después no sé lo que pasó”, relató el hombre, con los ojos llorosos, mientras abandonaba el lugar.
El primero en entrar por la puertita de metal fue Ramón, el portero del edificio vecino. “No se veía nada. Había una nube de polvo gris y se escuchaban gritos y llantos. Fue desesperante. Vi a gente conocida, con vida, chorreando sangre, pero no podía levantar todos los escombros”, dijo Ramón a Página/12, con el mameluco manchado de rojo. “Ahí lo vi a Carlitos, uno de los dueños del boliche de la esquina. Yo lo rescaté”, agregó.
La casa fue construida en 1927 y estaba siendo remodelada para convertirla en un local de comidas. Según denunciaron tres obreros que circunstancialmente no estaban en el lugar y se salvaron de ser aplastados, “hace quince días se vino abajo un entrepiso, y le avisamos al arquitecto que esto no iba a aguantar” (ver aparte). En esa ocasión, los obreros también notificaron a la Unión de Obreros de la Construcción (UOCRA). “Pero no apareció nadie”, dijeron. Un grupo de dirigentes de ese gremio se presentó recién ayer en el lugar, después del derrumbe.
“Era una obra trucha, una más de las construcciones clandestinas que hay en la ciudad”, aseguró D’Andrea. “No hay profesionales responsables, ni obra declarada ni plano registrado ni cartel identificatorio”, precisó el funcionario. Entre los escombros, D’Andrea encontró un plano con el logo de la presunta empresa Arquimachine Design Group, pero sin la firma del arquitecto responsable. Los obreros denunciaron que estaban en negro y trabajaban sin el equipo reglamentario.
La construcción estaba a cargo de la empresa MPM Obras Civiles SA, con domicilio en la calle Arenales al 1300, de Vicente López. Ante una consulta de Página/12, los directivos declinaron dar explicaciones, aunque fuentes de la firma admitieron que la obra estaba bajo su responsabilidad. Tampoco quisieron hablar los dueños del local, los mismos propietarios de El Bodegón, una rotisería ubicada justo en la esquina de Balcarce y Belgrano, y al lado de la casa derrumbada. El comercio cerró sus puertas inmediatamente después del accidente y su personal quedó dentro del local.
En el primer piso que se vino abajo, justamente, funcionaba la cocina de El Bodegón, que no había dejado de funcionar pese a la obra. Los empleados se vinieron abajo junto con dos enormes cocinas, que por la tarde yacían destruidas en un volquete.
Personal de la Guardia de Auxilio y la Superintendencia de Bomberos trabajó durante toda la tarde para apuntalar el edificio. Al lugaracudieron diez unidades del SAME, que trasladaron a los heridos hasta los hospitales Argerich y Fernández. Por la tarde, una fila de camiones esperaba para cargar los escombros que todavía eran retirados del lugar.
Los heridos son Gustavo Guaraz (26), Eugenio Díaz (37), Eduardo Arias (21), Claudio Escobar (36), Savino Villalba (47), Ramón Chavero (51), Alfredo Quiñones (28), Luis Montenegro (32) y Rafael Sánchez (24). Dos de ellos, afectados por politraumatismos, se encuentran con pronóstico reservado.

 

Un record de clausuras

En lo que va de 1998, el gobierno porteño clausuró 720 obras en construcción clandestinas –lo que equivale a tres clausuras por cada día hábil– e impuso multas a sus propietarios, según informó ayer el director de Fiscalización de Obras y Catastro, Norberto D’Andrea.
El funcionario explicó que los procedimientos se hicieron a partir de la acción de los inspectores de la repartición y de las denuncias de vecinos, que detectan la existencia de una obra que puede ser clandestina.
“Es importante que la gente haga la denuncia porque las constructoras no sólo están evadiendo el pago de los permisos y los impuestos, sino que ponen en peligro la vida de los vecinos, ante el riesgo de un accidente”, dijo D’Andrea a Página/12. Indicó que cualquier denuncia puede hacerse al teléfono 323-8000.
El funcionario aclaró que la nueva normativa obliga a las constructoras a informar en los carteles la superficie cubierta de la obra y la superficie máxima permitida, la altura del edificio y la altura máxima permitida, además de la identificación de los profesionales responsables de la construcción.
En el caso de la obra de la calle Balcarce, D’Andrea explicó que debía estar habilitada por el Area de Protección Histórica, por estar comprendida en el casco histórico de la ciudad, dado que su construcción data de 1927. Anunció además que el gobierno presentará una denuncia penal contra el titular del inmueble registrado en el catastro oficial, como responsable del siniestro.

 


 

EL OBRERO CASTIGADO POR QUEJARSE DE LA SEGURIDAD
Una suspensión muy oportuna

t.gif (862 bytes) José Barrionuevo carga el “botín de seguridad” en una mano. En el momento del derrumbe, lo calzaba uno de sus compañeros que fue rescatado entre los escombros. Socarrón, dice que “el encargado de la obra lo llamaba así”. El denominado botín no es más que una sandalia de cuero negro con suela de goma. “¿Seguridad? ¿Esto es seguridad?”, pregunta mientras hace oscilar el zapato con sus dedos. Cuarenta y dos años en el oficio acreditan un catálogo de condiciones de trabajo precarias e inseguras. En el subsuelo de la casa de Balcarce 378 cavó pozos durante siete días. Lo hizo en short y en remera. José protestó después de que se le cayó encima un trozo del cielorraso del techo y la respuesta fue el traslado hacia otra obra y la suspensión por dos días. Ahora agradece el castigo que le salvó la vida por un día. Debía reincorporarse el miércoles.
“Doy mi nombre y apellido porque estoy cansado de que los obreros estemos tan desprotegidos. Yo no me callo más ... Parece que no tenemos derechos humanos.” José explota de bronca. Ocupa la esquina de la avenida Belgrano y Balcarce con otros compañeros, a dos metros de la casa derrumbada. Las cuadrillas de la guardia de auxilio del gobierno porteño y los Bomberos de la Federal retiran escombros y los descargan en los contenedores ubicados en la vereda.
Los obreros atrapados ya fueron rescatados. José dice que el trabajo en esa casa se organizaba sin las mínimas condiciones de seguridad y que “el encargado no quería que se supiera que ahí había una obra porque era ilegal”. Tenían prohibido salir con los cascos amarillos y trabajaban con las persianas bajas para no levantar sospechas. Los problemas de vejiga eran resueltos juntando las monedas suficientes para comprar una gaseosa en el bar de enfrente, que así los habilitaba para usar el baño.
“No quiero a ningún obrero en la calle, menos con casco, no quiero problemas con la DGI ni con el sindicato”, fueron las directivas que José escuchó de Pablo, el arquitecto, acerca de las condiciones de trabajo en el lugar. Aguantó hasta que cedió parte del cielorraso, tras lo cual le advirtió al capataz que “esto se iba a caer”. La osadía lo confinó al sótano y a las tareas más pesadas.
Las críticas de José no apuntan sólo a la empresa contratista. También hay para el sindicato. “Estuve dos años sin trabajo porque me enfrenté con un dirigente de la zona norte que mantiene intervenido el sindicato hace 14 años. Nosotros ganamos 2,50 la hora y ellos se llevan toda la plata.”
–¡No hablés de política! –lo interrumpe un hombre mayor que se presenta como el dueño de la oficina de enfrente y provoca la reacción de Juan.
–¿Y a vos quién te paga?
Hay un intercambio de acusaciones. El hombre marcado de arrugas lo culpa por trabajar en forma ilegal y José le dice que tiene que alimentar a seis chicos. Una adolescente grita que “con el viejo no hay que hablar”. Y José retruca: “Prefiero vivir de pie y no en las rodillas de nadie”.

 

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