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QUÉ FANTÁSTICA ESA FIESTA

Por Sandra Russo

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t.gif (862 bytes) Lo más lejos de casa que fuera posible, pero no tanto: ésa era la idea que nos llevó a cinco amigos a vivir a Ushuaia en el verano de 1979. No era un verano cualquiera, pero visto a la distancia, sólo el aturdimiento de los diecinueve o veinte años hizo que pasáramos por alto que durante todo el invierno anterior los aprestos de la guerra con Chile habían erizado a los varones de nuestra misma edad. Algunos de ellos habían recibido citaciones de las fuerzas armadas reclamándoles disponibilidad urgente. El clima se había ido enrareciendo lentamente, mientras los oídos jóvenes sólo estaban atentos a las noticias que llegaban, difusas y entrecortadas, de otras batallas sin nombre que eran libradas contra el enemigo interno, o sea: cualquiera de nosotros. Mientras los relatos sobre las desapariciones empezaban a multiplicarse, los chicos eran convocados a una guerra por los mismos que podrían derribarles la puerta cualquier noche y tragárselos para siempre.

¿Cuánto puede importar un pedazo de territorio de un país usurpado en su totalidad por unos cuantos tipos desquiciados? Eso se discutía en los bares y en voz baja: nada. Una guerra de milico a milico, se decía. Que se mataran entre ellos. A la Escuela Nacional de Arte Dramático, donde a la sazón esta cronista cursaba como alumna regular en ese entonces y en donde pese a la razzia de profesores seguía existiendo un tenue culto a la sensibilidad y el decoro, donde se santificaban los sentidos, se exploraba la memoria emotiva, se hablaba de Stanislavsky y se estudiaba tragedia griega y sainete criollo, un día llegaron unos hombres de verde que pusieron mapas en las paredes, hicieron callar a todo el mundo y se pusieron a explicar la necesidad de hacerles entender a los chilenos quiénes éramos nosotros. Nadie se confundió: en esa primera persona plural era imposible hacer entrar a aquella tierna muchachada y a los tipos de verde. Donde decía ellos debía leerse ellos; donde decía nosotros, nosotros; donde decía chilenos, debía leerse Pinochet.

Los chicos tenían preparada su salida. Las opciones eran varias y todas eran preferibles a la idea de quedar convertidos en soldaditos contra soldaditos, todos bajo el mando de monos con navajas. Cruzar el río y anclar en Montevideo. Salir por el norte y seguir rumbo al Cuzco o acampar en las islas del Titicaca. Pasar a Chile y hacerse el boludo. Llegar a Managua y sumarse a la embriaguez sandinista.

En medio del disparate de esa guerra en cierne, fuimos cinco los que unos meses después llevamos a cabo ese otro disparate que fue la efímera mudanza a Ushuaia. Alquilamos una cabaña muy barata, porque los propietarios, como muchos lugareños, habían escapado a un refugio en la montaña con víveres y petates. La ciudad estaba casi desierta. A poco de llegar, Chile movilizó tropas y nuestras familias empezaron a mandar telegramas pidiendo que volviéramos al hogar. Contestábamos: Todo tranquilo. Stop. No hace ni frío. Stop. En el verano de 1979 estaba de moda Raffaella Carrá. En las calles de Ushuaia se escuchaba: "Qué fantástica fantástica esa fiesta, esa fiesta con amigos y sin ti". Y no sabíamos qué fiesta, porque no había ninguna.


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