Por Mónica Flores Correa |
Orson Welles cuenta esta fábula en Mister Arkadin, película estrenada en 1955, que protagonizó y dirigió: "Les voy a contar ahora la historia de un escorpión. Erase un escorpión que quería cruzar un río y que le pidió a una rana que lo llevase en andas. "No", dijo la rana. "Si te llevo sobre mi espalda, quizá me claves tu aguijón y el aguijonazo de un escorpión es la muerte". "¿Pero qué lógica tiene lo que estás diciendo?", preguntó el escorpión (porque los escorpiones siempre intentan ser lógicos). "¡Si te pincho, te vas a morir y yo me voy a ahogar!". Con este argumento persuadió a la rana, la cual decidió transportarlo sobre su espalda. Pero justo cuando estaban en el medio del río la rana sintió un dolor terrible y se dio cuenta de que, después de todo, el escorpión le había clavado su aguijón. "¡Lógica! --se lamentó la rana agonizante, mientras se iba ahogando y arrastraba al escorpión en el hundimiento--. ¡No existe lógica en esto!" "¡Ya lo sé! --exclamó el escorpión--. Pero no puedo evitarlo: ¡es mi carácter!". Desde que comenzó el escándalo de Bill Clinton y su relación sexual con Monica Lewinsky, fue imposible conocer este cuento de Welles, del cual él decía que tenía origen árabe, y no asociarlo con la tragicomedia que hemos visto este año, actuada por un elenco tan notable como improbable en el escenario shakespeareano de Washington. La fábula, magistralmente narrada por Welles, como bien señala el director Peter Bogdanovich, es "una metáfora de la inhabilidad básica de la gente de alterar su verdadera naturaleza o de escapar al destino al que conduce una forma de ser". Esta especie de parábola se vuelve aún más interesante, si cabe, cuando se aplica no sólo a individuos sino a cuerpos colectivos, partidos políticos, organizaciones. Estirando también el simbolismo y la imaginación, puede pensarse, inclusive, que algunos países en el apogeo de su florecimiento, por esas paradojas del género humano, se comportan como el aniquilador y autodestructivo arácnido. Así como el escorpión, Bill Clinton no pudo dominar sus instintos primarios pese a saber que éstos estaban bajo la lupa de sus enemigos. Su predisposición, además, a forzar la verdad, a acomodar la realidad a su conveniencia, desembocó en el desastre del día de ayer, cuando la acusación de "mentiroso" cobró una concreta entidad legal con eventuales consecuencias históricas muy severas. Con respecto al partido republicano, el tiempo dirá si, a la manera del escorpión, no se convierte en víctima de su publicitada obsesión virtuosa. De hecho, la incansable cruzada moral, entre otros factores, lo viene alienando de los votantes casi sin pausa. Encuestas publicadas este sábado mostraron que su popularidad nunca ha sido tan baja en los últimos catorce años como en esta semana pro impeachment. Hay otros signos de autodestrucción. En un día clave para el juego político de los conservadores, en aras de demostrar la extrema coherencia de su puritanismo, Robert Livingston, electo presidente de la Cámara de Representantes, renunció a ocupar ese cargo como consecuencia de que se habían revelado sus historias de adulterio. Es probable que su renuncia no siente ejemplo, como él aspira, sino que profundice la crisis y relativa acefalía del partido, iniciada con la renuncia de Newt Gingrich después de la elección de noviembre. Para un observador, finalmente queda abierto el interrogante acerca de la racionalidad de Estados Unidos, país que atraviesa por una etapa de prosperidad y estabilidad casi sin parangón, y cuya clase política, por motivos que no dejan de ser oscuros, se inflige en este momento de excepción una crisis constitucional mayúscula y profundamente innecesaria. Posiblemente, habrá que resignarse a no resolver ciertos misterios. O habrá que encogerse de hombros y levantar la copa, como Mister Arkadin luego de recitar la fábula, y como él limitarse a decir con una semisonrisa: "¡Bebamos entonces a la salud del carácter!".
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