Por Luciano Monteagudo
La temporada
cinematográfica 1998 podrá haber acumulado en Buenos Aires unos 170 estrenos
internacionales, pero solamente dos películas parecen disputarse el centro de atracción,
como si fueran dos polos antagónicos, ubicados en los extremos opuestos del orbe del
cine. En una punta se ubica el enorme Titanic, la producción más cara y también
la más exitosa de toda la historia del cine, una película que a un costo de casi 300
millones de dólares debieron sustentar dos de los principales estudios de Hollywood
(Paramount y 20th. Century Fox) y que desde el mismo día de su lanzamiento literalmente
arrasó con las boleterías de todo el mundo, haciendo de Leonardo DiCaprio y Kate Winslet
dos estrellas fulminantes. Y en el otro extremo del arco, El sabor de la cereza,
una realización iraní hecha con modestísimos recursos, un film de una austeridad
monacal no sólo en términos económicos sino también formales, que alcanzó en la
cartelera porteña un insospechado, sostenido éxito de público. A su manera, cada una
definió un área de influencia en la manera de ver el cine en Buenos Aires.
Si El sabor de la cereza niega
deliberadamente el espectáculo para concebir el cine como escritura, como movimiento
interior (según lo definía Robert Bresson), Titanic en cambio puede ser
considerada la consagración del cine como espectáculo. Se diría que con Titanic
Hollywood (que celebró la película con once premios Oscar, igualando el record
histórico de Ben Hur) pareciera haber llegado al non plus ultra de su arte.
Nada más espectacular que la película de James Cameron, al punto que después de
Titanic y en comparación con ella todas las demás superproducciones norteamericanas
dieron la impresión de ser un completo fracaso, no sólo en términos de taquilla sino
también de sus logros técnicos y formales. Si Impacto fulminante, Armageddon
o Godzilla no tuvieron la misma repercusión en boletería fue sin duda porque eran
muy inferiores a Titanic (a su modo una película de autor, en la medida en que
Cameron fue su obstinado demiurgo) pero también porque no tenían nada mejor para ofrecer
como espectáculo. En este sentido, se podría pensar que, al menos para el cine
norteamericano de grandes dimensiones, Titanic sentó un difícil precedente: su
éxito a toda escala --de público, pero también de prestigio-- abrió una brecha aún
mayor entre un cine a la medida humana y un cine monumental, que siempre se hizo en
Hollywood, es verdad, pero que ahora puede convertirse en el único modelo posible.
En los antípodas, El sabor de la cereza provocó, al menos en
Buenos Aires, no un efecto de clausura sino más bien de apertura, de
descubrimiento. Los más de 130.000 espectadores que cosechó desde su estreno hasta esta
semana el film de Abbas Kiarostami (que salió con una sola copia y con la Palma de Oro de
Cannes y el apoyo de la crítica como únicos avales) demostraron que había una franja
importante de público que la distribución local había descuidado. Un público dispuesto
a internarse en un film arduo, exigente, pero que a cambio le devolvía la confianza en el
cine como medio de conocimiento y experiencia estética. Fue gracias a la repercusión de El
sabor ... que se precipitó un torrente de estrenos de calidad que de otra manera
seguramente nunca hubieran salido a la luz, como La anguila del japonés Shoei
Imamura, Western del francés Manuel Poirier, Principio y fin del mexicano
Arturo Ripstein, la demorada Ladybird, Ladybird del inglés Ken Loach, y La
mirada de Ulises, la primera película que se conoce en la Argentina del veterano
maestro griego Theo Angelopoulos. Todo indica que esta grieta que abrió El sabor de la
cereza se ampliará significativamente durante 1999, cuando Buenos Aires tenga su
primer contacto con el cine del portugués Manoel de Oliveira, el taiwanés Tsai
Ming-liang, el japonés Takeshi Kitano y el ruso Alexandr Sokurov, por citar apenas cuatro
de los más importantes directores contemporáneos cuyos films tendrán finalmente estreno
local.
Mientras tanto, la cartelera local se
permitió este año el descubrimiento en pantalla grande (en video ya era conocido) del
chino Wong Kar Wai, de quien se pudo ver Happy Together, una película filmada
íntegramente en Buenos Aires y que le toma el pulso a la ciudad como casi ninguna
película argentina parece en condiciones de hacerlo. En un registro completamente
distinto, también fue todo un deslumbramiento Ponette, del francés Jacques
Doillon, que demostró una sensibilidad muy particular para manejar a su protagonista, una
niña de apenas cuatro años que debe enfrentarse a la inexorabilidad de la muerte de su
madre.
De Francia fue posible también conocer el cine simple y popular de
Robert Guédiguian, que desde Marsella expuso los trabajos y los días de Marius et
Jeannette, y reencontrarse con el maestro del vitriolo Claude Chabrol, en No va
más, un espléndido vehículo de lucimiento para Isabelle Huppert y Michel Serrault.
No se puede decir que el de Chabrol haya sido precisamente un regreso (ya la temporada
pasada había estado presente con La ceremonia), pero si de reencuentros se trata
el más significativo fue con Michelangelo Antonioni, a través de Más allá de las
nubes, su discutida colaboración con Wim Wenders, en la que el italiano volvió a
demostrar la singularidad de su mirada. Los norteamericanos Bob Rafelson y Robert Benton
también volvieron de un pasado remoto con dos film noirs otoñales, Sangre y
vino y Crepúsculo respectivamente, mientras que David Lynch dejó cierto sabor
a nada con su promocionado comeback, la caprichosa Carretera perdida, que
hizo añorar los tiempos de Eraserhead y Terciopelo azul. Todo un regreso
con gloria fue en cambio el de Peter Weir, que después de su paso en falso con Fearless,
unos años atrás, retornó esta temporada con The Truman Show, una brillante
fantasía paranoica sobre el poder omnímodo de la televisión.
Los independientes norteamericanos son todo un caso aparte. Pocos films
más brutales este año que Boogie Nights, de Paul Thomas Anderson, con su
parábola de ascenso, apogeo y caída del cine porno, capaz de reflejar el estado de las
cosas en la política norteamericana. En un plano más íntimo, Cuando vuelve el amor
fue un intento noble de Nick Casavettes por resucitar el espíritu del cine de su padre,
el gran John, con magníficas actuaciones a cargo de Sean Penn, su mujer Robin Wright y
John Travolta, en un trabajo capaz de empalidecer el de Pulp Fiction. Y como one
man show, en su múltiple papel de productor, guionista, director y protagonista,
nadie mejor que Robert Duvall, que en El apóstol ofreció un retrato sincero, sin
trampas ni golpes bajos, de un predicador sureño que busca redimirse de sus crímenes y
pecados.
El cine inglés tuvo una presencia de peso durante 1998: además de la
exhumación de Ladybird, Ladybird, de Loach, llegó también el film más reciente
de su compañero de ruta Mike Leigh, Simplemente amigas, aunque ninguno de los dos
tuvo la repercusión que lograron Tocando el viento y Todo o nada, donde la
crítica social fue tamizada por el humor y la colorida pintura de personajes.
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