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En su corcel, cuando sale la luna, aparece Banderas

Con Anthony Hopkins como el auténtico Don Diego de la Vega,
esta nueva reencarnación del Zorro cuenta, a falta de uno, con dos héroes bajo el mismo antifaz del noble justiciero.

Antonio Banderas cortejando a Catherine Zeta-Jones.
Hopkins contempla la criatura que ha creado a su imagen.

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Por Luciano Monteagudo

cua2.gif (5325 bytes)t.gif (67 bytes) Todo lo que podía esperarse de este nuevo Zorro –la ingenuidad de los viejos seriales de aventuras, el caballeroso donaire de un héroe de historieta anacrónico, los duelos de capa y espada siempre al filo de una cornisa– está en los primeros veinte minutos de película. Allí se puede encontrar también la única sorpresa de una película de la cual no cabía sospechar ninguna: que a falta de un Zorro, esta Máscara del Zorro trae dos, todo por el mismo precio. Sucede que, contra lo que podría pensarse, el auténtico Don Diego de la Vega, el verdadero y primigenio aristócrata y espadachín que lucha contra la opresión española en la Alta California, el noble que prefiere defender a los humildes hijos de su tierra antes que sentarse a la mesa de sus pares, ése no es precisamente Antonio Banderas, sino –créase o no– Anthony Hopkins. Al fin y al cabo, si últimamente Sir Anthony se animó a ser consecutivamente Nixon, Picasso y hasta uno de los prohombres de la primera democracia estadounidense (el anciano ex presidente John Quincey Adams de Amistad), ¿por qué no calzarse también el antifaz de Zorro y cabalgar hacia el horizonte montado en Tornado, su brioso corcel azabache?
Claro, todo tiene su precio. No por nada Hopkins acaba de declarar que, luego de concluir una cura de alcoholismo, piensa abandonar definitivamente el cine. Es verdad que, desde su consagración en Hollywood con Hannibal “The Cannibal” Lecter hasta este Zorro, su popularidad y su cotización ascendieron tan vertiginosamente que quizás no le permitieron elegir los proyectos que hubiera querido. Seguramente debe haber sido difícil mirarse al espejo y ver reflejada no tanto la estampa de Tyrone Power (el Zorro modelo 1940) sino la sonrisa vacía de Guy Williams, el inocente Zorro de las matinées televisivas. Pero al fin y al cabo, la película producida por Steven Spielberg le evita la humillación de tener que marcarle una Z en la panza al Sargento García (que aquí fue exonerado, como el fiel lacayo Bernardo) y le reserva más bien, durante tres cuartos de película, un rol equivalente al de su compatriota Rex Harrison en My Fair Lady: la del hidalgo profesor encargado de extraer oro del barro, en este caso hacer de un bandolero astroso (Banderas en su look Che Guevara) un nuevo Zorro, capaz de seguir su lucha en nombre del bien y la justicia.
A los dos Zorros, el original y su réplica, los mueve sin embargo el mismo declamado motor: la venganza. Después de veinte años de prisión, el legítimo Don Diego de la Vega quiere vindicar la muerte de su esposa y el secuestro de su hija, a manos del pérfido gobernador Montero, que le ha hecho creer a la doncella que él es su padre. Al bandido Murrieta, convertido luego de un tedioso período de entrenamiento en la reencarnación del Zorro, lo único que le interesa es la cabeza del sádico militar que cortó la cabeza de su hermano. Si en el ínterin hacen el bien sin mirar a quien –un pueblo al que la película le dispensa el mismo desprecio que el gobernador Montero– es porque se supone que son los héroes y también para ganarse el corazón de la bella Elena (Catherine Zeta-Jones, a tener en cuenta), uno como padre y el otro como galán romántico de zarzuela. Durante toda la película, y no sólo durante el fogoso baile en el cual Banderas –a la manera de Rudy Valentino– viene a ocupar el lugar paródico del latin lover, suenan castañuelas y guitarras españolas, hasta cuando los antagonistas se baten a duelo y se suma el clamor de las espadas. Tan elemental como su banda sonora es la concepción visual del film. El director Martin Campbell (cuyo mayor antecedente es el de haber tenido a su cargo Goldeneye, otro eslabón de la agotada saga Bond) filma todo como si estuviera en el set de un corto comercial: siempre parece estar vendiendo coñac, cigarros o un paquete turístico a México, con esos atarcederes tan falsos como el bronceado Caribe del propio Banderas.

 


 

“EL PRINCIPE DE EGIPTO”, PRODUCIDA POR SPIELBERG
Un dibujo animado faraónico

Con todos los recursos a su disposición, la superproducción del sello Dreamworks no puede escapar a las tablas de la ley de
Hollywood y confirma que el género bíblico es una causa perdida.

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Por Martín Pérez

cua3.gif (6213 bytes)t.gif (862 bytes) Hace tiempo que los hermanos no se ven. Las vueltas de la vida, como suele suceder en cualquier familia, los llevaron por caminos diferentes. Claro que la suya no es una familia cualquiera: uno ha terminado como faraón, y el otro como profeta. Al ver reaparecer a su amado hermano, Ramsés se levanta del trono y va a su encuentro. Otrora compañeros de correrías –¿recuerdan la nariz partida de la esfinge? Bueno, Dreamworks desmiente a Goscinny y asegura que no la rompió Obelix, sino que fueron ellos dos corriendo picadas con sus carruajes–, los hermanos se abrazan en medio de la sala de fiestas del palacio. Pero ese fraternal reencuentro termina con la hermandad de su relación. Lo dicho: uno es faraón y otro profeta. Es decir: uno mantiene al pueblo hebreo bajo su mando, y el otro ha aparecido para pedir que sean liberados. Y así no hay familia que valga.
Pero lo importante de esta escena, al menos en los términos de El príncipe de Egipto, es el momento en que se enfrentan sus respectivos dioses. Moisés, por un lado, planta su estaca en medio del lujoso salón con toda su fe, y ésta se transforma en una serpiente. Ramsés, en cambio, llama a sus hechiceros, Hotep y Huy, quienes convocan con profesionalismo y despliegue a todos los dioses egipcios. Incluso tienen un tema para semejante desfile: “Playing with the Big Boys” (traducible como Jugando con los grandes, interpretada en la versión original por Steve Martin y Martin Short).
El mensaje es claro: la verdad se enfrenta al showbiz. Con el correr del metraje, sin embargo, la paradoja también se revelará con total precisión: cuando las diez plagas de Egipto se transforman en un tema musical, queda claro que –pese a tanta solemnidad, tanta aparatosidad– los tres profetas de Dreamworks (David Geffen, Steven Spielberg y Jeffrey Katzemberg), puestos a elegir, se quedan con el showbiz. Por más que renieguen de ella, ésa es su verdadera patria cinematográfica. Aun cuando produzcan para la historia del dibujo animado una superproducción con cuatro años de trabajo y canciones que contienen preguntas de este tipo: “¿Cómo se mide el valor de un hombre?/ ¿por lo que ganó/ o lo que dio?”.
Ominosa, repetida y pretenciosa desde su prólogo –ocho minutos en los que Ofra Haza canta la historia del bebé Moisés, que hacen extrañar La Biblia de Vox Dei–, El príncipe de Egipto fue concebida como la joya animada de la corona de Dreamworks. A la hora de su estreno, sin embargo, es un monumento a un Hollywood que lejos de renovarse se estratifica aún más. Más grande que la vida, más majestuosa que Los Diez Mandamientos, y más aburrida que cualquier adaptación de Disney, al filmar un film como éste –en vez de encarnar al Príncipe que busca un nuevo destino para su pueblo/sus espectadores– los tradicionalistas caciques de Dreamworks semejan a Ramsés, un faraón obsesionado con no ser el eslabón débil que rompa la cadena.
Tal como lo anuncia un cartel escrupulosamente ubicado al comenzar el film, la historia que cuenta El príncipe... no es otra que la que se cuenta en el Libro del Exodo del Antiguo Testamento. La historia más antigua de todas, lo que equivale a decir que ha sido la que más veces ha sido contada. Cecil B. De Mille, sin ir más lejos, la contó dos veces. La originalidad de esta versión Dreamworks es hacer hincapié en la condición adolescente y fraternal de los antagonistas, Moisés y Ramsés, con la intención de hacer la historia más digerible para todos los públicos. Suerte de Beavis y Butt-head egipcios, ambos se dedican a sus correrías mientras el faraón gobierna con mano de acero a sus súbditos, construyendo esfinges a su imagen y semejanza.
A pesar de este espejismo de contemporaneidad, tanta pompa en los dibujos y en las intenciones termina asfixiando todo intento de dinamismo. Al punto que escenas que merecen el bronce –como la persecución con carruajes del comienzo, el jeroglífico que cobra vida en el sueño de Moisés delatando la matanza de infantes del faraón o la apertura de las aguas del Mar Rojo– son difíciles de recordar con demasiado entusiasmo ante todo un rosario de huecas ampulosidades. Tanta solemnidad concentrada en una película de dibujos animados que pide a gritos un camello que baile, un pájaro que hable, una alegría por amor de –ejem– Dios, no impide reconocer, sin embargo, la emoción contenida en el momento que el adoptado Moisés se pregunta por sus verdaderos orígenes. Es que es difícil no ver en él a un hijo de desaparecidos al que su destino lo saca de una vida privilegiada. Y le cuenta la historia más maravillosa de todas.

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