A
los norteamericanos les encanta proclamar al presidente de turno "el hombre más
poderoso del mundo", pero hoy en día el así glorificado es un pobre diablo que ni
siquiera puede divertirse un poco con una joven admiradora ni humillar a un tirano menor
como Saddam Hussein. A diferencia de los personajes que han ostentado el título en otras
épocas --Alejandro, Augusto, Genghis Khan, etc.--, Bill Clinton está obligado a respetar
una multitud de reglas democráticas que nadie está en condiciones de definir con
precisión, pero también ha de actuar como el jefe de la única superpotencia. No
sorprende, pues, que sus esfuerzos por poner coto a Saddam hayan dado pie a un
espectáculo que ha resultado tan farsesco como truculento.
El primer problema que enfrenta Clinton tiene
que ver con la llamada comunidad internacional. Quienes dicen hablar en su nombre
concuerdan en que sería un error de consecuencias acaso apocalípticas permitir que un
hombre como Saddam se pertrechara de armas de destrucción masiva biológicas y químicas,
pero la mayoría de los gobiernos también dicen oponerse al uso de la fuerza contra el
régimen que, según parece, está desarrollándolas, lo cual, en la práctica, supondría
que en el fondo se han resignado a que se salga con la suya pero, claro está, lo que
tienen en mente no es exactamente eso. Preferirían que Saddam dejara de jorobar pero son
reacios a asumir la responsabilidad de obligarlo a comportarse mejor. No les gusta del
todo que EE.UU. se arrogue el derecho a vestirse de gendarme, pero si no lo hiciera
estarían lamentando su pasividad, lo cual puede entenderse porque en tal caso otros se
verían constreñidos a hacer el trabajo.
Igualmente ambiguos son los propios
norteamericanos. Quieren que su país aproveche su costosísima superioridad militar, pero
no quieren que muera nadie y les causa pesadillas la idea de ocupar Irak, de ahí la
hipermoderna pero con toda probabilidad inútil guerra de alta tecnología que, para
regocijo de Saddam, Clinton libró contra blancos supuestamente estratégicos. Además, si
bien los norteamericanos no derramarían muchas lágrimas por la suerte de uniformados
iraquíes, no están dispuestos a tolerar que haya bajas propias, pero a Saddam no le
importa un bledo la muerte de sus compatriotas militares o civiles, ventaja que le ha
permitido confirmar, por si fuera necesario, algo que ya era evidente: cuando es cuestión
de la violencia puesta al servicio de la ambición personal, el medioevo no tiene nada que
aprender de la edad de la cibernética. |