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Por Horacio Bernades Un transatlántico de varias cuadras de largo y un lagarto mutante de varios metros de altura. Está claro que, cada vez más, para la industria del espectáculo, el tamaño sí importa, y Titanic y Godzilla emergieron, durante 1998, como los emblemas más perfectos (o imperfectos) de ese slogan que rige al Hollywood pre-fin de siglo. Para la industria del video, que se mueve en gran medida siguiendo los coletazos que da el cine, esos hundimientos y rugidos no resultaron ajenos: Titanic y Godzilla fueron también los grandes acontecimientos del año. Acá y allá, la película que consagró a James Cameron como amo del mundo fue lanzada en medio de marketineros bombos y platillos, en presentación de lujo y a precio superespecial. A Godzilla le tocó ser, en el orden local, el primer lanzamiento simultáneo en VHS y DVD, rodeada de otra campaña-monstruo. Hayan cumplido o no con las cifras previstas, Titanic y Godzilla fueron éxito y emblematizaron la tendencia al gran espectáculo que suele dominar las estadísticas de la venta y alquiler de videos. Ambas encabezaron un grupo de tanques que incluyó, faltaba más, El abogado del diablo, El chacal, Avión presidencial y otras cosas por el estilo. Si dejan satisfecho o no a su público es ya otra cosa, imposible de medir. Lo que sí puede medirse, a la luz de las cifras de alquiler, es que el cine de Hollywood sigue mandando, con su provisión anual dividida entre thrillers, comedias, dramas y films de acción: pocas novedades en este terreno. Pero, desde sus comienzos, el video hogareño representó también otros valores, además del entretenimiento a cualquier precio. Por un lado, un carácter de cinemateca ambulante, dado por las continuas ediciones de clásicos, que le ofrecen al público la posibilidad de comprar o alquilar films de colección, de esos que tienen efecto prolongado. Por el otro, el video siempre permitió, también, conocer determinados films que, por una u otra razón, las distribuidoras locales de cine rehúsan estrenar. Dentro de este lote, conviene separar la paja (productos descartables que van a parar al video tras haber desaprobado el examen del cine) del trigo, una buena cantidad de films independientes y valiosos, que vaya a saber por qué las distribuidoras se resisten a poner en cartel y terminan saliendo en cajita. Por desinterés de las grandes compañías, la edición de clásicos es un rubro que queda en manos de las pequeñas editoras, esas que subsisten dificultosamente en un mercado hiperconcentrado. Ante el marcado descenso en las cifras de alquiler, esas pequeñas compañías han ido fugando, en el curso del año y en medida creciente, hacia el mercado de la venta directa. Que les permite poner sus novedades, a precio sumamente accesible (alrededor de $15 la unidad), en casas de venta de videos y algunas cadenas de librerías o disquerías. Así es como llegaron a manos del coleccionista ciertos títulos que de otro modo sería imposible ver. Desde clásicos del cine negro (Los asesinos, de Robert Siodmak) hasta impostergables del cine latinoamericano (las brasileñas Vidas secas y Antonio das Mortes), pasando por grandes obras de autor (la trilogía bergmaniana de Vergüenza, La hora del lobo y Persona; el Antonioni esencial de Las amigas, La aventura, El eclipse), en el curso del año el aficionado local tuvo buenas posibilidades de ampliar o refrescar su cultura cinematográfica. Hubo incluso algún redescubrimiento de fuste, como el de Preston Sturges, genio de la comedia estadounidense casi desconocido en la Argentina. De él vieron la luz varias obras clave, como The Palm Beach Story o El milagro de Morgan Creek. Se rescataron también títulos algo olvidados de significativos cineastas en actividad, como Jonás, que tendrá veinticinco años en el año 2000 (del suizo Alain Tanner) y La última ola, del australiano Peter Weir, que acaba de volver al primer plano con The Truman Show. En cuanto al cine independiente, el fracaso de la colección El ojo del cine que durante el año pasado había permitido conocer títulos sumamente valiosos provenientes de todas los rincones del mundo, desde Noruega hasta la China dejó un hueco importante dentro del menú de opciones del frecuentador del video. Así, las muestras de un cine alternativo al modelo imperante quedaron prácticamente reducidas a algunas muestras inéditas de cine independiente estadounidense. Con el mismísimo Robert Altman a la cabeza, de quien se conoció su Kansas City, film de 1996 que nunca se había estrenado en cines en la Argentina. Se editaron también interesantes óperas primas, como Dos chicas enamoradas, de Maria Maggenti, Confidencias, de Nicole Holofcener, Buffalo 66, de Vincent Gallo, La desaparición de Finbar, de la irlandesa Sue Clayton, Violento y profano, de Gary Oldman, o la australiana Serenata de amor, de Shirley Barrett. Un panorama tal vez escaso, pero que ayudó a darle cierto oxígeno a un videoespectador que corre serios riesgos de morir aplastado ante tanto gigantismo hollywoodense.
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