Por privilegio de su impunidad, el poder se da el lujo de vivir en estado
de perpetua distracción:se olvida de todo, se equivoca, no sabe lo que dice, ni se da
cuenta de lo que hace. Las costumbres del poder se llaman errores o descuidos; pero el sur
del mundo se paga, con sus
muertos por hambre o bala, el precio de las distracciones del norte.
Un zorro suelto en el desierto
Vísperas
de Navidad: cohetes y fuegos artificiales en los cielos de occidente. Vísperas de
Ramadán: al oriente, en el cielo de Bagdad, bombas y fuegos de guerra. Los Estados Unidos
y Gran Bretaña, fiel servidora que antes fuera ama y señora, han celebrado el fin del
98 mediante la estrepitosa fiesta de la Operación Zorro del Desierto. Así, Bill
Clinton pudo demostrar que la guerra es la continuación del kamasutra por otros medios, y
Tony Blair pudo revelar, por fin, el enigma de su tercera vía: la tercera vía consiste
en matar iraquíes durante tres noches.
¿Hospitales bombardeados, muertos civiles? En las guerras hay errores inevitables, y por
eso los muertos civiles han pasado a llamarse daños colaterales, collateral
damages, desde 1991, cuando el anterior arrasamiento de Irak dejó una montaña de
cadáveres que la televisión no mostró. Cuando Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos
mayores fabricantes de armas del mundo, hicieron, al fin del 98, esta nueva
exhibición de sus músculos se olvidaron de avisar a las Naciones Unidas. El descuido no
tenía importancia, habida cuenta de que ambas potencias pueden imponer su veto a
cualquier resolución que pretenda condenarlas.
La paradoja es la normalidad del mundo al revés: la falta de respeto a las Naciones
Unidas fue el principal pretexto invocado para justificar los bombardeos de castigo contra
Irak, mientras los propios bombardeos se burlaban de las Naciones Unidas y de todas las
leyes internacionales vigentes. La incoherencia es la normalidad del lenguaje al revés:
otro discurso del disparate, un balbuceo que condenaba al condenador, había acompañado
la cruzada del 91: los Estados Unidos, que venían de invadir a Panamá, castigaban
a Irak porque había invadido a Kuwait.
Ahora, hubo también otra coartada: el peligroso Saddam Hussein había almacenado armas
nucleares, químicas y biológicas, que amenazaban a los países vecinos. Pero a nadie se
le movía un pelo cuando Hussein usaba armas químicas y biológicas contra los iraníes y
los kurdos. Y si por eso fuera, los Estados Unidos tendrían que autobombardearse:
concentran la mitad del arsenal mundial de armas nucleares, químicas y biológicas,
fabrican la mitad de todas las armas que el mundo compra, tienen el mayor presupuesto
militar del planeta y constituyen un comprobado peligro para sus vecinos, a quienes vienen
invadiendo, a un ritmo de una invasión por año desde los inicios de su vida
independiente. Y también constituyen un comprobado peligro para sus no vecinos, que ya lo
dirían, si hablar pudieran, las víctimas de sus excursiones militares más recientes,
contra Sudán, Afganistán y, como ya es habitual, Irak. No hay presidente norteamericano
que lo ignore: para subir los índices de popularidad, no hay nada mejor que invadir o
bombardear a otros países.
Los papás de la criatura
Poco antes de fin de año, hablando en nombre del gobierno norteamericano, Madelaine
Albright reconoció que había sido un error el apoyo de los Estados Unidos a las
dictaduras latinoamericanas. La detención de Pinochet ocupaba, en esos días, la primera
plana de la prensa mundial. ¿Un error? Curiosa manera de nombrar la marca de fábrica.
Las guerras se hacen en nombre de la paz, las dictaduras se implantan en nombre de la
libertad. Cuando la libertad que de veras importa, que es la libertad del dinero, ya no
necesita a los impresentables matarifes de uniforme, el poder se lava las manos y con dos
palabras despacha el asunto y cambia de tema. Al fin y al cabo, ¿acaso Henry Kissinger,
que inventó a Pinochet, no recibió el Premio Nobel de la Paz? Antes de que el juez
Garzón cometiera su acto de justicia, que tan escandaloso ha resultado en este mundo
acostumbrado a la injusticia, los miles de muertos y torturados por la dictadura de
Pinochet eran llamados excesos y se llamaba milagro chileno a una de las sociedades más
desiguales del planeta. El Papa de Roma bendecía al general, a principios del 93,
prometiendo para él y su familia abundante gracia divina. Y a principios del
98, hace un rato nomás, el diario liberal The New York Times celebraba el cuarto de
siglo del golpe de Estado, gracias al cual Chile ha dejado de ser una república
bananera para convertirse en la estrella económica de América latina.
A pesar de sus excesos, el modelo Pinochet se difundía como panacea universal.
Los banqueros en Babia
Excesos, errores, descuidos: nadie es perfecto. El 4 de diciembre del 98, mientras
doña Madelaine se refería al error del apoyo a las dictaduras latinoamericanas, pavada
de error que lleva más de un siglo de sistemáticas carnicerías, otras dos
equivocaciones se difundieron desde Washington. Ese día, una comisión de la Cámara de
Representantes emitió un informe donde se refería a un descuido: por un descuido, el
Citibank había lavado cien millones de narcodólares, que los traficantes de drogas
habían puesto en manos del político mexicano Raúl Salinas. Y ese mismo día, otro
informe, otro error: el Banco Mundial criticó públicamente un error de su hermano
gemelo, el Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas habían agravado la crisis de
Tailandia, Indonesia y Corea del Sur. Las recetas del Fondo estaban equivocadas, según
los técnicos del Banco, a juzgar por sus deprimentes resultados; pero el informe ni
siquiera sugería la posibilidad de que pudiera haber algo de equivocado en el hecho de
imponer recetas. Ese hecho es un derecho de la dictadura financiera, que ambos organismos
ejercen en escala planetaria. Y eso está fuera de discusión. Sus tecnócratas
recetadores no han aprendido medicina con Hipócrates, ni con Galeno: ellos multiplican
las plagas del mundo, aplicando las pócimas enseñadas por las mismas eminencias que
habían dictado la política económica del general Pinochet. Y es, por cierto, la
dictadura financiera internacional, que gobierna a los gobiernos, la que con sus errores
facilita los descuidos de la alta banquería y garantiza impunidad a sus enjuagues.
El poder llama errores a la rutina de sus horrores. ¿Una profunda crisis de valores, que
el lenguaje revela? Quizá. En todo caso, en el diccionario de este fin de siglo, crisis
de valores es el nombre que tiene la caída de las cotizaciones de las acciones en la
Bolsa.
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