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El poder es un señor muy distraído
Por Eduardo Galeano

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Por privilegio de su impunidad, el poder se da el lujo de vivir en estado de perpetua distracción:se olvida de todo, se equivoca, no sabe lo que dice, ni se da cuenta de lo que hace. Las costumbres del poder se llaman errores o descuidos; pero el sur del mundo se paga, con sus
muertos por hambre o bala, el precio de las distracciones del norte.


Un zorro suelto en el desierto

t.gif (862 bytes) Vísperas de Navidad: cohetes y fuegos artificiales en los cielos de occidente. Vísperas de Ramadán: al oriente, en el cielo de Bagdad, bombas y fuegos de guerra. Los Estados Unidos y Gran Bretaña, fiel servidora que antes fuera ama y señora, han celebrado el fin del ‘98 mediante la estrepitosa fiesta de la Operación Zorro del Desierto. Así, Bill Clinton pudo demostrar que la guerra es la continuación del kamasutra por otros medios, y Tony Blair pudo revelar, por fin, el enigma de su tercera vía: la tercera vía consiste en matar iraquíes durante tres noches.
¿Hospitales bombardeados, muertos civiles? En las guerras hay errores inevitables, y por eso los muertos civiles han pasado a llamarse “daños colaterales”, collateral damages, desde 1991, cuando el anterior arrasamiento de Irak dejó una montaña de cadáveres que la televisión no mostró. Cuando Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos mayores fabricantes de armas del mundo, hicieron, al fin del ‘98, esta nueva exhibición de sus músculos se olvidaron de avisar a las Naciones Unidas. El descuido no tenía importancia, habida cuenta de que ambas potencias pueden imponer su veto a cualquier resolución que pretenda condenarlas.
La paradoja es la normalidad del mundo al revés: la falta de respeto a las Naciones Unidas fue el principal pretexto invocado para justificar los bombardeos de castigo contra Irak, mientras los propios bombardeos se burlaban de las Naciones Unidas y de todas las leyes internacionales vigentes. La incoherencia es la normalidad del lenguaje al revés: otro discurso del disparate, un balbuceo que condenaba al condenador, había acompañado la cruzada del ‘91: los Estados Unidos, que venían de invadir a Panamá, castigaban a Irak porque había invadido a Kuwait.
Ahora, hubo también otra coartada: el peligroso Saddam Hussein había almacenado armas nucleares, químicas y biológicas, que amenazaban a los países vecinos. Pero a nadie se le movía un pelo cuando Hussein usaba armas químicas y biológicas contra los iraníes y los kurdos. Y si por eso fuera, los Estados Unidos tendrían que autobombardearse: concentran la mitad del arsenal mundial de armas nucleares, químicas y biológicas, fabrican la mitad de todas las armas que el mundo compra, tienen el mayor presupuesto militar del planeta y constituyen un comprobado peligro para sus vecinos, a quienes vienen invadiendo, a un ritmo de una invasión por año desde los inicios de su vida independiente. Y también constituyen un comprobado peligro para sus no vecinos, que ya lo dirían, si hablar pudieran, las víctimas de sus excursiones militares más recientes, contra Sudán, Afganistán y, como ya es habitual, Irak. No hay presidente norteamericano que lo ignore: para subir los índices de popularidad, no hay nada mejor que invadir o bombardear a otros países.
Los papás de la criatura
Poco antes de fin de año, hablando en nombre del gobierno norteamericano, Madelaine Albright reconoció que había sido un error el apoyo de los Estados Unidos a las dictaduras latinoamericanas. La detención de Pinochet ocupaba, en esos días, la primera plana de la prensa mundial. ¿Un error? Curiosa manera de nombrar la marca de fábrica. Las guerras se hacen en nombre de la paz, las dictaduras se implantan en nombre de la libertad. Cuando la libertad que de veras importa, que es la libertad del dinero, ya no necesita a los impresentables matarifes de uniforme, el poder se lava las manos y con dos palabras despacha el asunto y cambia de tema. Al fin y al cabo, ¿acaso Henry Kissinger, que inventó a Pinochet, no recibió el Premio Nobel de la Paz? Antes de que el juez Garzón cometiera su acto de justicia, que tan escandaloso ha resultado en este mundo acostumbrado a la injusticia, los miles de muertos y torturados por la dictadura de Pinochet eran llamados excesos y se llamaba milagro chileno a una de las sociedades más desiguales del planeta. El Papa de Roma bendecía al general, a principios del ‘93, prometiendo para él y su familia “abundante gracia divina”. Y a principios del ‘98, hace un rato nomás, el diario liberal The New York Times celebraba el cuarto de siglo del golpe de Estado, gracias al cual Chile “ha dejado de ser una república bananera” para convertirse en “la estrella económica de América latina”. A pesar de sus excesos, el modelo Pinochet se difundía como panacea universal.
Los banqueros en Babia
Excesos, errores, descuidos: nadie es perfecto. El 4 de diciembre del ‘98, mientras doña Madelaine se refería al error del apoyo a las dictaduras latinoamericanas, pavada de error que lleva más de un siglo de sistemáticas carnicerías, otras dos equivocaciones se difundieron desde Washington. Ese día, una comisión de la Cámara de Representantes emitió un informe donde se refería a un descuido: por un descuido, el Citibank había lavado cien millones de narcodólares, que los traficantes de drogas habían puesto en manos del político mexicano Raúl Salinas. Y ese mismo día, otro informe, otro error: el Banco Mundial criticó públicamente un error de su hermano gemelo, el Fondo Monetario Internacional, cuyas recetas habían agravado la crisis de Tailandia, Indonesia y Corea del Sur. Las recetas del Fondo estaban equivocadas, según los técnicos del Banco, a juzgar por sus deprimentes resultados; pero el informe ni siquiera sugería la posibilidad de que pudiera haber algo de equivocado en el hecho de imponer recetas. Ese hecho es un derecho de la dictadura financiera, que ambos organismos ejercen en escala planetaria. Y eso está fuera de discusión. Sus tecnócratas recetadores no han aprendido medicina con Hipócrates, ni con Galeno: ellos multiplican las plagas del mundo, aplicando las pócimas enseñadas por las mismas eminencias que habían dictado la política económica del general Pinochet. Y es, por cierto, la dictadura financiera internacional, que gobierna a los gobiernos, la que con sus errores facilita los descuidos de la alta banquería y garantiza impunidad a sus enjuagues.
El poder llama errores a la rutina de sus horrores. ¿Una profunda crisis de valores, que el lenguaje revela? Quizá. En todo caso, en el diccionario de este fin de siglo, crisis de valores es el nombre que tiene la caída de las cotizaciones de las acciones en la Bolsa.

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