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La victoria en Cordoba agudiza la crisis de acefalia en el justicialismo, entre
Menem que quiere y no puede, y Duhalde, que puede pero no sabe
Los actos definitivos

La victoria en Córdoba agudiza la crisis de acefalía en el justicialismo, entre Menem que quiere pero no puede, y Duhalde, que puede pero no sabe. Cada uno posee capacidad de veto sobre las aspiraciones del otro, lo cual inquieta a los caudillos territoriales que el año próximo deben revalidar sus títulos. La decisión del Frepaso Nacional de ordenar el voto por Mestre pese a su oposición a constituir la Alianza pone en duda toda la estrategia de Duhalde de seducción al componente no radical de la oposición. Las Fuerzas Armadas se desentienden de los retirados detenidos por crímenes de la guerra sucia.

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Por Horacio Verbitsky

t.gif (67 bytes) El año parecería terminar tal como empezó. En la primera semana de 1998 comenzaron, en la Capital, en Buenos Aires y en La Rioja, las presentaciones judiciales tendientes a obtener que la Corte Suprema de Justicia declarara que la Constitución no dice lo que dice. En la última, se intensificarán las tentativas por cumplir con los requisitos que la bancada menemista en ese tribunal ha puesto para cumplir con lo reclamado: clamor popular y reconocimiento partidario de un liderazgo irresistible. Del regalo de Reyes al de Navidad, la idea fija de impedir que el reloj avance hacia el odioso mediodía del 12 de diciembre de 1999, sufrió pocas modificaciones. Carlos Menem es siempre el padre de la victoria, nunca rozado por la derrota, patrimonio de otros.
Sin embargo, estos doce meses no han transcurrido en vano. La amenaza del precandidato presidencial Eduardo Duhalde de someter a una consulta popular los anhelos de Menem introdujo al promediar el año un punto de inflexión, de retorno improbable. Y lo hizo “con la simple solemnidad de los actos definitivos”, por decirlo con las palabras del principal afectado. Hasta entonces, la concepción plebiscitaria del menemismo se basaba en lo que Alberto Kohan se ufanó en llamar la prepotencia de los votos. Con esa invocación a la sacrosanta voluntad popular, que entre elección y elección permitiría cualquier apartamiento de los principios legales, constitucionales y éticos del sistema republicano de gobierno, Menem aterrorizó en 1993 a su antecesor. Lo indujo así al espejismo del mal menor, el trueque de un puñado de jueces y senadores para el radicalismo por una más profunda degradación institucional para todo el país. Pero, cinco años más tarde, Duhalde le aplicó el mismo tratamiento a él. Nada de lo que Menem ha hecho desde entonces para disimular su flamante vulnerabilidad parece suficiente. Tampoco hay forma de ocultar, como lo hizo la reforma de 1994, la dificultad constitucional del justicialismo para dirimir un proceso sucesorio.
Depósito de fantasmas
Es cierto que Duhalde no supo aprovechar aquel momento con la celeridad y contundencia con que Menem cabalgó sobre la bancarrota radical en los comicios de octubre de 1993. Aun sin integrar la liga de los ATeNienses gobernadores del Partido Justicialista es apreciable la diferente calidad de conducción entre los dos líderes justicialistas. Sobre el eco de la claudicación presidencial Duhalde hubiera podido imponer que se adelantara la fecha para elegir la fórmula partidaria. Pero no lo hizo y esa conjetura hoy forma parte de la superpoblada historia contrafáctica. En ese depósito de fantasmas, más afín con la ficción que con la política, también se encuentra la decisión que Duhalde tomó en 1997, de frustrar la elección interna entre Antonio Cafiero y Alberto Pierri y erigir por encima de ambos la candidatura a diputada de su esposa.
Esos son antecedentes necesarios, aunque tal vez no suficientes, para comprender cómo pudo permitir Duhalde que Menem invadiera su territorio bonaerense. Al proponer el denominado acto de la unidad, Pierri actuó con la sutileza que no le reconocen aquellos a quienes les disgustan sus métodos de acumulación, por usar un término polivalente. Para neutralizarlo, a Duhalde le bastaba con estar presente, sin asumir por ello compromiso alguno, tal como hizo Felipe Solá, quien aspira a la misma posición que el empresario papelero de La Matanza. La preferencia de Duhalde por Carlos Ruckauf puede ser un dato relevante para evaluar su personalidad, pero no resiste el análisis político.
Era obvio que Pierri, quien el día de la catástrofe electoral ante la Alianza fue uno de los pocos vencedores en su distrito, no se haría a un lado por segunda vez con la misma mansedumbre. Para Ruckauf la única forma de sacarlo de carrera sería vencerlo en comicios internos. Si esto estuviera a su alcance, la asistencia de Duhalde a los actos de cada precandidato carecería de cualquier consecuencia. Si no, su ausencia en el palco de Pierri no habría sido más que una ofensa gratuita, sólo idónea para tornar hostil a un aliado y empujarlo a los brazos del único adversario digno de tal nombre.
Querer y poder
Además de la ostensible influencia de su entorno familiar, grava las decisiones de Duhalde un núcleo de asesores carentes de vuelo político y ni siquiera a salvo del pecado original de menemismo. Ellos han tratado de vaciar el discurso y la personalidad pública del precandidato en un molde de peronismo histórico, con pizcas de tercera vía a lo Tony Blair. De ese modo se ilusionan con arrebatar a la Alianza una porción del voto de quienes están en el medio del espectro social y en el medio de la gama política. En tal receta, no hay espacio para un ingrediente como Pierri. Lo curioso es que hayan logrado convencer a Duhalde de que casi una década de íntima asociación, con Pierri pero también con Menem, puedan borrarse con un ardid publicitario de última hora. Es cierto que la aceptación pública de Menem es persistentemente baja y que apartarse de él puede constituir una condición necesaria para el éxito electoral, como lo entendió el cordobés José de la Sota, quien gozó del apoyo material del menemismo pero se cuidó de no dejarse ver demasiado en compañía del presidente. Pero transformar este cansancio general por la persona en una cuestión ideológica no parece la respuesta más sabia. Sobre todo para alguien como Duhalde, cuya identificación con el gobierno de Menem, muy superior a la de De la Sota, es un dato elemental en la percepción popular, ratificado en decisiones recientes como el apoyo a la ley sindical y al golpe de mano sobre dos bancas en el Senado. Duhalde no parece haber extraído todas las consecuencias de la experiencia del año pasado, donde ya jugó a la diferenciación de Menem. El votante que se oponga y desee un cambio, tiene a su disposición alternativas más creíbles. Como entonces, el riesgo para Duhalde sigue siendo confundir a los propios sin atraer a los ajenos.
A lo largo del año, tanto Menem cuanto Duhalde han demostrado que tienen poder suficiente para frustrar las aspiraciones del otro. Por eso mismo, ninguno está en condiciones de imponer las propias. La interminable hostilidad que los enfrenta conspira contra las chances del Partido Justicialista, pese a la revitalizadora victoria en Córdoba. De ahí la creciente ansiedad de los caudillos territoriales que deben revalidar sus títulos el año próximo ante la virtual acefalía de candidaturas, entre Menem, que quiere pero no puede, y Duhalde, que puede pero no sabe. Ningún gobernador se anima a confrontar abiertamente con el Polideportivo de Olivos, porque temen las represalias que ya experimentó Néstor Kirchner y porque Duhalde tampoco les parece ninguna garantía. El problema es que ninguna de las alternativas en juego permite vislumbrar con optimismo la elección presidencial contra una fórmula tan fuerte como la de la Alianza. Por distintas razones, ni Ramón Ortega, ni el Hermano Eduardo, ni Carlos Reutemann, ni De la Sota parecen en fuerza como para confrontar con Fernando de la Rúa y Chacho Alvarez. Salvo que la Alianza siga buscando, con éxito, las vías para autodestruirse.
El intríngulis cordobés
A una semana de los comicios cordobeses, cuando las operaciones psicológicas de cada bando agotan su efecto, para cualquiera que no desee engañarse resulta claro que los resultados obtenidos deben anotarse tanto en la cuenta de los errores de la Alianza cuanto en la de los aciertos del justicialismo. El gobernador Ramón Mestre cerró la puerta al entendimiento con el Frepaso y no hubo en el radicalismo un liderazgo nacional que prevaleciera sobre sus consideraciones parroquiales, mientras el Justicialismo recreaba su entente con la derecha económica, deteriorada desde la ruptura con Domingo Cavallo. La tardía y al mismo tiempo apresurada presión de Chacho Alvarez para retirar la formula propia y, pese a todo, apoyar al socio ingrato, terminó de desalentar a su propia fuerza, sin beneficiar a Mestre, y abrió la puerta para una escisión interna. De tanto perorar sobre la necesidad de una pata peronista, Alvarez no siempre recuerda que ése debería ser su aporte a la Alianza. Cada día más parecido a un dirigente radical de origen universitario, actuó de modo tal de perder la pata peronista en Córdoba. Horacio Obregón Cano se negó una y otra vez a confraternizar con Mestre, cuyas diferencias con el proyecto menemista son difíciles de percibir desde una óptica peronista tradicional y terminó rompiendo con Alvarez, cuya ostensible porteñidad también es difícil de digerir en el interior. Luego de la victoria en Córdoba del aliancismo justicialista frente al aislacionismo de la UCR y el Frepaso, De la Rúa promovió una exhibición pública de los buenos vínculos que mantiene con los partidos provinciales, que ya en 1989 habían apoyado la candidatura presidencial de Eduardo Angeloz. Esta respuesta, políticamente hábil, no le facilita las cosas al partido de Alvarez y Graciela Fernández Meijide, arrinconado mucho más a la derecha de lo que pretende la base electoral de una fuerza que alguna vez dijo que venía a renovar la política argentina. La idea de derrotar al menemismo fue un motor poderoso que comenzó a debilitarse al día siguiente del logro histórico de 1997. En algún sentido puede decirse que esa meta fue alcanzada demasiado rápido por el Frepaso. Desorganizado como partido, sin haber podido substituir a un dirigente de la calidad política y personal de Carlos Auyero, desmovilizado, desconectado de las bases sociales que le dieron vida, reducido a un núcleo duro de cuadros verticales, una vez consumada la transfusión que salvó a un radicalismo moribundo, no encuentra una razón clara de ser. Cuando el arco de diferenciación se estrecha entre las propuestas de José Luis Machinea y las de Ricardo López Murphy, se ofrece un flanco débil para que golpee el duhaldismo. Así lo anticipó luego de la interna de la Alianza la insidiosa declaración de Julio Bárbaro. Aun así, cuesta imaginar a los desencantados del Frepaso votando por el hombre que financiaba la política con la recaudación de la mejor maldita policía del mundo, privatizó la empresa provincial de energía antagonizando con sus trabajadores, y decretó el cierre temprano de los locales a los que van los jóvenes a divertirse.
A buen recaudo
No sólo la política no es la misma al comenzar que al concluir 1998. En enero Menem decretaba la demolición de la ESMA para erigir sobre sus espacios verdes un monumento a la unidad nacional (sic) y Alfredo Astiz se jactaba de ser el hombre mejor preparado para matar a un político o un periodista. Concluye con una decisión de la Cámara en lo Contencioso Administrativo que prohíbe la destrucción de aquel edificio, con Astiz destituido a solicitud de la propia Armada, con las leyes de punto final y de obediencia debida derogadas por decisión unánime del Congreso y con los ex dictadores Jorge Videla y Emilio Massera, los almirantes Antonio Vañek y José Suppicich y el prefecto Héctor Febres bajo arresto, con el capitán Jorge Acosta prófugo, todos ellos por la apropiación de hijos de desaparecidos en la ESMA y en Campo de Mayo. Por los mismos delitos, el juez federal Adolfo Bagnasco podría extender el procesamiento al último dictador Benito Bignone, al ex jefe del Ejército Cristino Nicolaides, al ahorrista suizo Domingo Bussi, y a un vasto lote de militares y marinos, entre ellos Albano Harguindeguy, Carlos Suárez Mason, Santiago Omar Riveros, Fernando Verplaetsen, Jorge Vildoza, Adolfo Miguel Donda, Antonio Pernías, Raúl Enrique Scheller, y Astiz. Además, el juez español Baltasar Garzón ha solicitado la captura internacional de Massera, del ex dictador Leopoldo Fortunato Galtieri, y de otros once militares, marinos, policías y civiles. Por su parte, las Cámaras Federales de La Plata y la Capital y Córdoba han iniciado actuaciones tendientes al esclarecimiento de la verdad, convalidadas por una decisión de la Corte Suprema de Justicia. Luego de la detención del ex dictador chileno Augusto Pinochet, todos pueden apreciar que el procedimiento iniciado hace tres años en Madrid no es un juego intelectual sin consecuencias prácticas. A diferencia de Chile aquí sólo voces marginales se alzan en defensa de los asesinos. Tampoco las Fuerzas Armadas se sienten ya concernidas por la suerte de esos hombres que las deshonraron.
Esto se da en un contexto distinto a lo conocido en el último medio siglo. En el Ejército, el Jefe de Estado Mayor Martín Balza fijó una posición tajante en una arenga de febrero: “¿Acaso puede alguien justificar, entre otros actos, la disposición de niños nacidos en centros de detención y la sustitución de sus identidades como parte de la lucha contra la subversión?”, dijo, para abandonar a su propio destino a los responsables. En la Armada, la conmoción suscitada por la confesión de Adolfo Scilingo produjo efectos profundos, a partir del retiro del ex Jefe de Estado Mayor Enrique Molina Pico, en octubre de 1996. Además de expulsar a Astiz, su sucesor Carlos Marrón rompió con el pasado masserista, que no abarca sólo la revisión de los hechos de la guerra sucia, sino también la proyección estratégica de la propia fuerza. Junto con el portaaviones, Marrón también se desprendió como chatarra de la concepción de una Armada de ultramar, la misma que adquiría y fabricaba fragatas y submarinos de última generación, por los que se cobraban grandes comisiones. Adaptada a la globalización y a sus consecuentes límites presupuestarios, la Armada ya no mira más allá de las 200 millas. Estos cambios le han permitido dejar atrás la histórica animosidad con la Fuerza Aérea, que vio con agrado la desactivación de la casi extinta aviación naval, simultánea al redimensionamiento de la Infantería de Marina. Hoy las preocupaciones de Marrón y del brigadier Rubén Montenegro tienen más que ver con la ley de Presupuesto (que sólo incluyó al Ejército en el aumento de recursos previsto por la ley de reestructuración) que con los juicios. En el Ejército, las causas judiciales que inquietan son aquellas sobre el encubrimiento en el asesinato del soldado Omar Carrasco y la venta clandestina de armas a Croacia. En la primera, la Cámara Federal de General Roca admitió que Balza pudo haber mentido pero no lo procesó porque de otro modo se hubiera autoincriminado, cosa que la Constitución prohíbe. En la segunda, el juez Jorge Urso le ha dado unos meses de alivio al gobierno para que busque una salida política a su problema, ya que Balza no está dispuesto a caer sin señalar hacia arriba, pero es dudoso que pueda postergar su indagatoria más allá de marzo.

 

Emilio

Por H.V.
No se hubiera llegado a este estado de cosas, que singulariza a la Argentina respecto de los demás países de la región, sin el aporte de Emilio Mignone, la figura central del movimiento por los derechos humanos, que murió esta semana a los 76 años. Mientras los organismos formados por familiares directos de las víctimas sufrían por la ausencia de formación política y militancia previa, Mignone había sido mucho antes del secuestro de su hija, ministro de Educación en el gobierno peronista bonaerense del coronel Domingo Alfredo Mercante y luego viceministro de la Nación en el gobierno de Juan Onganía. Formado en la Iglesia Católica, entendía las relaciones de poder. Por eso, ya el 12 de agosto de 1976, pudo escribir el documento más perspicaz de la época, con una capacidad de anticipación que sólo hoy puede valorarse. “No menos de 15.000 argentinos han sido muertos o están detenidos en lugares ocultos, encapuchados, encadenados por cuadros militares, en reparticiones militares, pero se niega su detención y se mantiene en la angustia más cruel a miles de familias” decía la carta que remitió al periodista Bernardo Neustadt y que éste nunca difundió. “Esta situación nos llevará a una verdadera guerra civil y a la destrucción de las mismas Fuerzas Armadas”, agregaba. “Estamos sometidos a la irresponsabilidad de oficiales de grado inferior, fanatizados, ávidos de venganza, que constituyen fuerzas irregulares que, cuando terminen si lo consiguen con la subversión crearán un problema a la autoridad militar porque intentarán copar el poder”.
Tan temprano como en 1978 formó el Centro de Estudios Legales y Sociales. Junto con Augusto Conte fue el primero en describir los mecanismos del terror como un Estado dentro del Estado, bajo el rótulo de “paralelismo global”. Era necesaria mucha lucidez, aparte de una voluntad que también caracterizó a los demás organismos de derechos humanos, para entender que los abusos que entonces ocurrían debían documentarse con la mayor precisión, conectar el reclamo interno con la denuncia internacional, y pensar en una futura acción judicial que procurara el castigo de los responsables. Su rol fue esencial en las visitas de las misiones internacionales que rompieron el aislamiento en que la dictadura había colocado a sus víctimas: Amnesty, en noviembre de 1976, la Asociación del Foro de Nueva York en 1978 y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en 1979. Concluida la dictadura, entendió como pocos la importancia del compromiso del Estado en las investigaciones, como las de la Conadep y el juicio a las ex juntas militares, a las que otros organismos retacearon apoyo por consideraciones políticas. El Centro de Estudios Legales y Sociales fue responsable al menos de un tercio de las causas iniciadas en aquellos años. En 1994, luego de las leyes y decretos de impunidad, replanteó la labor del CELS, de modo de proyectarlo al futuro y no sólo al estudio y la denuncia de las violaciones del pasado. De ello dan cuenta los programas de estudio y denuncia de la brutalidad policial y de exigibilidad legal de los derechos sociales. A partir de la experiencia atroz de la dictadura, el CELS es uno de los organismos que se ha planteado con mayor claridad la inserción de la problemática de los derechos humanos dentro de la construcción democrática. Pero en 1995, Mignone advirtió las posibilidades que abrieron las confesiones de Scilingo, y con su presentación a la Cámara Federal fundamentando el derecho a la verdad y el duelo consiguió reabrir el capítulo de la revisión judicial. Esta ductilidad para elegir las mejores tácticas en cada momento nunca afectó la firmeza de sus principios, y este año apoyó la nulidad de las leyes de punto final y de obediencia debida. Como lo escribió en un documento interno del CELS, “nuestra posición era y sigue siendo la de utilizar todos los espacios de acción razonables, dejando de lado las diferencias circunstanciales y tratando de favorecer la coordinación y la cooperación pluralista en todos los terrenos”.

 

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