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Tres columnas de Emilio Mignone sobre justicia y derechos humanos
Para recordar a un luchador

Emilio Mignone, el presidente del Centro de Estudios Legales y Sociales fallecido esta semana, combinó coraje y lucidez en la defensa de los derechos humanos. Lo confirman estos escritos publicados en Página/12.

Mignone fue una de las figuras más perceptivas del movimiento de los derechos humanos.

Por Emilio F. Mignone

t.gif (67 bytes) Massera como un hombre inteligente, pero demasiado ambicioso y sin escrúpulos. Coincido en el sentido que Massera es un hombre ambicioso y sin escrúpulos. No estoy seguro, sin embargo, de la calificación que le asigna de inteligente, si se considera el desfase con la realidad y con sus propios objetivos a que lo condujo su desorbitada actuación militar y política.
Varios episodios de los que fui partícipe entre 1976 y 1979 justifican mi afirmación. En dicho lapso me entrevisté tres veces con Massera. En las primeras dos ocasiones fue a mi pedido, en su despacho oficial, mientras se desempeñaba como miembro de la Junta Militar; y la tercera, por invitación suya, en una oficina a todo lujo que había instalado en la calle Cerrito, cuando ya se había alejado de su cargo. En todos esos encuentros Massera realizó un curioso intento de seducción, dirigido a procurar aparentemente mi vinculación a sus designios. Pero con tal cinismo, degradación moral e incomprensión de la realidad que sólo podía provocar lo contrario, es decir mi indignación. Esos intentos formaban parte, a mi modo de ver, de una suerte de delirio patológico por el poder que sólo podía conducir a una situación imposible y catastrófica.
Como es fácil suponer, las dos primeras entrevistas por mí solicitadas tenían como propósito inquirir acerca de la suerte de mi hija Mónica, detenida por un grupo armado en nuestro hogar en la madrugada del 14 de mayo de 1976, el mismo día en el cual, al salir de su trabajo, fue apresada Mónica Quinteiro, hija del capitán de navío retirado Oscar Quinteiro y cuñada del actual jefe de Estado Mayor de la Armada almirante Enrique Molina Pico. Ambas eran estrechas amigas e integraban un grupo de jóvenes que desarrollaban tareas de concientización y promoción social, religiosa y política en la villa de emergencia de Flores Sur. Para el momento de las reuniones, aunque la responsabilidad de la detención era negada enfáticamente por los jefes y oficiales de las tres armas, yo ya tenía la certeza, por distintos canales, de que mi hija había sido trasladada a la Escuela de Mecánica de la Armada, donde los prisioneros eran encapuchados, torturados y en su mayoría arrojados desde aviones al mar o al Río de la Plata. Por esa razón en ningún momento admití, en el curso de dichas conversaciones, las afirmaciones de Massera en el sentido de desconocer el paradero de Mónica ni menos las habituales suposiciones de que podía estar en el exterior, escondida o haber sido ajusticiada por la denominada subversión. Recuerdo que le dije a ese respecto: “Almirante. No nos vamos a tirar las carta entre gitanos, porque los dos sabemos bien lo que está ocurriendo”. Finalmente y después de insistirle sobre mis evidencias, agregué: “Usted es un asesino”. Ante mi sorpresa, sin molestarse demasiado, me contestó: “Desde su punto de vista lo soy”. A lo cual respondí: “No desde mi punto de vista, sino objetivamente y desde el punto de vista del Código Penal”. (Curiosamente tuve exactamente el mismo intercambio de expresiones con el capitán de navío Fracassi, ayudante de Massera, en una recepción en la embajada de Estados Unidos al año siguiente, en presencia de varios contertulios.) Como yo había estado unos días antes con el nuncio Pío Laghi, le relaté a Massera que éste me había manifestado que el régimen que él integraba era “un gobierno de criminales”. Entonces contestó: “Qué raro, porque Laghi juega al tenis conmigo cada quince días”. Pasados esos momentos de tensión, Massera comenzó a explicarme que él, a diferencia de Videla, me recibía y daba la cara y sostuvo que había propuesto en la Junta Militar dar a conocer la lista de desaparecidos. Traté de aclarar si se refería específicamente a éstos o simplemente a los presos a disposición del Poder Ejecutivo, pero no obtuve respuesta alguna. Massera extrajo entonces de un cajón de su escritorio una hoja de papel que contenía –afirmó sin dejármela leer– el acta de reunión de la Junta en la cual había formulado esa propuesta, que no había prosperado –afirmó– por la oposición de Videla y Agosti. Le pregunté las razones y me dijo entonces que ello se debía a que Videla era “un hijo de puta”. Ante lo cual contesté: “Es lo único en lo cual estoy de acuerdo con usted, almirante”. Como yo insistiera que era un hombre poderoso y que estaba en condiciones de publicar por su cuenta la lista, me explicó que pertenecía a un régimen colegiado en el cual únicamente tenía el 33 por ciento del poder y debía acatar las decisiones de la Junta. En fin, se trató de un diálogo surrealista que se repitió en líneas generales varios meses más tarde, aunque en esta ocasión Massera prefirió evitar la cuestión que me llevaba a verlo para explayarse sobre la política económica de la dictadura de la cual formaba parte –que criticó duramente– y a referirse a las perspectivas de una apertura política amplia, con el aparente propósito antes señalado. Es decir, pretendía ser oficialista y opositor al mismo tiempo. Otro absurdo.
Como lo hacía habitualmente en aquella época, escribí sendas minutas de mis dos entrevistas, saqué fotocopias y las distribuí en la medida de mis posibilidades, en mano en el país y enviándolas por correo en el exterior. Un día, cuando ya Massera se había retirado de la Junta, recibí un llamado telefónico de uno de sus hijos, invitándome de parte de su padre a tomar un café en la oficina ya aludida de la calle Cerrito. Fui a ese lugar, no sin aprensión porque tenía noticias de algunas extrañas “desapariciones”, y luego de admirar los valiosos cuadros de pintores famosos que lo adornaban y del consabido café, apareció Massera con un papel en la mano. Era una de mis minutas. Luego que verifiqué su exactitud me explicó que ese documento le había traído problemas, puesto que el Ejército le había promovido, por su contenido (donde yo relataba lo anterior), un juicio de honor. Le pregunté si a su entender yo había traicionado su pensamiento. “Al contrario –me dijo tratando de halagarme– todo lo que usted ha escrito es exactamente lo que yo le dije y veo que usted tiene mucha memoria porque no tomó notas durante la conversación y sin embargo no ha omitido nada.” A otra interrogación mía agregó que efectivamente no me solicitó la confidencialidad de sus dichos, razón por la cual yo no había cometido ningún acto desleal. Ante todo ello le manifesté mi sorpresa por las dificultades que el asunto le había acarreado. Entonces expresó textualmente: “Si usted hubiera contado esto verbalmente no habría habido problema, pero como usted lo ha escrito, firmado y difundido se ha promovido el juicio de honor. Ahora bien, para evitar una sanción, yo he negado haber formulado esas afirmaciones por cuanto en un juicio de este tipo, es decir de honor, si el acusado niega los hechos, hay que aceptar la veracidad de la negativa y la cuestión termina. Yo lo he llamado –concluyó– para avisarle que es posible que en ese juicio lo convoquen para ratificar sus dichos y en ese caso quiero que sepa al enterarse de mis desmentidas, que ello se debe a la circunstancia apuntada, pero que ante usted yo ratifico mis expresiones”. Frente a semejante explicación sólo atiné a decir: “¡Pero entonces los juicios de honor en las Fuerzas Armadas son una farsa!”. A lo que Massera contestó: “Llámelos como quiera”.
Confieso que ese intercambio me dio vergüenza. Vergüenza ajena, como ahora se dice. Finalmente, luego de un embarazoso silencio, Massera dio cuerda suelta a sus críticas a la dictadura que había integrado hasta pocas semanas antes, en particular a su política económica, y adelantó sus propósitos de encabezar un movimiento político integrador que agrupara a todos los argentinos y al cual, aparentemente quería incorporarme. Para peor, al mes siguiente, recibí la convocatoria de un amigo a quien no veía desde hacía muchos años, quien mostrándome unas carpetas que parecían preparadas para la venta de algún producto comercial, me invitó a vincularme al partido iniciado por Massera, llamado algo así como Demócrata Social. Omito transcribir mi respuesta para no incurrir en groserías. En fin. He recordado lo antedicho con ánimo de mostrar un aspecto del comportamiento del ex almirante. No quiero insistir en el cuadro de degradación moral, cinismo, cobardía y corrupción que lo expuesto supone en relación con Massera, porque esto es bien conocido, al igual que su condición, sancionada por el Poder Judicial, de secuestrador, torturador y homicida de millares de argentinos (entre ellos Elena Holmberg, Hidalgo Solá, Azucena Villaflor de Devincenzi y las monjas francesas), sino su extraño delirio político. Y en mi caso, el que supusiera que yo podía incorporarme a su movimiento político después de haber detenido, torturado y asesinado a mi hija. Creo que esto raya en lo patológico y merece una consideración de criminalistas, politólogos y psiquiatras.
Para terminar quiero señalar igualmente mi alarma por el proceder corporativo de la Marina de Guerra y de su actual jefe de Estado Mayor. Es verdad que en mi contacto de muchas décadas con oficiales de esa arma siempre encontré en ellos una mentalidad estúpidamente hueca, soberbia, presuntuosa y despreciativa –particularmente en relación con sus camaradas del Ejército– que los conduce a colocar de manera egoísta a la Marina de Guerra por encima de los intereses y el bienestar del país, de la ética más elemental y de los derechos fundamentales de la persona humana. Pero el hecho de que esa tradición de aislamiento y autocomplacencia los obligue a considerar indispensable encubrir los crímenes, los errores y la degradación moral de los Massera, Montes, Fracassi, Mendía, Astiz, Chamorro, Acosta, Anaya, Lambruschini, Pernía, Rolón, etc. y protegerlos –como antes lo hicieran con Isaac Rojas– me parece inaudito e insoportable.

 

OPINION
Iglesia y dictadura
Por Emilio F. Mignone

La controversia desatada con motivo de las declaraciones vinculadas con la actuación del ex nuncio apostólico Pío Laghi durante la pasada dictadura militar me incita a exponer algunas consideraciones dirigidas a esclarecer la situación, tanto en el punto de vista ético y político como doctrinario y eclesial. En rigor de verdad ya lo hice en mi libro Iglesia y dictadura, publicado en 1986, pero no creo que mis reflexiones de entonces hayan sido suficientemente leídas ni tomadas adecuadamente en cuenta. Durante el régimen de facto mantuve tres largas entrevistas con Laghi en la Nunciatura y luego volví a visitarlo, ya restaurada la democracia, en Washington, donde se desempeñaba como delegado apostólico. Pasó luego a ser el primer nuncio en ese país, cuando su gobierno estableció relaciones diplomáticas con la Santa Sede. Conozco, en consecuencia, el tema de una manera directa y puedo aportar alguna luz a ese respecto.
Era notorio que Laghi se sentía afectado por la represión clandestina instaurada por el régimen castrense y contribuyó a salvar algunas vidas. Más aún: en el primer encuentro, muy nervioso, me dijo, “éste es un gobierno de criminales”. Pocos días después, buscando a mi hija detenida desaparecida, me recibió el ex almirante Emilio Eduardo Massera y le transmití la opinión de Laghi. El entonces integrante de la Junta Militar y comandante en jefe de la Marina de Guerra me contestó: “Qué extraño, porque juega al tenis conmigo cada quince días”. En la segunda oportunidad Laghi agregó que se sentía amenazado por el régimen y temía por su vida. Le respondí que era yo, un simple ciudadano perseguido, el que debía tener miedo, dado que él, por su investidura y su condición de diplomático, estaba ajeno a cualquier riesgo. Le dije, además, que si algo ocurría, debía sentirse logrado por cuanto el Señor Jesucristo enseñaba que “El Buen Pastor –y él en cuanto obispo lo era– da su vida por las ovejas” (Juan 11;11). En Washington me volvió a insistir sobre el mismo tema y le reiteré la referencia evangélica.
Pese a sus esfuerzos humanitarios, no me cabe la menor duda de que Laghi, contra lo que ahora dice, tenía plena conciencia, por las denuncias que recibía, de lo que estaba ocurriendo, es decir que miles de argentinos se encontraban en ese momento sometidos a tormentos en centros clandestinos de detención de las Fuerzas Armadas y en su mayoría terminaban siendo asesinados. De cualquier manera yo se lo expliqué con todas las letras –dado que ésa fue tempranamente mi intuición– y me escuchó con atención, sin contradecirme. Si me creyó o no escapa a mi capacidad de percepción.
¿Cuál es definitiva entonces la responsabilidad ética, religiosa y política de Laghi ante esa situación? A mi juicio el no haber hecho jugar, mediante una denuncia profética y pública, esa circunstancia, por cuanto sus reclamos privados no era atendidos. Y esto por su carácter de sucesor de los Apóstoles y su posibilidad de influencia –que era inmensa– a fin de salvaguardar miles de vidas humanas que por esa falencia se perdieron. Ello era factible por cuanto un régimen que se jactaba de defender a la civilización cristiana y occidental y al catolicismo no hubiera resistido una ruptura con la Iglesia. Laghi ahora señala que esa expresión profética correspondía a los pastores locales, es decir a los obispos. Tiene razón, pero él también es obispo y era representante del obispo de Roma, a quien corresponde el magisterio universal. Y cuando digo denuncia profética no interpreto este último vocablo como la adivinación del futuro, según una acepción popular, sino en términos bíblicos y teológicos: la manifestación pública contra la injusticia, la dominación, la marginación y la tiranía de los poderosos. Eso hicieron los grandes profetas del Antiguo Testamento –Isaías, Jeremías, Ezequiel, Oseas, Amós– y el mayor de todos, inaugurando el Nuevo, Jesús de Nazareth, que apostrofó a los fariseos, a los levitas, a los Sumos Sacerdotes del Templo, al rey Herodes y al procurador del César, Pilatos, que lo condenó. Creo, para terminar, que en el fondo de esta cuestión existe un problema que la Iglesia Católica deberá resolver en algún momento, tal vez en el próximo concilio universal. Y es la ambigüedad de la posición del Papa como pastor de la Iglesia Universal y al mismo tiempo jefe de Estado del Vaticano. En este último carácter mantiene representaciones –los nuncios– ante los gobiernos y en tal condición éstos actúan como diplomáticos y no como pastores, aunque en cuanto obispos, por lo general, son ambas cosas a la vez. Tiene razón Laghi cuando dice que él era extranjero, debía mantener relaciones cordiales con el gobierno de turno y no podía meterse en cuestiones internas del país. Esto es cierto. Por eso la sociedad reaccionó en la época de Perón contra el embajador Spruille Braden de los Estados Unidos y ahora lo hace contra su actual sucesor James Cheek. Pero hay que señalar que en este caso en Laghi, por encima de su condición de pastor, predominó la de diplomático, de la misma manera que los capellanes de la Fuerzas Armadas fueron en ese tiempo más militares que sacerdotes. En el Concilio Vaticano II el obispo alemán Joachim Ammann, titular de la diócesis de Muensterschwarsch, propuso la supresión de las nunciaturas. No hubo ambiente para ello. Pero creo que por ahí anda la solución.

 

OPINION
Italia puede juzgar
Por Emilio F. Mignone

El presidente de la Nación ha dicho que no entiende la razón por la cual los miembros de las juntas militares responsables de los crímenes cometidos entre 1976/83, que fueron juzgados, condenados e indultados en la Argentina, son ahora sometidos a juicio en Italia. Lo mismo cabría decir de aquellos otros oficiales que fueron sometidos a proceso, aunque éste haya sido interrumpido por las leyes de punto final y obediencia debida. Lo que ocurre es que el doctor Menem se encuentra mal asesorado y la cuestión no está siendo planteada en sus verdaderos términos.
En Italia, como es sabido, se ha iniciado hace ya varios años una causa judicial por el secuestro, desaparición, torturas y homicidio durante la dictadura castrense de varias decenas de ciudadanos de dicha nacionalidad. El proceso, como es habitual, se lleva a cabo lentamente pero de manera efectiva y se encuentra en el período de instrucción, que de acuerdo con el nuevo procedimiento penal de ese país está a cargo de un fiscal. La acumulación de elementos probatorios es importante y ya han declarado muchos testigos, entre ellos yo, que a ese efecto viajé a Roma hace alrededor de tres años.
Como no existe un convenio de cooperación judicial entre la Argentina e Italia, los magistrados peninsulares solicitaron la colaboración de la Justicia de nuestro país para interrogar a un grupo de testigos de tales hechos delictivos. Como corresponde entre naciones amigas y en aras de la Justicia, esa solicitud fue concedida y el juez federal Gustavo Literas, actuando de acuerdo a derecho, dispuso la citación de las personas propuestas. Al enterarse de la situación los jefes de las Fuerzas Armadas se apersonaron al ministro de Defensa y a requerimiento de éste y sin duda con la anuencia del jefe de Estado, el ministro de Justicia instruyó al procurador general de la Nación a cargo para que se opusiera a la medida. Como el doctor Literas, en una actitud de independencia poco frecuente en esta época, que lo honra, se negara a hacerlo, el fiscal apeló entonces la decisión. Se espera ahora el fallo de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional que, por los antecedentes de sus miembros, se supone resolverá de manera favorable la petición del Poder Ejecutivo.
Estos son los hechos. A ese respecto no me interesa entrar en los vericuetos legales que podrían favorecer u oponerse a las aspiraciones gubernativas, porque se trata de una cuestión opinable y poco importante. Tampoco necesito reiterar la preocupación por un nuevo avance del Poder Ejecutivo sobre el Poder Judicial, aunque se lo realice utilizando recursos judiciales. Hay dos cuestiones más graves que importa señalar.
La primera es la circunstancia de que nuevamente la clase militar, como en el Perú en el lamentable episodio de los crímenes cometidos en la Universidad de la Cantuta, se impone sobre la civilidad y sobre sus legítimas aspiraciones de justicia. Y la segunda, la incoherencia de esta actitud frente a los solemnes compromisos internacionales e interamericanos suscriptos y ratificados por el Estado argentino a partir de la restauración de la democracia en 1983 y durante períodos constitucionales anteriores. En efecto, esos convenios, pactos y declaraciones, que sería largo y tedioso enumerar, establecen que los crímenes de lesa humanidad, como los cometidos por Videla, Massera, Agosti y sus continuadores y acólitos, pueden ser juzgados y dar lugar a condenas en cualquier lugar de la Tierra y no solamente en el territorio donde fueron cometidos. Más aún: son imprescriptibles y no están sujetos a amnistías e indultos. Por dicha razón el CELS ha llevado el caso de las leyes de punto final y de obediencia debida y los indultos posteriores ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos que funciona en San José de Costa Rica y espera un pronunciamiento favorable. Tales decisiones se oponen a varias cláusulas de la Convención Americana de Derechos Humanos, como lo estableciera en una declaración de octubre de 1992 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la Organización de los EstadosAmericanos. Convención suscripta, por cierto, por el gobierno argentino y ratificada por unanimidad por el Congreso de la Nación.
En otras palabras. De acuerdo con esos pactos, que integran el llamado Derecho Internacional de los Derechos Humanos, Italia puede juzgar y condenar a los autores de esos crímenes de lesa humanidad en perjuicio de sus connacionales, aunque hayan sido ejecutados en la Argentina. De la misma manera y aplicando igual doctrina lo hicieron los tribunales franceses en el caso de Alfredo Astiz, por las torturas y la muerte que infligiera en la Escuela de Mecánica de la Armada a dos monjas de dicha nacionalidad. También la Argentina podría hacerlo con un nazi alemán, responsable del Holocausto, si apareciera por estas playas. Lo llamativo, además, es que esta doctrina jurídica es aceptada por los más respetados juristas y profesores argentinos y la operatividad directa de esos tratados ha sido resuelta favorablemente por nuestra Corte Suprema de Justicia en su casi actual composición. De donde surge que con esta decisión –y esto es lo grave– nuestro gobierno contradice principios éticos y jurídicos que se ha comprometido a respetar y contradice pautas elementales en la defensa de la dignidad de la persona humana. Que, como lo ha señalado reiteradamente el actual Papa, no reconoce fronteras ni pretensiones de soberanía.

 

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