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UN TESTIMONIO DESDE LAS ZONAS DEL “DESPEJE” MILITAR
Vivir en la Colombia de las FARC

Ayer terminó el “despeje” militar de las zonas bajo control guerrillero. Un enviado relata cómo se vive en esa nueva Colombia.

Patrullas de las FARC en la zona: “La guerrilla ha tenido aquí siempre el dominio”.
Desde el 7 de noviembre, fecha del inicio del despeje, en la zona no se cometió un solo delito.

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Por M. A. Bastenier desde San Vicente del Caguán

t.gif (67 bytes) Desde el 7 de noviembre pasado hay dos Colombias: la de siempre y la despejada. Esta última abarca una extensión de 42.000 kilómetros cuadrados, y de ella ha desaparecido la presencia, al menos armada, del Estado. Soldados y policías, que eran poco más de 3000, han evacuado sus instalaciones para que, según dicen los críticos del presidente Pastrana, se negocie de poder a poder la paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC.
Las negociaciones deben llevarse a cabo a partir del 7 de enero, dirigidas inicialmente por el propio jefe del Estado colombiano y el líder insurgente Manuel Marulanda, Tirofijo. La sede de las mismas será uno de los cinco municipios del “despeje”: San Vicente del Caguán, en la provincia del Caquetá, tierra de media jungla y todo pasto, ganado bovino, arroz y yuca, que es el Kosovo de las FARC, su lugar de nacimiento en los años 60 entre los ríos Pato y Guayabero.
Las conversaciones, que debían comenzar ese 7 de noviembre, como le dijo a este enviado el presidente conservador el pasado octubre, han estado, sin embargo, sumidas en un laberíntico tira y afloja, porque 92 soldados de administración aquí llamados bachilleres, con 23 suboficiales y siete oficiales, permanecieron hasta ayer en un acuartelamiento a ocho kilómetros de la capital del municipio, San Vicente del Caguán, a la espera de la orden de retirada. Según fuentes de las FARC en la zona, Pastrana se resistió a abandonar ese último puesto militar, aunque los soldados estuvieran desarmados, porque Washington le había mostrado su disgusto ante tanta concesión a una guerrilla que aún no ha renunciado formalmente al marxismo. Ayer, los insurgentes comprobaron que el batallón había dejado finalmente la zona, con lo que queda abierto el camino para el inicio de las conversaciones el 7 de enero, según un comunicado de las FARC.
En San Vicente –que tiene 20.000 habitantes de los 50.000 de todo el municipio, que con 18.000 kilómetros cuadrados es el más extenso de Colombia–, todos reconocen que sin la anuencia guerrillera allí no se mueve ni una hoja. El secretario de Gobierno, Germán Amézquita, sustituto del alcalde ausente, no niega que “la guerrilla ha tenido aquí siempre el dominio” y que desde el 7 de noviembre no se comete ni un delito y a los de la segunda línea de las FARC, lo que llaman milicianos como diferencia del personal del choque, “los vemos de civil, cada vez más arrogantes por el pueblo”.
Esos milicianos son en la práctica los que aseguran el orden en el municipio. Para cubrir las apariencias se ha creado una policía cívica de 60 miembros para San Vicente, y 30 para las otras cuatro municipalidades –Vistahermosa, La Uribe, Mesetas, y La Macarena, todos ellos en la limítrofe provincia del Meta– formada por funcionarios y jóvenes desempleados que hacen modesto acto de presencia en la localidad. Cerca de ellos, nos dice el agricultor-ganadero Alirio Giraldo, hay siempre un guerrillero que es el que sugiere apenas con la mirada que ha llegado la hora de portarse bien. Amézquita añade que tiene cinco revólveres para los 60 hombres, pero no se los piensa dar porque para escenografía ya basta con la porra.
La guerrilla vive de peajes, como las autopistas. Por cada vaca, y hay 10 por poblador, los propietarios han de pagar 800 pesos anuales. Las FARC aconsejan, además, a los alcaldes con quién han de contratar las obras públicas, sobre lo que “hacen veeduría” de cómo se llevan a cabo los trabajos, velando porque los funcionarios se “curren” la jornada, así como de que los dineros lleguen a destino, incluidos, desde luego, sus propios bolsillos. Eso se llama en el espléndido eufemismo de la insurrección “retenciones populares”.
En San Vicente el Consejo de Paz, que es todo el pueblo, ha elegido un comité ejecutivo de siete miembros que integran el propio Alirio, un veterinario, un botellero, un técnico agropecuario, el representante de una ONG; Amparo Rodríguez, delegada del asociacionismo local; y el señor obispo, que también estaba de viaje.
Don Armando, 69 años soleados por las labores agrícolas, cuya obsesión es que el mundo conozca sus poemas que vende a buen precio o regala en fotocopia, va más lejos que nadie al afirmar que las FARC no son una guerrilla “sino un grupo de presión, porque en este país, en el que para importar un carro hay que pagar seis veces su valor, en el que hay un 95 por ciento de desheredados y la Justicia se vende por centavos, tienen todo el derecho a serlo”. Para el campesino, las FARC son como una ONG armada hasta los dientes.
Pero la guerrilla se nutre sobre todo de la coca. Hay en la zona de despeje cerca de 20.000 hectáreas del cultivo ilícito, sobre 100.000 o 120.000 en todo el país, cuyo emplazamiento es bien conocido, tanto como los propios campamentos guerrilleros en La Sombra, La Machaca o Los Llanos de Yarí. En el municipio se calcula que hay 6000 hectáreas y de ellas 800, a razón de una por familia, se hallan agrupadas en una especie de cooperativa que trabaja tierras del Estado a unos 100 kilómetros de San Vicente. Filemón Fierro, menos de 40 años pero varios siglos de tenencia campesina, es uno de ellos. Tuvo que dedicarse al cultivo porque “la madre de nuestra industria es la necesidad”, al tiempo que asegura que nadie le pidió, sugirió u obligó a vivir de la hoja tan preciada. Su “huertecito” casi le da seis cosechas al año de dos kilos de coca natural cada una, que “unos señores que no son guerrilleros” le compran a un millón de pesos el kilogramo, con lo que se saca lo justo para sobrevivir con su familia (unos 700 dólares mensuales), y supone que las FARC le cobran al intermediario, pero él “no los ve nunca”. No ignora que esa coca, aún sin tratar, vale ya unos 35.000 en Bogotá y 140.000 en el extranjero, no digamos en la calle. Y sólo desea que Pastrana acepte la oferta de su asociación de convertir las 800 hectáreas de squatters campesinos en una planta piloto de sustitución por otros cultivos igual de rentables, como el ejemplo de un nuevo comienzo para el país.
Entretanto, San Vicente del Caguán aguarda con expectativa ese 7 de enero en el temor de que el fracaso de la paz vuelva a “unificar” a esas dos Colombias en una guerra que entonces sería sin cuartel.
Andrés Pastrana, que recibió a este enviado la semana pasada, ha perdido parte de su euforia de cuando era sólo presidente electo, pero mantiene una serenidad ejemplar en medio de un escenario en el que pululan los actores: FARC, la guerrilla cristiana del ELN, otros grupos menores insurrectos, contraguerrilla sufragada por narcos y latifundistas, Iglesia, sociedad civil y todo tipo de mediadores autoproclamados. Las expectativas del presidente son, sin embargo, más escuetas que la victoria electoral de junio; hoy se conforma con que el 7 de enero comiencen las negociaciones sin que las FARC haya exigido, como se temía, que primero se produjera entre las partes el canje de prisioneros. Si así hubiera sido, Pastrana se habría visto en un callejón sin salida porque la Constitución prohíbe las medidas de gracia para la mayoría de los 452 guerrilleros en su poder, incursos en delitos de secuestro y otras atrocidades. A cambio de ellos, el Gobierno esperaba recuperar una cifra algo menor de soldados y policías en manos de la guerrilla, que ahora, todo parece indicar, que seguirán presos para largo. El despeje deberá concluir, en cualquier caso, el 7 de febrero cumpliendo su plazo inicial de tres meses, y si para entonces no ha obtenido algo tangible el presidente se hallará en una situación muy apurada. Se especula con que esa “concesión” de la guerrilla pueda ser una tregua indefinida; pero Marulanda no parece tener prisa.

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