La enorme convocatoria de Sandro, se deglutió al fenómeno Soledad, que comenzó a sentir los efectos de la falta de renovación. Una invasión de los otros cubanos, Mercedes Sosa, Caetano Veloso y Liliana Herrero fueron algunos de los items destacados.
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Por Fernando DAddario El extraordinario maratón encarado por Sandro en estos últimos meses (26 shows en el Gran Rex y otros nueve vendidos hasta fines de enero próximo, además de una larga serie en Rosario) amenaza eclipsar o minimizar los buenos momentos y las decepciones del año que, en materia de música popular, se despidió poco antes de las fiestas. Sin embargo, ese fenómeno de naturaleza única e incomparable sirve de puente para tipificar el humor general de la temporada. El que se está por ir ha sido el año de las fidelidades incondicionales, el de los revivals aislados, exitosos pero sin riesgo artístico, sustentados básicamente en el fervor popular que los legitimiza. Ha sido, también, el año del piloto automático para un espectro musical (que abarca desde folkloristas hasta tangueros, pasando por los románticos, flamencos, etc.) crecientemente sumergido en la complacencia que deriva de un espejismo reflejado por la cartelera porteña: teatros llenos en un país vaciado. Lo cierto es que la dictadura de los números no alcanza para establecer una proyección artística que avale la lógica del mercado. El superéxito de Roberto Sánchez en la piel de su personaje, Sandro, no fue causa ni efecto de un excelente momento de la música melódica en la Argentina, que no tiene para ofrecer (¿por suerte?) un intérprete local de peso que compita con los tres grandes del género: Luis Miguel, Ricky Martin y Enrique Iglesias. Siguiendo los dictámenes de la numerología, el suceso que sigue encarnando Soledad (20 shows en el Gran Rex, 153 mil copias vendidas de su reciente CD en vivo A mi gente, lo que lleva su cifra de ventas a 1,5 millones de discos) tampoco se corresponde con un proceso de ebullición creativa en el ámbito folklórico. En todo caso, es la figura visible de una variante pasteurizada del viejo folklore, que facilitó la irrupción de otras propuestas, como la de Los Nocheros, Los Tekis y Los Alonsitos, quienes con variantes de convocatoria también se aseguraron su Gran Rex. Aunque tal vez no se lo haya propuesto, el único megaevento que conectó con la realidad actual fue el llamado Primer Festival Internacional de Tango, que duró casi una semana e inundó la ciudad de Buenos Aires con mucho entusiasmo y poca claridad. Un cambalache, en el que convivieron la vigencia clásica de Leopoldo Federico y los tangos bajos de Daniel Melingo, el progresismo de Rodolfo Mederos y el efectismo perimido de Mariano Mores, la nostalgia de Luis Cardei y el desparpajo de los nuevos grupos, más preocupados por una teatralización aggiornada de los viejos tangos que por brindarle una salida artística al género. Hace algunos años se discutía hacia dónde iba el tango. El futuro llegó, y canonizó a la música de Buenos Aires como la más exquisita pieza de museo, lista para ser desempolvada, pero jamás mejorada ni puesta en jaque. El tango es, cada vez más, lo que tenemos para mostrarle al mundo y no lo que nos pasa hoy a los argentinos. Sin novedades en lo musical, Gabriela Torres dio la nota al grabar Nunca más (escrito por Lito Vitale y Adrián Abonizio), el primer tango que abordó la temática de los desaparecidos. Las efemérides marcaron el pulso del folklore. Los Chalchaleros cumplieron 50 años y aprovecharon para festejarlo en todos los lugares donde pudieron, desde el teatro Coliseo hasta un hogar de ancianos en el pago salteño. La familia Carabajal sepultó años de miradas desconfiadas y celos profesionales con un multitudinario y emocionante Carabajalazo en el Luna Park. La recuperación del legendario estadio de Corrientes y Bouchard para la música popular no fue antojadiza, y encerró cierta necesidad de institucionalización de la vieja mística. Allí presentaron sus respectivos nuevos CDs Mercedes Sosa y Víctor Heredia, ambos con muy buena repercusión y fervor militante. La incondicionalidad del público sirvió también para garantizar nuevos desembarcos de Joan Manuel Serrat y Luis Eduardo Aute, quienes cosecharon ovaciones que le deben más a la historia (la de Nano mucho más rica que la de Aute, claro) que a sus másrecientes presentaciones en la Argentina. No es el caso de Caetano Veloso. El músico bahiano batió su propio record de asistencia en el país, con seis actuaciones en el Gran Rex. Un cóctel que combinó su vigente excelencia artística, su perseverante apuesta al mercado argentino y el arrastre de popularidad que le deparó Fina Estampa, produjo esta minidemostración de masividad para la presentación de Livro. Otros espectáculos adhirieron a la inmutabilidad de la excelencia: no se esperaba nada nuevo de Paco de Lucía (aunque venía a presentar el interesante CD Luzía) y Jaime Roos. Pero todos sabían que si compraban una entrada para sus shows no se iban a ir decepcionados. Así fue. Lejos de los grandes títulos, un circuito cuasiunder se reservó para sí algunos de los mejores momentos del año. Sin explosiones sorpresivas ni sacudones vanguardistas, un puñado de folkloristas, tangueros y músicos de fusión se entregó a la titánica tarea de mantener un estándar de calidad interpretativa en la cartelera porteña y en las bateas de las disquerías especializadas. Opciones no faltaron: las Veladas Criollas a cargo de Lidia Borda, Cristina Banegas y Liliana Herrero en el Club del Vino, el espectáculo teatral-musical Glorias porteñas, en La Trastienda, con Soledad Villamil y Brian Chambouleyron, el talento del Quinteto Real (golpeado por la muerte de Antonio Agri) desplegado en el Club del Vino, Pájaros en el aire, de Oscar Cardozo Ocampo (con las voces de Laura Albarracín y Galo García), en Oliverio Allways, el habitual viaje relámpago del Tata Cedrón, esta vez para presentarse en el Foro Gandhi, la presencia siempre necesaria de Raúl Carnota, el canto venezolano en la voz de Cecilia Todd, el talento de Dino Saluzzi demostrado en su espectáculo Recuerdos, la esperada visita de Joao Bosco y la saludable bocanada de aire enrarecido que trae siempre el insólito Hermeto Pascoal fueron sólo algunos de los bocados refinados que deleitaron a los paladares más exquisitos. Hubo alguna decepción, también: . Los antes venerados Ketama devinieron, al menos según lo que se vio en el Gran Rex, en un pastiche-pop más cercano a la estética de Gipsy Kings que a la supuesta renovación del flamenco. Y Tomati-to, Luis Salinas y Lucho González tuvieron dificultades para sumar sus talentos cuando propusieron el guitarrazo en La Trastienda. Igual, el público los ovacionó. Una peña folklórica, bautizada La Flor, copó el ámbito de un viejo reducto punk (Die Schule) y desde allí intentó revitalizar la escena del folklore porteño, al margen del ya estirado boom Soledad. Es un coletazo de lo que desde hace años está ocurriendo en el circuito under del interior, pero la Capital Federal, esponja catalizadora de los más excéntricos movimientos culturales, no parece tan receptiva a la alternatividad folklórica. Grupos y solistas del género intentaron, de todos modos, forzar su propia pulseada contra el folklore dominante: el Dúo Coplanacu, el cuarteto cordobés De Boca en Boca, Liliana Herrero, Chango Spasiuk, Carnota, Santaires, Gustavo Patiño, Chochi Duré, Refusilo, José Ceña, etc. Ellos, del mismo modo que Ariel Prat, Alejandro del Prado y Gustavo Mozzi en la denominada música rioplatense condujeron a través de toda la temporada el sagrado tesoro de la idoneidad y la coherencia artística, pero de cara al futuro tienen ante sí el desafío de superar ciertos prejuicios para derribar las barreras del ghetto. En definitiva, lo más novedoso del año provino del género tropical. La Mona Jiménez, uno de los artistas más nobles y consecuentes de la música popular argentina, hizo bailar multitudes con canciones en las que homenajea a una amiga desaparecida y al Che Guevara. Menos politizados pero igualmente a tono con los tiempos que corren, los grupos bailanteros Green y Red llenaron el Gran Rex a partir del leivmotiv La Guerra de los Colores. Sus respectivos líderes, Chelo y Javito, son hermanos, y hasta hace poco tiempo pertenecían a la misma banda (Green), pero la escisión les garantizó la duplicación de las ganancias. Chelo no tiene un pelo de tonto. Hace unos meses mantuvo en vilo a la comunidad bailantera con su misteriosa desaparición, que tras semanas de ruegos y rezos, tuvo final feliz: apareció sano y salvo en Miami, tomando sol. Adujo stress. Es sólocasualidad que simultáneamente haya salido a la calle el nuevo disco de Green, La última victoria. Las estrategias de marketing del resto de la música popular argentina lucen menos desembozadas, aunque es probable que las pautas hayan sido delineadas hace ya mucho tiempo. Y ya nadie (ni la industria, ni los músicos, ni el público), parece animarse a sacar los pies del plato.
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