por Daniel Link Héctor Libertella nació en Bahía Blanca, Alberto Laiseca en Rosario, pero ambos están ya están incorporados a la geografía y la etnología porteña. Se conocen hace más de veinte años, desde la mítica época en la que todavía había grupos literarios y estéticas y las revistas eran un espacio de debate a propósito de cómo debería ser la literatura argentina. Eran, todavía, las épocas de Primera Plana pero también de Literal, Crisis, Los libros y otras revistas menos conocidas a través de las cuales ese debate circulaba. Libertella, precoz, ganó el premio Paidós en 1968 con El camino de los hiperbóreos. Yo fui de vanguardia durante treinta años de mi vida. Basta de eso dice hoy, cuando acaba de aparecer Memorias de un semidiós, su última novela (editada por Perfil Libros), a la que él mismo reconoce inscripta en el minimalismo. En 1986 obtuvo el Premio Juan Rulfo con el relato Paseo internacional del perverso, del que actualmente hay en Buenos Aires una adaptación escénica (al menos, de un fragmento) que no deja de sorprender a Libertella (Ruleta rusa, de Luis Cano, en el Galpón del Abasto): ¿Hasta dónde puede llegar la literatura de uno, no?. Alberto Laiseca publicó en 1976 Su turno, que rápidamente fue leída, sin serlo del todo, como un modelo de novela paródica. Si Laiseca se siente cercano a Roberto Arlt, es sobre todo por el costado delirante de sus novelas y por las condiciones materiales de producción de sus literaturas: Arlt vivía angustiado por el trabajo. Era pobre, recalca Laiseca cuando la comparación tiende a ponerse un poco abstracta. Los Sorias, la novela que hoy publica y distribuye el sello Simurg, es famosa (sin haber sido leída) porque se desarrolla a lo largo de más de mil trescientas páginas. Soria, Tecnocracia y la Unión Soviética son tres potencias que luchan por apoderarse del mundo. No es un dato menor: cuando Laiseca terminó de escribir su novela, hace dieciséis años, la Unión Soviética existía todavía y el mapa que la novela traza del mundo es un poco menos delirante de lo que hoy parece. Leer en conjunto Los Sorias y Memorias de un semidiós no es un ejercicio de melancolía. No se trata de reponer aquello que ya nadie se atreve a sostener (Laiseca coincide con Libertella en su repudio de la palabra vanguardia). Tampoco se trata de un mero ejercicio de estadística (como demostró, el número pasado, Juan Ignacio Boido). Es cierto que Los Sorias y Memorias de un semidiós pueden ser las novelas más larga y más corta de la literatura argentina. Lo que hay en estos libros limítrofes (cada uno, a su manera, delicioso) es una postulación de lo que puede ser una novela como artefacto para leer las cosas de este mundo: prismas de colores, ojos de pescado, tales las metáforas que Libertella y Laiseca encuentran para referirse a la mirada literaria. Lo que importa es una cierta idea de totalidad que estos libros recuperan de diferente modo: Los Sorias, a través de un habla infinita y wagneriana. No es sólo un dato de la trama que una banda de crotos toque la Tetralogía completa en un teatrito que es un falso Bayreuth. La idea wagneriana de un arte total adquiere con Laiseca forma de novela. Memorias de un semidiós es otra cosa: un relato espasmódico y cortado. Libertella llama adiposis a los restos de realismo decimonónico que sirven para unir y ligar las partes de una novela. Prefiere una novela seca, descarnada, quebrada por las interrupciones de puntos suspensivos detrás de los cuales hay que adivinar, cada vez, un mundo completo. Lo que se llama minimalismo, en Libertella, es esa desconfianza hacia una forma plena. Contar lo imprescindible: después, la lectura hará lo que le parezca. Y es así como los lectores, desde el comienzo, entienden que el Semidiós es Yabrán y que la novela habla, a su manera, del menemato. Y no se trata, nunca, del realismo. Tan lejos de la vanguardia como del realismo de almacén, Libertella y Laiseca definen su literatura con palabras como sueño y delirio. Sólo habría dos lógicas para tener en cuenta: la lógica del mito (aquello que se puede contar, pero que no puede interpretarse) hacia la que tiende Laiseca (y de ahí su interés, que no hay que confundir con ningún exotismo, por las antiguas dinastías chinas y egipcias) y la lógica del sueño (aquello que no se puede contar, que debe interpretarse) en la que hace pie Libertella: es previsible, pues, que al autor le sorprenda lo que sus lectores leen en sus libros. En cada interpretación, sabido es, aparece el propio fantasma. Y si el Semidiós es Yabrán eso es porque Yabrán, hoy, es el fantasma argentino. Fantasmáticos, los libros de Laiseca y Libertella vienen de rituales nocturnos: Reconozco que me gusta trabajar de noche -dice Laiseca- pero ése es un placer que se paga muy caro. La luna es una deidad peligrosa. Libertella agrega, además, la instantaneidad de la escritura. Es ese puro presente, mínimo, de la frase. Después de todo, claro, la literatura es un puñado de frases. |