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LITERATURA en Página/12 web - 29 de noviembre de 1998
PARTIDOS POR EL CENTRO

El siglo XX fue corto y cruel. En los umbrales del siglo XXI, líderes políticos y jefes de gobierno quieren descifrar el laberinto de un mundo en crisis. Los discursos parecen agotados y todos los diagnósticos son provisionales. En ese paisaje, la socialdemocracia europea emerge con la propuesta de “un nuevo contrato cívico para el mundo: la tercera vía”, una alianza entre el socialismo y el liberalismo. José María Pasquini Durán (foto) analiza críticamente sus contenidos y su posible adopción en los países latinoamericanos.

Entre los antecedentes europeos inmediatos de la Tercera Vía podría citarse el “compromiso histórico” del comunista Enrico Berlinguer cuando, en 1973, su interlocutor era el democristiano Aldo Moro y cuando, en 1974, fundó “el eurocomunismo”. El prontuario de la historia podría comenzar hace un siglo y medio, en 1848. Ese año, Carlos Marx y Federico Engels, dos alemanes internacionalistas, escribieron un folleto por encargo de la “Liga de los Justos”, que les daría la eternidad: el Manifiesto Comunista. De ese texto, la memoria política conserva la primera línea (“Un espectro recorre Europa, el espectro del comunismo”) y la exhortación de la última: “¡Proletarios de todo el mundo, uníos!”. Aunque el documento recién fue publicado en Buenos Aires en 1932 por editorial La Vanguardia, su influencia es anterior: en 1852 circularon algunos números en Buenos Aires de un periódico titulado El Proletario, con este epígrafe: “¡Proletarios de la raza negra, uníos!”, bajo la dirección de un mestizo de apellido Fernández.

Marx, alemán de nacimiento, a quien los amigos llamaban Moro por la pinta (barba y melena renegridas, tez cetrina), vivía en Londres. En la misma ciudad y el mismo año, 1848, John Stuart Mill dio a luz los Principios de Economía Política, en los que desestimaba los augurios marxistas como sustitutos de la propiedad privada. El socialismo de Saint-Simon, aseguró Mill en su Autobiografía, sólo podía ser “admitido como una quimera”. Mariano Grondona destaca, en sus lecturas de Mill (Los pensadores de la libertad), entre otras, su idea del “progreso moral”, el modo en que cada época va descubriendo las injusticias de la anterior. “Por eso Mill avizora un porvenir en donde la enfermedad y la pobreza puedan ser eliminadas porque resultarán sencillamente intolerables”. El marxista Perry Anderson (en Campos de batalla) descubre otro giro de ese mismo pensamiento: “En la edición revisada de 1849 del mismo libro de Principios, afirmó que la concepción de los socialistas, considerada en su conjunto, ‘es uno de los más valiosos elementos para el progreso humano existentes en la actualidad’”.

Al explicar el cambio de opinión, el propio Mill lo contó así: “En la primera edición, las dificultades del socialismo se expusieron con tan excesivo rigor que, en general, el tono era de oposición a esa doctrina. Al año siguiente, dediqué mucho tiempo al estudio de los mejores escritores socialistas europeos y a la meditación y la discusión de un amplio espectro de temas implicados en esta controversia; como resultado de ello, eliminé la mayor parte de lo que había escrito sobre este problema en la primera edición y lo sustituí por argumentos y reflexiones más avanzadas” (Autobiografía). El inglés Mill publicó su libro una década después de la aparición de La democracia en América del francés Alexis de Tocqueville, texto que, según anotó Bartolomé Mitre, fue “libro de cabecera” de los que pensaron la Argentina bajo la influencia de las ideas del liberalismo político.

En la cuenta de los liberales que en algún momento se cruzaron o se rozaron al pasar con el socialismo, Anderson enumera al filósofo Bertrand Russell y al economista J. A. Hobson, británicos los dos, y al filósofo norteamericano John Dewey, que escribió en sus textos tardíos: “La economía socializada es el instrumento del libre desarrollo individual”. Entre los más recientes, Anderson enumera a C. B. Macpherson, John Rawls, Robert Dahl y otros angloamericanos, además del francés Pierre Rosanvallon y del italiano Norberto Bobbio. El derrumbe del Muro de Berlín, hace nueve años, fue el símbolo físico de la ilusión perdida del socialismo en el siglo XX. Esa pared de varios kilómetros de largo representó el “telón de acero” durante toda la guerrafría, y su larga sombra puso en perspectiva de confrontación Este-Oeste todos los asuntos internacionales. Cuando el Muro se vino abajo, abrió un abanico de expectativas, pero dejó una conclusión estremecedora: el socialismo nunca encontró su camino al gobierno por las urnas (el vívido recuerdo en estos días de Salvador Allende es la última prueba frustrada, hace 25 años), mientras que el fascismo sí pudo. Mientras la caída del Muro abría interrogantes en todo el mundo, en ese mismo año (1989) aquí alumbraba la presidencia de Carlos Menem, quien se encargó de fusionar al nacionalismo peronista con el liberalismo económico conservador.

La implosión del socialismo, la expansión del capital y de las democracias liberales convirtieron a las páginas de Marx y Engels en hojas yermas. El jesuita francés Jean-Ives Calvez, estudioso de La pensée de Karl Marx sostuvo que Moro y Federico “no ofrecieron ninguna solución verdadera”, aunque anotó al mismo tiempo: “La mayoría de los hombres siguen tal como estaban en tiempos de Marx y Engels, sin tener nunca otro recurso, otro medio de ejercer un peso social, que su trabajo” (La Nación, 7/7/98). Sin embargo, nunca se apaciguó la idea de combinar al liberalismo con el socialismo. En sus ratos de ensayistas, el poeta mexicano Octavio Paz lo decía de este modo: “El pensamiento de la era que comienza tendrá que encontrar el punto de convergencia entre libertad y fraternidad. Debemos repensar nuestra tradición, renovarla y buscar la reconciliación de las dos grandes tradiciones políticas de la modernidad, el liberalismo y el socialismo”. Uno de sus discípulos aseguró que este premio Nobel de Literatura era un socialista desencantado y un liberal incómodo; a lo mejor por eso buscaba esa síntesis que tuviera lo mejor de ambas cosas.

POR EL NUEVO MILENIO Palabras más, palabras menos, aquel augurio de Paz reaparece este año en Londres, ciudad fundadora de ideas, de la boca de Tony Blair, líder laborista, primer ministro y miembro pleno de la tendencia socialdemócrata europea (heterogénea pero de sentido similar) que cuenta como figuras referenciales a Jospin en Francia, Gerhard Shröder en Alemania y Massimo D’Alemma en Italia. Blair bautiza a su propuesta como “La Tercera Vía, una democracia social moderna” y la ubica “más allá de una izquierda tradicional preocupada por el control del Estado, las elevadas cargas impositivas y los intereses de los productores; y (más allá) de una nueva derecha librecambista que postula un individualismo de miras estrechas y la fe en la libertad de los mercados como la respuesta a todos los problemas”. Sería, en síntesis, “una nueva línea del centro-izquierda (...) que extrae su vitalidad de unir las dos grandes corrientes de pensamiento del centro-izquierda -el socialismo democrático y el liberalismo- cuyo divorcio durante este siglo contribuyó tan claramente a debilitar la política de signo progresista a lo largo y ancho de Occidente”.

En España, único país de la Unión Europea que no tiene gobierno socialdemócrata, el candidato del PSOE (Partido Socialista Obrero Español), José Borrel, también dio a conocer su versión de “tercera vía” bajo el título de Manifiesto para una nueva época que presentó en Madrid en octubre último. Al describir este Manifiesto, el matutino El País destacó algunos rasgos del contenido que se pueden aplicar a los discursos de los demás:

* Un lenguaje distinto y menos ideologizado que antaño;
* La combinación del realismo económico con la urgencia de recuperar la cohesión social perdida tras años de hegemonía de la revolución conservadora;
* El cuidado del medio ambiente dentro de una política de desarrollo sostenible más que de mero crecimiento inarmónico;
* El pleno empleo, como una utopía factible;
* La educación como una prioridad absoluta; y
* La recuperación del prestigio social de la política.

Persiguen lo que sus autores llaman “democracia de calidad”. La propuesta ha logrado involucrar a más gente de la que podría con rigor identificarse como socialdemócrata. El matrimonio Clinton, sobre todo Hillary, ha manifestado su adhesión, y en esta punta del mapa americano, desde Raúl Alfonsín, miembro de la Internacional Socialista, hasta Eduardo Duhalde, que evoca la “Tercera Posición” de Perón, el abanico de festejantes parece bastante amplio. Si por comparación de enunciados se busca una identidad, tomando los elementos destacados por el comentario de El País, bien podría decirse que todos los que aspiran a suceder al menemismo andan por la “tercera vía”. No es de extrañar, porque la propuesta de Blair, tal como la presentó en setiembre pasado, quiere reemplazar al fundamentalismo de mercado que gobernó el mundo en el último cuarto de siglo, hasta quedar exhausto.

CAPITALISMO LIMITADO En 1991, mientras aquí el dúo Menem-Cavallo celebraba la adopción del “pensamiento único” con el ajuste estructural y el plan de convertibilidad, desde el Vaticano (otro Estado de Europa que no gobierna la socialdemocracia), Juan Pablo II hacía algunas advertencias con su encíclica Centessimus annus. Allí preguntaba: “¿Se puede decir quizá que, después del fracaso del comunismo, el sistema vencedor sea el capitalismo, y que hacia él estén dirigidos los esfuerzos de los países que tratan de reconstruir su economía y su sociedad? ¿Es quizá éste el modelo que es necesario proponer a los Países del Tercer Mundo, que buscan la vía del verdadero progreso económico y civil?”. Y respondía: “Si por capitalismo se entiende un sistema en el cual la libertad, en el ámbito económico, no está encuadrada en un sólido contexto jurídico que la ponga al servicio de la libertad humana integral y la considere como una particular dimensión de la misma, cuyo centro es ético-religioso, entonces la respuesta es absolutamente negativa”.

Ahora ya es innegable que el “pensamiento único” se desmorona bajo la presión de las crisis financieras y los costos sociales inhumanos. Hace falta un cuerpo de ideas que lo sustituya, dado que todos saben que la historia continúa, para hacer frente a un listado de desafíos de una formidable envergadura: “La globalidad de los mercados, la persistencia de la pobreza y de la marginación social, una delincuencia en aumento, el desmoronamiento de la familia, el papel cambiante de la mujer, la revolución tecnológica y del mundo del trabajo, la hostilidad de la sociedad hacia la política y las demandas de una reforma democrática más profunda, además de un amplio abanico de asuntos medioambientales y de seguridad que reclaman una acción internacional”, según la enumeración del mismo Blair. Por lo demás, lo moderno, dicen, es entenderse.

El británico, en su texto, reconoce que “la derecha fue capaz de hacer de la privatización y de la libertad de mercados panaceas universales”. Pero generó nuevas contradicciones insalvables para esa misma derecha: “Se creó una falsa oposición entre derechos y responsabilidades, entre compasión y ambición, entre los sectores público y privado, entre la economía de empresa y la lucha contra la pobreza y la marginación”. La “Tercera Vía” vendría a resolver esas contradicciones, si hacemos caso de las promesas de sus autores.

Dicho sea de paso, al peruano Mario Vargas Llosa lo encabrona mucho que se llame “neoliberal” a la propuesta que en Argentina se menciona a menudo como “el modelo”. “Decir neoliberal equivale a decir semi o seudo liberal, es decir un puro contrasentido. O se está a favor de la libertad o se está en contra, pero no se puede estar semi a favor o seudo a favor de la libertad, como no se puede estar “semiembarazada”, “semivivo” o “semimuerto” (El liberalismo entre dos milenios, julio/98). No le falta un poco de razón a Vargas Llosa en cuanto al demérito que significa para los liberales este fundamentalismo económico al que, según sus inspiradores originales, sólo le importa la libertad de mercado y ninguna otra.

Los italianos, cuando no, resolvieron esta cuestión de lenguaje a partir de la distinción que hizo Benedetto Croce entre “liberalismo”, para referirse al conjunto de la doctrina, y “liberismo” para nombrar a los dogmáticos del mercado. Bobbio, por su parte, aceptó la distinción y muchos años después avanzó un poco más: “Desde un punto de vista personal, concedo al ideal socialista un valor mucho mayor que al liberal (...). Si bien la igualdad no puede ser definida en términos de libertad, hay al menos un caso en el que la libertad puede ser definida en términos de igualdad, aquella situación en la cual todos los miembros de una sociedad se consideran libres porque tienen igual poder” (Le ideologie e il potere in crisi).

La Tercera Vía ¿es de izquierda o de derecha? No hace falta esa distinción, aseguró Blair: “Importa menos ser de izquierda o de derecha que acertar o estar equivocado (...) El siglo XX fue un conflicto entre ideologías fundamentales. No creo que en el siglo XXI sea igual”. En un debate sobre el tema, el español Manuel Castells, director del Centro de Estudios Europeos de la Universidad de Berkeley (USA) no vaciló en colocarlos a la izquierda: “Europa llega al fin de milenio gobernada por la izquierda (y) se vislumbra una opción socialdemócrata para gestionar políticamente la globalización económica y la transición tecnológica, en momentos en que el mundo parece encaminarse hacia una grave crisis económica”, dijo. Para su compatriota Ignacio Sotelo, “la Tercera Vía de Blair, el nuevo centro de Schröeder y el viejo socialismo democrático de Jospin constituyen posiciones muy distintas sin que se vislumbre cómo podrían converger en una nueva izquierda todavía por inventar”. Según Sotelo, “podrían muy bien diluirse en un centro que acabe por difuminar las diferencias entre derecha e izquierda”. Una obsesión de estos tiempos: pararse en el centro. Aquí, en Argentina, si uno hace caso a las declaraciones de los dirigentes, todas las fuerzas políticas están en el centro.

Blair matiza su indefinición. Dice que es indistinto cuando se trata de hacer políticas de estabilidad financiera y monetaria, pero a la hora de juzgar valores “la izquierda representa justicia social, solidaridad, sentido de comunidad, la idea de que el individuo progresa más en una sociedad donde también prosperan los otros”. El 10 de noviembre, Gerhard Schröder presentó su programa de gobierno desde “el nuevo centro”, cuyo contenido general, según el editorialista de El País de Madrid, “es una resonancia clara del mensaje de tercera vía de Blair”. En el resumen del plan de gobierno para Alemania, Schröder pretende una revisión en profundidad del Estado de bienestar, para convertirlo más bien en un Estado asistencial que concentre su ayuda social en los más necesitados, y defiende una mayor complementariedad entre sector público y privado, no sólo para reactivar la industria, sino también en el terreno de las pensiones. Para rebajar la tasa alemana del diez por ciento de desempleo, el flamante canciller apuesta por un diálogo social permanente y se propone rebajar la edad de jubilación de los 65 a los 60 años sin pérdida de ingreso para los afectados. El País concluye su comentario: “Schröder ha querido indicar un camino que no rompe con el de su predecesor democristiano (Helmut Khol). Pero construir el nuevo centro alemán requerirá algo más que un discurso y provocará algunos disgustos. El nuevo canciller sabe que no puede contentar a todos”. Hay que elegir para ser equitativo, sobre todo cuando se trata de reparar injusticias profundas. ¿Cómo se hace para satisfacer a todos los poderosos, cuando hay que exigirles contribuciones extraordinarias para redistribuir la riqueza en favor del bien común? ¿De qué modo se podrán contener las demandas postergadas, casi todas urgentes, si lo que empieza es un gobierno moderado y no una revolución?

OTRA EMANCIPACION ¿Tendrá trocha suficiente la Tercera Vía para remontar las cuestas en América latina, la región más injusta del mundo en la distribución de las riquezas? A lo mejor sus razones sean útiles para sociedades como las de la Unión Europea, donde dos tercios de la población tienen las necesidades satisfechas. Hace poco en Buenos Aires, el mexicano Carlos Fuentes puntualizaba las medidas de la brecha que separa a ricos y pobres: “En el Norte, el 20 por ciento de la humanidad recibe el 80 por ciento del ingreso mundial y consume las tres cuartas partes de la energía comercial; mientras en el Sur 2000 millones de seres humanos, la tercera parte de la humanidad, vive en condiciones de extrema pobreza. Sólo en nuestra América latina, uno de cada cinco habitantes padece hambre y la mitad de la población vive o sobrevive con menos de sesenta dólares al mes” (Tercer Sector, N-o 22). Natalio Botana, un buen liberal criollo, lo puso en esos términos: “¿Qué alternativas posibles se pueden imaginar, cuando los conglomerados urbanos, que hoy forman decenas de millones de seres humanos en América latina, son espacios ingobernables debido a carencias de toda índole? Salta a la vista el contraste entre los ideales del gobierno moderado y una realidad que, en sí misma, es inmoderada” (El siglo de la libertad y el miedo, 1998).

En este extremo del mundo, además, “las víctimas votan por sus verdugos”, aclaró en tono amargo el brasileño Lula, al cierre del escrutinio, en octubre pasado, que lo tuvo de perdedor en la carrera por la presidencia. Ganó Fernando Henrique Cardoso, un intelectual que adhiere a la Tercera Vía pero realiza el ajuste estructural del modelo. De acuerdo con otras miradas, la de Andrés Oppenheimer, que escribe en The Miami Herald, la injusticia social en Brasil debió darle la victoria a Lula, pero el electorado tuvo miedo de las consecuencias de subir al poder, como al caballo, por la izquierda. Pasa, también, que en esta zona liberalismo y socialismo son dos categorías que resultan difíciles de reconocer.

En Argentina, al menos desde que terminó la II Guerra Mundial, el nacionalismo antiliberal que reivindicó el peronismo, con manifiesto desdén por lo que llamaba el “demoliberalismo”, polarizó a sus adversarios. En el extremo opuesto, liberales y socialistas, juntos o por caminos paralelos, caminaron la misma vereda antiperonista hasta 1955, por lo menos. Todavía en los años 60, importantes dirigentes del Partido Comunista mencionaban al “nacionalismo burgués” (el peronismo) como el obstáculo principal para la toma de conciencia de clase del proletariado. Hubo siempre más “liberistas” que “liberales”, para decirlo como Croce, ubicados junto a cuanto sátrapa se le ocurrió asaltar el gobierno. José Alfredo Martínez de Hoz, al lado de los verdugos del terrorismo de Estado, se proclamaba liberal, sin que a ningún liberal se le ocurriera contradecirlo, al menos en público. Facciones liberales y nacionalistas pueden encontrarse en las nóminas de las asonadas militares que se sucedieron desde 1930 en adelante.


El derrumbe del Muro de Berlín, hace nueve años, fue el símbolo físico de la ilusión perdida del socialismo en el siglo XX. Cuando el Muro se vino abajo, abrió un abanico de expectativas, pero dejó una conclusión estremecedora: el socialismo nunca encontró su camino al gobierno por las urnas (el vívido recuerdo en estos días de Salvador Allende es la última prueba frustrada, hace 25 años), mientras que el fascismo sí pudo.

En medio de toda esta maraña, hay una verdad que emerge de la “tercera vía” de Blair: “Los ciudadanos están buscando un rumbo”. Es lo único indiscutible. El futuro, en definitiva, terminará resolviéndose en el mismo lugar de siempre: en la cabeza y en el corazón de la condición humana, allí donde empiezan y terminan todos los relatos que perduran.

En cuanto al socialismo, desde Juan B. Justo para acá, sólo se puede hablar de la corriente como una secuencia interminable de escisiones que terminan por dispersarla o subsumirla en los dos partidos de mayor fuerza electoral, peronistas y radicales, con una rama -el socialismo democrático de Américo Ghioldi- colocado sin pudor al lado del militarismo gorila. Sin espíritu de revancha en el análisis del pasado, hoy en día ¿cuántos socialistas están dispuestos a reconocer en el movimiento peronista, incluida la guerrilla Montoneros, los rastros de algunas de sus ideas? ¿Cuántos peronistas, incluida la tendencia insurreccional, se permitirían reconocer, desde su impronta “nacional y popular”, la inspiración del socialismo internacional? ¿Cuántos liberales y socialistas pudieron advertir las diferencias entre los nacionalismos antioligárquicos y antiimperialistas y el fascismo criollo? ¿Cuántos masones liberales y agnósticos socialistas han valorado los aportes cristianos contra los conservadores? ¿Cuántos católicos conservadores levantaron el puño para perseguir a masones y socialistas?

La historia argentina está cargada de desencuentros y antagonismos irreconciliables. Sus orígenes más remotos hay que encontrarlos en los primeros años de la independencia política y en las décadas subsiguientes. Aquellas turbulencias se apaciguaron en el gobierno de Julio A. Roca y su “Liga de gobernadores”, pero allí aparecen otros enfrentamientos, porque se constituye lo que en adelante será la “oligarquía”, apoyada en “la propiedad terrateniente, la ganadería, la estrecha vinculación con Europa, económica y cultural, y el culto al progreso indefinido”, según el recuento de Noé Jitrik (El mundo del Ochenta). Al definir la conducta de esta clase nacional, Jitrik anota “dos órdenes de conductas: primero, un conjunto de medidas para lograr el ingreso del país al mundo europeo (ahora lo llamaríamos ingreso al Primer Mundo), segundo, como es ya tradicional aunque siempre se vive como si fuera por primera vez, el sentimiento de que ya se ha logrado en virtud nada más que de habérselo propuesto”.

Esta segunda característica se reencuentra en la actitud del menemismo que insiste en instalar la actual realidad del país, tan despareja e injusta, en una perspectiva de bienestar y progreso que se acomoda con su voluntad y deseos, sobre todo. Es una actitud oligárquica, aunque la haya asumido un hombre surgido del movimiento popular más importante de este siglo, el peronismo. También en Perú, el ingeniero Alberto Fujimori surgió desde la base de la sociedad, montado en un movimiento de opinión sin antecedentes partidarios y terminó instalando una autocracia. El fujimorazo, en pocos años, cambió de sentido: primero significó la promoción de un líder aupado por las bases sociales que desconocían a los partidos tradicionales y ahora representa al autoritarismo que pasa por encima de la ley con tal de retener el poder a cualquier precio.

Con esas evoluciones históricas, más de una vez, las nuevas ideas fueron descartadas o asimiladas sin más examen que la moda o las relaciones de fuerza en el poder dominante. Como escribió el cura Rafael Braun, “es fácil a la distancia proclamar que todos los hombres son iguales, pero más difícil es aceptar que la propia hija se case con un extraño” (Criterio, agosto/98). La democracia de quince años tampoco pudo, con esa edad, cicatrizar heridas, recomponer tejidos, reelaborar culturas. Apenas si ha disimulado algunos viejos antagonismos (peronismo vs. antiperonismo), ayudada tal vez porque el peronismo gobernante se convirtió al “liberismo” de mercado. Asumió, en cambio, algunas ideas que le llegaron del mundo único del capitalismo, filtrado por el pensamiento de la extrema derecha “liberista”: el Estado inútil, la teología del mercado, la copa que se llena y desborda empapando a todos con el santo óleo del bienestar, los dictados de la economía como fallos inapelables de la voluntad divina, el descrédito de la política y una nueva división social entre excluidos e incluidos, por la cual los trabajadores se convirtieron en rehenes de sus patrones.

PACTOS Y COALICIONES Por algo más de dos años, la ilusión prosperó, pero ya no da para más, aquí y en el resto del mundo. El actual número de empleados plenos apenas supera a los existentes en 1993, con un Producto Bruto Interno (PBI) 23 por ciento superior, según datos de un reciente informe del Instituto de Estudios y formación de la CTA (Trabajo y civilización. Los datos de la experiencia argentina reciente). Como respuesta a ese agotamiento, en Europa, asoma la Tercera Vía. Aquí, hay un conglomerado de políticos parados en el centrismo: nadie quiere reconocerse a la derecha o a la izquierda de nadie. Hasta Menem, que se había hecho alto-rubio-de ojos celestes con su afición al mercado, ha vuelto a pulir el escudito y anda buscando gorilas para desafiarlos y ratificar su presumida identidad peronista, o sea la “tercera posición”, la misma sobre la que se para Eduardo Duhalde, su antagonista para la sucesión. La Alianza, donde hay liberales de centro-derecha, nacionalistas populistas y distintas variables de la izquierda, incluidos los socialistas democráticos, también es de centro y, a juzgar por sus dichos, coincide con Blair en que no importa donde uno se pare cuando se trata de políticas económicas y financieras, como si fueran sólo un instrumento técnico, algo así como el bisturí para el cirujano. Se cuenta por millones la cantidad de mutilados que carga esta sociedad por esa presunta capacidad de organizar las cuentas sin carga ideológica, a puro “pragmatismo”. Tiene razón Botana: demasiada moderación para una realidad tan inmoderada.

Además del centrismo, la otra ola nueva es la de las coaliciones. La idea europea de fusionar en una corriente única a liberales y socialistas (denominación que incluye variantes nuevas como los “verdes” y viejas como los socialcristianos), por aquí se expresa en “movimientos de opinión” con direcciones muy verticales. En el centro-derecha, la coalición dirigida por Menem, con retazos de la UceDé, del MID, de la Democracia Cristiana, de los “carapintadas” y de todos los “liberistas”. Del otro la Alianza que, por oposición al menemismo y por el origen de algunos de sus componentes, se coloca en el centro-izquierda. Es una propuesta atendible que, por lo pronto, cuenta con el favor popular en distintos países. Según Oppenheimer, “no sería extraño que muy pronto viéramos coaliciones de centro-izquierda ganar elecciones en Argentina, Chile, México y El Salvador”.

En verdad, esto de las coaliciones es una opción más amplia que la simple suma de partidos. Implica una reconstitución del poder, de su modo de funcionamiento y de sus relaciones con la comunidad que lo contiene. Consiste en encontrar nuevas formas de cooperación entre el Estado, el capital privado y la sociedad civil (o “tercer sector”) que no se limite a la actividad solidaria sobre realidades inmediatas. Blair lo explica a su modo: “Los Gobiernos, en el discurrir de esta centuria, han contado con los instrumentos adecuados para regular el flujo monetario, conceder ayudas sociales, construir viviendas o, incluso, embarcarse en guerras y llevar el hombre hasta la Luna. Ahora, han de adquirir nuevas capacidades, a saber: la capacidad de trabajar en conjunción con el sector privado y con el voluntario, de compartir la responsabilidad, de responder a una sociedad mucho más exigente y de cooperar de nuevos modos a escala internacional”. El mexicano Carlos Fuentes cree que la nueva relación obliga a la formación de una tríada -tercer sector, democracia y cultura- que tienen que ir juntos, como las ruedas de un triciclo.

No es moco de pavo. Hay que poner en vereda al capitalismo salvaje y construir una nueva cultura, casi una civilización diferente. Mientras tanto, la incertidumbre y el miedo hacen el caldo gordo a los fundamentalistas de todo orden, que son amasados por una mezcla de dogmatismo, búsqueda estéril de primitiva pureza y ensimismamiento hostil al “contagio exterior”. Las peleas por raza y por religión reviven páginas de relatos medievales. A propósito de los riesgos de la actual situación, Fuentes advierte con bueno tino dos peligros. Uno, que “hay demasiadas fuerzas alineadas a favor de una apuesta casi de libertinaje, lo que a su vez provoca como respuesta las fuerzas del autoritarismo”. El segundo riesgo consiste en el estallido social en América latina, porque “las democracias nuevas no rinden frutos sociales, culturales y económicos” y la gente, harta, “puede pedir otra vez la mano dura”, aunque no sea necesariamente del cuerpo militar.

Este sur del mundo parece un arrabal mísero plantado frente a un campo de golf. “Entre nosotros, la tecnología de punta convive con la barbarie”, acota Botana. En medio de toda esta maraña, hay una verdad que emerge de la “tercera vía” de Blair: “Los ciudadanos están buscando un rumbo”. Es lo único indiscutible. El futuro, en definitiva, terminará resolviéndose en el mismo lugar de siempre: en la cabeza y en el corazón de la condición humana, allí donde empiezan y terminan todos los relatos que perduran.