Fernando me dice que le gustaría dejar una antorcha siempre encendida para homenajear a los que todos los días se toman el cóctel. Se conmueve con la constancia de su pareja que toma las pastillas y hace ayuno sin chistar, sin quejarse. Es una gran tarea, pero ¿no será mucho? Me impresiona la forma en que la realidad puede fragmentarse y cada fragmento es un mundo que nos resulta único. Vamos por la vida mirándonos el ombligo como si ese fuera el centro del universo, todos los elementos parecen ordenarse alrededor nuestro. ¿Por qué me pasa esto a mí? ¿Qué hice yo para merecer esto? Preguntas retóricas que vuelven. Cuando estamos arriba miramos el horizonte. Cuando bajamos, el único paisaje es la punta de nuestros zapatos. Tal vez hay alguna razón para lo que nos sucede, en cada cosa se pueden leer mensajes, pequeñas historias que construyen el jeroglífico de nuestras vidas. Pero no creo en el sistema de premios y castigos. En algún momento, nos guste o no, la vida nos pertenece. Y la felicidad y los aciertos no siempre reciben aplausos sino ese silencio que sólo notamos cuando algún grito quiebra el suave rodar de la vida. Ninguna realidad es más pesada que la nuestra, podemos asomarnos a los diarios y leer que el mundo se derrumba pero nada nos va a doler ni nos va a alegrar tanto como eso que nos sucede entre las cuatro paredes de nuestra historia. Una historia pequeñita que tal vez reciba como única recompensa poder dormir sin pesadillas o el afecto de los que nos rodean. Tomarse las pastillas puede parecer algo tremendo, algo digno de homenaje. Pero tiene su verdadera dimensión en el contraste. Hace poco menos de tres años las únicas buenas noticias que incluían al vih se leían en la voluntad de vivir de los pacientes. El cóctel apareció tímidamente, selectivamente para quienes podían acceder. Hoy todavía hay muchos baches. Las pastillas son difíciles de tragar y cada olvido anuncia peligro. No sabemos todavía cuánto va a durar esta meseta en la que estamos donde todo parecer estar bajo control, pero podemos olvidarnos de otras cosas. Podemos desarmar más fácilmente esa condena a muerte que parecía ser el diagnóstico. Podemos pensar en el cóctel antes que en las enfermedades oportunistas. Pero la tentación es grande. La punta de nuestros zapatos parece contener el universo y de nuevo vuelven esas preguntas que nos torturan: ¿Hasta cuándo? ¿Por qué a mí? Tal vez sea egoísta pero a veces es útil recordar esa vieja frase de nuestros viejos: Hay chicos que no tienen que comer. Y entonces como en un rompecabezas nuestro fragmento se articule con otro y podamos ver de nuevo que lo que tenemos es más que lo que nos falta. Marta Dillon |