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Clara de noche
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Convivir con Virus

UNO. Puede ser que me equivoque. Pero los veo en la esquina y no hay mucha posibilidad de error. Tienen mucho tiempo desde que el lunes se terminó y hasta que el martes despunte. Y en ese intervalo son dios y su hermano menor cantando hasta que me muera el nombre de una banda de rock que habla su idioma. Y eso basta. Mientras tengan cerveza y algo para fumar. El universo se cierra en esa esquina. Es todo lo que tienen y no quieren saber más. Llegará con el día la falta de trabajo, el alcohol fermentando en el estómago, las horas muertas en busca de cerveza, de algo para fumar. Pero brilla en esos ojos rojos de humo. Y todavía saben de encontrarse. De besarse tan profundo que las muelas se chocan y el placer se detiene para que el futuro quede un poco más lejos de esa esquina donde ellos se juntan y sienten que a pesar de todo, alguien, habla su mismo idioma.

DOS. El teléfono está al lado de la cama, a la distancia precisa del brazo que se descuelga desde la altura del colchón. Se juró que no va a volver a discar. Pero lo hace. Revisa toda la casilla contactos. Contesta un mensaje. Dice que es rubio, que es alto y que tiene novia. Que los hombres sólo le gustan después de hora. La mano libre se aferra a su sexo como un náufrago a un tronco. Después de veinte minutos, cuelga. Se jura que no lo volverá a hacer. Pero siente que no tiene salida. El teléfono le regala la fantasía de otras manos sobre su cuerpo. Y ya no cree que los sueños se conviertan en realidad. Se cansó de los rechazos. Se cansó de que lo confundan con un virus. Esta harto de ser el chivo expiatorio de la histeria general. Pero no sale de su encierro. Y el insomnio conduce su mano, otra vez, hacia el teléfono.

TRES. Huye hacia delante. Se viste de reina y desfila por su comarca. La disco arde. Hay tanta gente que es difícil caminar. Pero la cresta que le engalana el pelo se distingue entre las cabezas que se mueven al mismo ritmo. No sabe cómo, pero de pronto alguien la besa. Y ella contesta. Después la besa alguien más y un botón se suelta de su camisa. Baila hasta salir de su cuerpo y cae en un sillón donde su cuerpo se enrosca con otro. La noche está dulce en esa boca que explora. La invitan a salir. Se sube a una combi con los vidrios polarizados. Hace el amor mirando la calle Corrientes de madrugada. Desde adentro se puede ver a los chicos que se apoyan sobre las ventanas ciegas de la camioneta. Huye hacia delante y no le importa. No llevaba forros y no le importa. A ninguno de los dos les importa. La noche está dulce y una vez más ella confía en su suerte. Total, lo que tiene que pasar, pasará.

Marta Dillon