Le doy las últimas pitadas y la boca se hace redonda, abierta para el beso. Me tomo el humo entre un montón de silbidos, con la cara arrugada, hasta que la brasa se acerca peligrosamente a mis dedos. Nunca uso tuqueras. Me encanta regalar el último tramo, dárselo a los santos de la casa, al jardín, o al fuego. Es una ceremonia doméstica que se cumple sin esfuerzo, como quien tira un pan y antes le da un beso. Pero me mantiene conectada con la belleza de las cosas. Cuando fumo porro dejo de sentirme una extranjera. Estoy en el mundo y el mundo está en mi ombligo. Ida y vuelta, puedo mirar. Y me miro. Siempre tengo cosas pendientes. Una larga lista de cuentas por pagar. Llamados telefónicos, miles. Una culpa lejana por lo que no hice. Unas cuantas tomas de cóctel que me salteé. Pero no es eso lo que quiero mirar. Prefiero detenerme en esta armonía de feriado en la cama, después de que el día se desarma en un montón de placeres por desear: el desayuno, la lectura lenta de cualquier cosa, los abrazos de mi hija en la cama. Anoche vi el especial sobre la marihuana que hicieron en Zoo y algo me quedó dando vueltas. Se habló casi exclusivamente de los usos medicinales del porro, especialmente de los beneficios para pacientes terminales y crónicos. Se habló de alivio y la verdad es que puedo reconocerme perfectamente en esos testimonios en inglés que se repitieron en el programa. Cuando tomaba indinavir lo único que me quitaba las náuseas eran unas pitadas. Pero a veces no era muy práctico empezar a fumar a la mañana, con la primera toma, porque después se hace difícil trabajar habiendo tantas cosas para contemplar. Pero me salvaba de ese mareo tóxico de las pastas. No puedo negar los beneficios clínicos de la marihuana, pero la hipocresía se transparenta en ese énfasis médico. Como si todo necesitara una razón de ser útil, productiva, para alcanzar su legalidad o al menos su aceptación. Y el porro no es precisamente útil. Es nada más que un regalo de la naturaleza para que tomemos de él y bajemos la guardia. Es un placer y tal vez sea ésa su única cualidad: romper con el cristal de una vida comprometida por cientos de cosas siempre pendientes y dejarnos en el intervalo en que sólo nos importa la belleza. Es algo que podemos hacer con nuestro cuerpo y para nuestro cuerpo y por suerte en eso no tenían nada que ver las recetas. Sería bárbaro que además los doctores sugirieran fumarse unos porritos a aquellos que necesitan relajarse o simplemente reconciliarse con la alegría de la vida. Pero mejor todavía sería evitar toda clase de intermediarios. Tirar unas semillas en la tierra para no tener que comprar a precios de oro y que nadie reglamente esa ceremonia del humo que limpia la cabeza de las urgencias cotidianas. Es triste que sea la amenaza de la muerte lo que nos exculpe de disfrutar de esos placeres que sólo sirven para eso: sentirse bien, aunque sea por un rato. Marta Dillon |