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Convivir con Virus

El Chino es un pibe de Wilde. Su papá es un viejo dirigente sindical del antiguo gremio de Luz y Fuerza y el Chino se asomó al mundo del trabajo apenas terminó la secundaria. Le gustaba ir a laburar por más que tuviera que levantarse temprano. Era técnico electricista, pero no de los que arreglan cables pelados en las casas. El formaba esas cuadrillas de obreros que reparan los tendidos de alta tensión. A veces le tocaba trepar a las torres, con las herramientas colgadas de su arnés y jugar a la vida y a la muerte tocando esos hilos de acero que pueden quemarte en un instante. Otras le tocaba ir bajo tierra, por las alcantarillas, para revisar la distribución de energía eléctrica. Entonces se juntaban varios al mediodía y un poco adentro y poco afuera de esa carpita que instalaban en el medio de la calle, comían sánguches de salame con vino camuflado en botellas de coca. El Chino se acuerda de eso y el trabajo le parece una fiesta. Sobre todo porque después de un día cualquiera, después de ocho o nueve horas seguidas entregadas a la empresa, volvía a Wilde y allí lo esperaban los pibes, en la misma esquina de siempre, escuchando casi la misma música de siempre, tomándose una birrita y quemando un fasito mientras la tarde se iba muriendo. Ahí él contaba cómo le miraba las piernas a las minas cuando pasaban cerca del pozo donde la estaba yugando y hacía tiempo mientras la vieja hacía la comida. En aquella época trataba de acostarse temprano porque si no al otro día no había manera de levantarlo. Fue una lástima quedarse sin trabajo, pero la vida es así y dentro de todo la empresa le dio algunos mangos como para que él se sintiera millonario un par de meses. Claro que la guita no es eterna. Intentó buscar algo para hacer, se presentó en un par de avisos que pedían técnicos calificados, pero en ninguno dio el perfil que buscaban. Poco a poco las tardes con los pibes empezaron a ser el día entero tirado en la misma esquina del kiosco donde se escuchaba casi la misma música de siempre .-los grupos sacan nuevos discos y ellos eran fanáticos de unos pocos-. A la hora en que antes empezaba, el Chino ya estaba pasado de birra y así fue como de aburrido nada más se gastó la indemnización en merca y la merca se la metió por las venas. Hace un año lo internaron en el Muñiz, tenía hiv y además una enfermedad oportunista que él no quiere mencionar. Dice que lo trataron muy mal, como si fuera un lavarropas roto al que hay que reparar cueste lo que cueste. No quiso ir más al médico, los pibes lo convencieron de que al sida no hay que darle bola porque si no te mata. Y él no quiere contradecirlos. No es el único que tiene el virus en esa esquina, dos se murieron hace un par de años y los que quedan todavía escriben esos nombres en las paredes del barrio para que todos sepan que no los olvidan. Ahora el Chino tiene un problema en la piel. No sabe qué es y tiene miedo de averiguarlo, si se va a morir mejor no enterarse. Pero se entera. Sabe que hay medicamentos que puede tomar, tratamientos que podrían ayudarlo, las manos de su vieja que ya no cocina como antes porque está triste de verlo así, tirado, a él y a su marido que ya está jubilado y no sabe qué hacer con su tiempo. El Chino es un pibe de Wilde, todavía está fuerte como cualquiera a los 28 años. Pero el cuerpo le pide tregua y él tiene que tomar una decisión. Ojalá que lo haga antes de que la parca decida por él.

Marta Dillon