Mi mesa está vacía. Quité de ella todo. Lo que sobraba, lo que adornaba .que es lo mismo-, los restos del día, los amuletos. Estoy sola en esta mesa vacía y el rumor de las cosas todavía habita en la madera. Los dedos juegan en sus dibujos, la mente se pierde en esta extensión por una vez despojada. Me saco la ropa. En mis manos quedan anillos que encierran cada uno una historia. Los dejo. Necesito algo que me cuente el personaje que todos los días construyo de mí. Tengo miedo de perderme sin mi maquillaje y entonces pongo a rodar los anillos. Es un desafío que no quede nada. Que sobreviva la mujer. Treinta y dos años. Una hija. Un amor. Cuatro amigas del alma. Cientos de secretos. El balance es injusto. Un impulso de la mano que me salva la vida y la anota sobre el papel. El ritmo constante de la sangre, la caída de las pestañas, un pie que se agita buscando un rumbo para el desnudo a que me someto. La vanidad se queda ovillada en mi axila, crece deforme como un tumor. Estoy sola, me digo, hay un único lugar en esta mesa, no me puedo mostrar. Miro mi vientre y la ausencia acude con su fantasma a llenarme de los hijos que ya no voy a parir. Algunas cosas empiezan a tornarse inexorables y no sé cuando tengo que aceptarlas. Sucede con los afectos, es inútil y bastante soberbio querer cambiar a la gente. Y al mismo tiempo todo es tan relativo. El sida no se cura pero podés vivir tanto tiempo que se domestica al miedo. En esta mesa vacía, en esta silla, desnuda, sigo siendo yo. Y respiro los límites, las amarras que me sostienen. ¿Cuántos de mis hábitos estarán restando tiempo? Aprendí unas cuantas máximas para inventar todos los días que cada uno podría ser el último. Ahora la amenaza queda lejos y no puedo separar la paja del trigo. ¿Hasta cuándo puedo proyectar? ¿Cuáles son las urgencias? Por ahora doy algunos pasos, el futuro queda demasiado lejos, no puedo controlarlo desde acá. Voy al gimnasio y hago dieta, me impongo el ocio como tarea. Por esta fecha la tristeza me abraza. Ayer se cumplió un nuevo aniversario de la desaparición de mamá. Si me vieran ahora, mamá, sin más artificios que los que tenía cuando me pariste y el peso de los años dándome esta forma. Tengo más o menos tu edad. Como soy ahora te recuerdo, dejando caer tus pestañas para conquistar al mundo. Cómo me gustaría perderme en tus brazos y no temer a nada. Pero estoy acá, en esta mesa vacía que tal vez sea un homenaje a tu ausencia. El dolor absoluto de saber que no volverás me cobija de tantos días de incertidumbre. Igual, siempre vuelvo a tus brazos y con el silencio me visto. La ropa, mis anillos, los afeites esperan en el piso. Mañana será otro día. Marta Dillon |