A cinco años de su debut, y ya convertida en una de las solistas pop más inquietantes de la década, la islandesa Björk desembarca en Buenos Aires con su inmenso archivo de géneros y estilos, un año después de su frustrada visita, para reivindicar su condición de outsider. Y la nuestra.
Desde la suave portada de un disco de 1993, una chica pálida y frágil, con el pelo partido al medio y la boca tapada por las manos, parecía buscar en el mundo la respuesta a una súplica silenciosa: por favor, protéjanme. Conceptual hasta la redundancia, el título del disco -Debut- sonaba como el aval más cándido de la imploración. Cinco años más tarde, cuando Björk Gundmundsdóttir ya es la solista pop más fulgurante de la década, algunos detalles de aquella tapa tímida siguen flotando en el aire como cristales de una ilusión: las dos lágrimas quietas bajo los párpados, ese aire desvalido de chica recién salida de la ducha, la rareza de una juventud achinada y blanquísima, los puños del pulóver hasta la mitad de las manos, en un alarde de friolencia desamparada. Ese retrato de artista cachorra habría bastado para derretir cualquier témpano. Pero adentro había un disco, y adentro del disco un puñado de canciones sofisticadas y radicales, y entre las canciones, arreándolas con una energía despótica, una voz insolente, acaso la más idiosincrática que hayan hecho oír los años 90. La foto de tapa retrataba a Björk-Jeckyll; el sonido y la voz, a Björk-Hyde. Esa desconcertante máquina sonora era el reverso limpio e implacable del mito de fragilidad que proclamaba la tapa. Ni súplicas ni temblores friolentos: Björk no había nacido para pedir nada. Islandesa, descendiente de vikingos, había nacido para seguir haciendo la guerra pero por otro medio: el hechizo.
El debut de Björk fue fulminante, y el aura exótica de su origen no hizo más que avivar los relámpagos. Pero la voz que vino del hielo no estaba sola. Formaba parte, en rigor, de una extraña familia nórdica que desde principios de la década venía contaminando el paisaje de la cultura central con las inflexiones bizarras de un manojo de idiomas periféricos. En la vereda opuesta a la que habían baldeado Abba y Roxette, que borraron esos acentos de los márgenes en los standards más universales de la industria cultural, el clan de Björk -un clan de sensibilidades afines, menos regido por voluntades o programas que por el azar de un clima común- franqueó los límites de la insularidad nórdica y permeó la corteza del continente con el virus de una estética curiosa: la estética del frío. No todos sus miembros hicieron la carrera que hizo Björk, pero todos -cada uno a su modo- fueron responsables de algunos de los escasos entusiasmos artísticos que ha proporcionado este fin de siglo: la voz monocorde, como empequeñecida de Stina Nordenstam (Dynamite) y la ironía tortuosa de Jay Jay Johansson (Whiskey); la prosa icelacionista de Peter Höeg en La señorita Smila; el cine inclemente y áspero de los hermanos Kaurismaki, que sedujeron a Wim Wenders, a Jim Jarmusch y el inmenso Eddie Constantine; los primeros films de Lars von Trier, que en el último Festival de Cannes, ya como cineasta consagrado, anunció lacónicamente su proyecto para el año 2000: un musical con... Björk. Es improbable que de esta avanzada nórdica surja un movimiento orgánico, y también es una lástima. El slogan ya está y reza: cold is beautiful.
Tres discos (Post, Telegram, Homogenic) y un par de videos memorables después de su Debut, Björk ya ha demostrado que la reivindicación cold es algo más que un alarde de aislacionismo vikingo o un parti pris térmico. Ecléctica hasta la médula, salvaje y autoconsciente a la vez, precoz y antigua, Björk (la voz de Björk, lo que Björk hace con su voz y con todo ese inmenso archivo de géneros y estilos al que se asoma su condición de islandesa) parece corroborar las virtudes del dictamen con que Borges envalentonaba, en la década del 30, a argentinos, irlandeses, judíos y demás culturas desplazadas del mundo: la condición periférica no es una tragedia sino una potencia; para el aislado, nada del ancho mundo es ajeno. Así, el gran arte de Björk, esa extraterritorial, es una cuestión de exterioridad y de acento, dos fuerzas que deslumbraban ya en Debut. Exterioridad para poder hacerlo todo con todo: para zigzaguear entre la música disco y el music hall retro, yuxtaponer samplers y arpas, enfriar el pop y atizar baladas folklóricas. Motion music. Acento para hacer resonar, en el cuerpo del inglés -el esperanto del pop-rock-, las virtualidades de otro idioma, idioma menor, fonética intrusa y hermética que se abre paso enrareciendo y distorsionando la fidelidad de la lengua anfitriona: cantar en inglés, sí, pero cantar el inglés entrecortándolo, disecándolo, arrastrándolo, artificializándolo hasta el límite de convertirlo en una lengua extranjera, y extranjera, ante todo, para sí misma. Esa es la operación Björk: una maquinación de outsider bilingüe, capaz de extraer, de las más rudimentarias articulaciones fonéticas (dicción, pronunciación, prosodia, ataque, incluso respiración: ¡ah, la respiración de Björk!), una vitalidad sonora que es pura energía musical.
En una entrada de su Diario, Brian Eno, que suele compartir con Björk sesudas sesiones de sauna en un exclusivo health club de Londres, escribe que hay dos tipologías extremas de cantantes: los flotadores y los buzos. Los flotadores consiguen sus mejores efectos cuando logran mantenerse impávidos en la superficie de un fuerte vórtice sonoro; los buzos, cuando explotan la succión de la música para librar con ella grandes batallas pasionales. La clasificación es bella, aunque Björk tal vez no encaje en ninguna de las dos categorías. Björk flota y batalla, surfea y se hunde, pero esas destrezas son meros pormenores. Su canto es como la música radical e inaudible de la Josefina de Kafka, que arrastraba a los ratones del pueblo en un delirio nómade: un canto puro, irreductible, capaz de sobrevivir a las tentaciones de cualquier territorio. Primero y principal: el territorio de la música pop.
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