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Por MARIA MORENO
El mercado nos pide putas, no secretarias, dice Lohana Berkins, la líder de ALID (Asociación de Travestis Argentinas), porque a una travesti la obliga a estar mostrando todo el tiempo lo que quiere ser. Entonces el primer eslabón es la prostitución. Allí sí somos aceptadas como diosas. Eso sucede porque nos niegan el derecho a la educación, a la salud, al saber, sin tener que hacernos invisibles. Hace poco en Estados Unidos vi a dos travestis que eran banqueras. Yo les dije: En mi país no podrían ser ni las barrenderas del banco.
Lohana y unas compañeras han presentado un proyecto ante la Legislatura para acabar con la discriminación: Es necesario que la escuela intente retener al niño travesti y que, si no lo logra debido al rechazo, dé los elementos para que éste se eduque en casa. Que en los hospitales el ingreso se registre reconociendo el nombre elegido y no el del sexo biológico. También que haya equipos de apoyo para las distintas etapas de la identidad travesti, como la implantación de hormonas, para que no pase como con una compañera que se puso 20 litros de siliconas, reivindica.
Es difícil imaginar el cumplimiento de un proyecto así, pero probemos. Supongamos que no se conceda la educación en casa a la que aspiran los menonitas (y que los nobles, en cambio, han conseguido durante siglos entre un ruido políglota de institutrices, espadachines y halcolneros). Pero sí puede pasar que el prototravesti no sea obligado a desdisfrazarse para enfrentar un destino que ni él puede eludir: la educación común. Es decir: que asista a la escuela.
Pinocho no quería ir. Adicto a las sombras paraescolares que el bosque de los cuentos prodiga en esa zona liberada (entre la escuela y la casa de los padres), se magulla entre ladrones y zorros en su huida del stalinista grillo de la conciencia. Y ante esa monserga que lo acosaba, durante el tiempo de su resistencia a transformarse en niño, con su Desgraciados los niños que escapan de la casa de sus padres y no van a la escuela, la noche los tragará para siempre, Pinocho respondió jocosamente ¡Buenas Noches!, reclamando el derecho a permanecer de madera.
Dominguito, ese Sarmiento en diminutivo, tenía un caballito medio ciego que solía desviarse en el camino a clase para que su dueño siguiera a un carromato que transportaba un teatro de títeres de cachiporra. O se deleitara escapando del librito escrito al carbón con que solía atormentarlo el Tata adoptivo, para vender en la calle estampitas con vidas de santos, negocio que compartía con el hijo del jardinero.
Durante siglos los niños burgueses tuvieron que buscar las figuras del placer, del peligro, de la diferencia, fuera de dos encierros -casa y escuela-, es decir: en el espacio entre ambos. Es por eso que las fábulas ejemplares sobre desvíos -desde la que Freud hace de la femineidad hasta Caperucita Roja- suelen recurrir a la metáfora del camino. Por eso las escenas del camino, tan cerca de la puerta de las casas las que siguen preocupando a los vecinos sensibles de Palermo. Allí el travesti imaginativo suele ofrecer, con el cuerpo subrayado del sexo elegido, una pedagogía al paso: se puede ser de todos los modos. Ya antes, cuenta Lohana, en Panamericana o en los aledaños de la plaza Miserere -que inútilmente quiere decir Ten compasión-, los vecinos abrieron sus cabildos abiertos para evitar que los niños avisoraran desde una ventanilla, durante el regreso desde los countries, ese remedo del bosque como símbolo de la tentación y el deseo no santificado que murió con el cuento de hadas.
Hasta hoy se estaba seguro de que la escuela, como un clon pedagogizado de la casa de los padres -por eso llamada el segundo hogar-, preservaba de esas escenas. Hoy el bosque la ha atravesado: una maestra puede cumplir el deseo que las hadas parecían reprimir (iniciar sexualmente), el arma mortal empuñada por un inocente descargarse sobre otro; la bruja envenenadora puede ser sustituida por un dealer mientras que, por las paredes porosas de la institución escolar, los maestros escapan para protestar bajo el emblema inmobiliario de la barbarie incivilizada: la carpa. Si el proyecto de Lohana es aceptado, junto a los compañeros de banco (esos ruidosos varoncitos que dardean con compases el pizarrón o rayan de penes erectos el pupitre o hacen viento al profesor) habrá algunos dispuestos a vivir la vida en rosa. Contra toda ilusión de control social, el camino se habrá instalado en la escuela. Los niños buenos tendrán miedo; los otros seguramente decretarán la caída de una institución reformista: la rata.
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