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Clinton: del minimalismo a la Gran Novela Americana, ida y vuelta
Por Alfredo Grieco y Bavio
Las preguntas que Bill Clinton contestó el lunes a la tarde durante más de cuatro horas al fiscal independiente Kenneth Starr eran las que ningún americano querría padecer, pero las que todos querían hacer. A las diez de la noche, desde la Sala de Mapas de la Casa Blanca, Clinton pronunció un discurso que fue una obra maestra del minimalismo. Una pieza breve, complaciente, resentida, ambiciosa, plagada de sobreentendidos, leída con la corbata que le había regalado Monica, y editada por asesores que le quitaron las aristas y las insidias, y la hicieron tersa e impersonal. Después, el presidente partió a su reclusión en la isla de verano, Marthas Vineyard: una Martín García turística en la Nueva Inglaterra gentil: silencio, astucia y exilio.
El jueves, el presidente que pedía perdón se había convertido en el ángel exterminador de los imperdonables. Miles de millones de televidentes fueron testigos de un doble y delicado contrapunto épico-lírico entre el tono triunfal de la fecha (bíblico, whitmaníaco, de avasalladora Novela del Destino Manifiesto Norteamericano) y el compungido e íntimo de sólo tres días atrás. Pero también entre el presidente que expresaba una satisfacción inocultable y vindicativa por la destrucción de las nuevas Sodoma y Gomorra, y una Monica Lewinsky que simultáneamente era interrogada por Starr, y desmentía una vez más al presidente perjuro.
Los misiles que destruían a los antibióticos (y/o las armas químicas) del terror en Jartum y a los terroristas reunidos en la Gran Reunión Terrorista de Afganistán (en un jueves digno del Hombre que fue Jueves de Chesterton), se llamaban irónicamente Tomahawk, como las hachas voladoras con que los indios iroqueses combatían al hombre blanco. Y Clinton terminó su discurso del Salón Oval diciendo We shall prevail (Triunfaremos), una fórmula calcada del We shall overcome (Venceremos) de la lucha por los derechos civiles de los afroamericanos en la década del 60. Porque las acciones gloriosas de la jornada no podían dejar de aludir y reflejar el inescapable pretérito de la historia de Estados Unidos: un siglo XIX signado por el genocidio de los indios americanos nativos y por la esclavitud (nuestra institución peculiar).
Gore Vidal dijo que el único motivo por el que se lee literatura norteamericana es que Estados Unidos es el país más poderoso y rico del planeta. Uno de los sentidos más inmediatos y pedestres en que puede entenderse la afirmación es que la cultura del país de los libres ilustra sobre quienes lo habitan. Puede pensarse que por un reflujo no siempre detectable en sus alcances a veces ocurre lo contrario y así en el minimalismo presidencial resuena el literario. Raymond Carver empezó a escribir en los 60 y libró una guerra en la que el minimalismo salió victorioso al frente de la Brigada Ligera, más allá de quién haya puesto los puntos y las comas, o decidido el número de páginas de sus relatos. En la era en que el Nuevo Periodismo construía narraciones que revelaban, o procuraban revelar, aspectos de Norteamérica que la observación intelectual y social de los Grandes Judíos había desatendido, y cuando la metaficción se empeñaba en sus experimentos estilísticos radicales, Carver empezó a insistir con temas como la pesca, la bebida, y la infidelidad. En cada tragedia doméstica, el narrador carveriano dice en un momento dado Déjenme que les cuente algo sobre un tipo que conocí. Este procedimiento de un relato dentro del relato fue el de Clinton: el primer tipo que encontró fue el fiscal Starr (relato del lunes), el villano que interrumpió la paz conyugal y la extramatrimonial; el segundo, el réprobo magnate saudí Osama bin Laden (relato del jueves), un villano más exótico y recóndito, el culpable secreto de los atentados de Kenia y Tanzania, la bestia negra que hay que bombardear en sus guaridas y santuarios. En Carver la historia interpolada suele ser un espejo de la vida del narrador, y no es desagradable fabular y descubrir en Clinton al doble de Starr y, sobre todo, de Bin Laden. La mayoría de los cuentos de Carver carecen de desarrollo, y no tienen un final. Simplemente terminan. En el cuento Algo más, un borracho a punto de abandonar a su mujer y a su hija (no, no Chelsea) anuncia: Quiero decir algo más. E inmediatamente Carver agrega: Pero no se le ocurría qué podía ser. Así acaba el relato. En Carver, la responsabilidad de pensar las consecuencias de las acciones y percepciones de los personajes brilla por su ausencia. Los lectores de Carver piensan que pueden escribir tan bien como su maestro. Y la verdad sorprendente es que sí, que es cierto, que no se equivocan. Clinton, un atleta de la irresponsabilidad, es el mejor alumno involuntario de Carver. Puede cambiar el género o el tono del discurso, pero no ese estilo minúsculo, o minimalista, que Bioy Casares definía como de pan rallado.
El problema es que Clinton es un mal protagonista para Carver: no lo imaginamos con un trabajo mal pago ni viviendo en una casa rodante. Se parece más a ese otro ídolo estadounidense de adolescentes clasemedieros: Holden Caulfield, el protagonista de El cazador oculto de J. D. Salinger. Su autor fue un precursor de la militancia minimalista, un popular escritor de literatura infantojuvenil que supo preservar su reclusión budista y fundamentalista casi con el mismo éxito que Bin Laden la suya, integrista también, pero islámica. Blanco, heterosexual, mesocrático, con casa propia y servidumbre, Holden es un heredero virgen cuyos únicos problemas puede resolver solo, o con la ayuda del terapeuta (y los padres pagan las sesiones). Su vida está preservada de la precariedad laboral, de las miserias cotidianas, de acordarse de descongelar la heladera. Elizabeth Bishop señaló el tedio, la prolijidad y la afectación de Salinger, y su felicidad por ser como es. Pero entre la opinión de la poeta lesbiana y el alumno Clinton (un Holden que se curó de la virginidad pero quiso guardar la inocencia) el público norteamericano ya eligió, aunque condene los extravíos que confirman la norma.
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