Por SANTIAGO RIAL UNGARO
Cuando en 1993 Mónica Castillo decidió concentrar sus esfuerzos en hacer y rehacer su propia efigie, como eje de su obra plástica, la idea era obligar al retrato a cambiar su función histórica: ya no representar el yo del artista sino desidentificarlo, distorsionando u ocultando su aspecto en una obsesiva serie de autorretratos. Reproducidos y deformados hasta el hartazgo en cada uno de los cuadros y de los objetos en exposición en Ruth Benzacar, los múltiples rostros de Mónica Castillo confirman y demuestran lo que proclama el título de esta muestra: Yo es un otro.
Nacida en 1961 en la Ciudad de México, Mónica Castillo se ha convertido en una de las artistas contemporáneas más importantes en su país con sólo tres muestras individuales en su haber (esta exposición itinerante formó parte de la megamuestra Los otros modernos que se exhibió el año pasado en Berlín a modo de respuesta a la polémica selección El arte en el siglo veinte: la era del modernismo, curada por Christos Joachimides). La obra de Castillo continúa a su manera la violenta tradición de la pintura mexicana: ese afán de transformar los traumas históricos en valor iniciático gracias a la exhibición de las cicatrices personales del artista, en palabras de Cuauhtémoc Medina. Pero, a la vez, Castillo pretende que su obra enfrente esa mitología que estigmatiza todo el arte mexicano con prejuicios exotistas y sentimentaloides. Su idea es evitar lo que parece haber pasado con Julio Galán (cuya obra pudo apreciarse en la Fundación Proa el año pasado): que ese ejercicio sistemático del autorretrato termine erigiendo al artista mismo en un fetiche de consumo mayor que su propia obra.
El paradigma de esta tendencia es, por supuesto, Frida Kahlo. Es en ella justamente que esta identidad sangrante, esta bitácora de la tragedia personal, tiene su mayor y más importante exponente. Casi todos los cuadros de Kahlo tienen una Frida en una lugar prominente. En todos esos autorretratos, tan vinculados y relacionados con su propio drama personal, este dolor encuentra su máxima expresión y su punto más delirante, hasta alcanzar una suerte de exhibicionismo del sufrimiento íntimo, enarbolado como epifanía de profundidad.
Es lógico (y saludable) entonces que una artista de fines de siglo XX se proponga establecer una distinción entre exhibición y exhibicionismo. Lo verdaderamente curioso es que Castillo asuma este desafío partiendo de sus propios autorretratos. ¿Se puede evitar el narcisismo en una exposición que gira obsesivamente alrededor del rostro de la artista? Para empezar, hay que entender que el retrato ha sido siempre uno de los géneros plásticos más imperturbables y se ha mostrado inmune a la influencia de los distintas vanguardias. Es difícil no pensar en la persona retratada cuando se ve un retrato.
Buscando escapar a esta limitación, la búsqueda de esta joven artista formada en Roma y Stuttgart parte del carácter de cosa del propio rostro y de su materialidad. La cabeza sola, fragmentada del cuerpo, adopta el formato frío y funcional de las fotocarnet, con su pequeña estética propia de las oficinas estatales. A partir de diversos tratamientos, el rostro de Castillo va a ser el espacio en el que la artista reflexionará sobre los otros. Divididos en tres bloques (La materia, Los otros y La imagen), los cuadros y objetos de la muestra están sujetos a sus significados materiales. A la manera sartreana, en todas las obras son los otros los que interfieren en la creación del semblante: el conflicto con los otros está situado en una batalla entre los ojos que habitan una cara y los ojos que la miran. Tal es el caso de Autorretrato de piel, en donde el realismo excesivo frente a lo corporal (en este caso, la piel), no sólo erosiona la convicción de realidad, sino que directamente genera repulsión: la piel queda despojada de todo su poder para generar deseo o empatía. Así es como se suceden obras en las que el énfasis está puesto en los detalles de la piel, las uñas, la caspa, heridas y hematomas: todo un catálogo de desastres dermatológicos prohibidos y condenados por la moda que muestran en forma obsesiva y exacerbada la dramática y fatal lucha femenina por mantener una imagen. Lo que las imágenes de Castillo exhiben es lo que las imágenes, en su proceso de socialización, intentan (en vano) ocultar. La maleabilidad de la apariencia personal entra en conflicto con la concepción del autorretrato. En definitiva, un rostro tiene infinitas imágenes posibles, imágenes que están creadas y condicionadas por los demás. Como consecuencia de esta dispersión esquizofrénica (cuyas posibilidades son infinitas) Castillo termina, por desgaste, negando su propio rostro, desvirtuando las cualidades que lo hacen único e irrepetible.
Completando la muestra, los objetos que conforman la instalación acentúan la sensación de vacío: tantas representaciones no hacen presente a Mónica Castillo, sino que insisten en su ausencia. Con sus sutiles variaciones temáticas, los paquetes, las cejas y los muñecos parten la hipótesis de base según la cual todo autorretrato es una cartografía de la subjetividad. Mas allá de las explicaciones discursivas y teóricas, lo que permite observar la exposición Yo es un otro es un retrato interminable e infernal en el que Castillo expone una burocracia que ella misma ha creado. Una burocracia que trasciende su propia identidad: que ya no es sólo personal, y que, cuestionando la confianza y la posición del artista (ver especialmente el Autorretrato como cualquiera, de 1996-97), muestra un rostro esfumado que retoma y redondea la idea del título de la muestra: el autorretrato del yo del artista es un otro. Imposible de identificar, ese autorretrato es la nada, lo indeterminado: cualquiera.
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AUTORRETRATO CON SEÑAS PARTICULARES, 1993. EL EXCESO DE REALISMO TERMINA CAUSANDO REPULSION.
AUTORRETRATO COMO CUALQUIERA, 1996/97. CASTILLO TERMINA NEGANDO Y DESVIRTUANDO SU PROPIO ROSTRO.
ALFABETO, 1996. LAS OBRAS DE LA MUESTRA ESTAN SUJETOS A SUS SIGNIFICADOS MATERIALES
AUTORRETRATO UNICO, 1994. UN ROSTRO TIENE INFINITAS IMAGENES POSIBLES CREADAS POR LOS DEMAS.
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