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El retorno del Zorro

Hasta ahora, el Zorro tenía cara de Guy Williams. Pero Steven Spielberg decidió -como es habitual- tener la última palabra. En La máscara del Zorro, el paladín enmascarado ya no es uno sino dos (Anthony Hopkins como Don Diego de la Vega y Antonio Banderas como Joaquín Murieta, el bandido reformado que se entrena para ocupar su lugar), y los inimitables villanos de antaño, el Sargento García y el Capitán Monasterio, responden a los pálidos nombres de Harrison Love y Rafael Montero. ¿Bernardo? Ausente con aviso.

Por RODRIGO FRESAN

El Zorro siempre vuelve porque, seamos sinceros, el Zorro nunca llega a ninguna parte. Es un hombre en suspenso y como superhéroe no da la talla: carece de poderes fuera de este mundo, como Superman, y ni siquiera lo impulsa esa oscuridad interior que hace que un millonario decida vestirse de murciélago y andar saltando por los tejados de la noche. Una página de Internet llega a definirlo como “el Zeppo Marx de los paladines”. Su predilección por defender a los humildes (difícil imaginarlo comulgando con el comisionado de Ciudad Gótica o, ya que estamos, con el presidente de Estados Unidos) lo convierte en un virtual espalda mojada dentro del panteón de los campeones de la justicia. Peor todavía: el Zorro es latino y, por lo tanto, mujeriego y bon-vivant y decididamente jodón. Como en su momento escribió Dolores Graña, seguidora del antifaz desde su más tierna infancia: “El Zorro es un tipo feliz, que se divierte haciendo quedar como boludos a todos sus contrincantes. No necesita plata, no quiere fama, no mata a nadie: es el auténtico cool-man latinoamericano con un hobby un tanto extraño, y eso es todo. Cualquiera de nosotros podría ser el Zorro, y de hecho, todos, en algún momento, lo fuimos”.

Cualquiera puede marcar una Z por joder. Y la espada -se sabe- es la más jodona de las armas (luego viene el látigo, instrumento que el Zorro también domina a la perfección). La espada es patrimonio de aventureros de raza, de espadachines decontracté. Pensar en los tres (o cuatro) mosqueteros, en los floridos Tulipán Negro o Pimpinela Escarlata, en Scaramouche, en ese falso jorobado que es el Chevalier Lagardere (protagonista de la reciente y encantadora ¡En guardia!) en los merry-men del bosque de Sherwood. Todos ellos tienen algo en común: conocen el lado oscuro de la calle o son aristócratas que se sienten más cómodos con los descastados en serio que con los aristócratas de abolengo sospechoso, sin que los obsesione la pulsión independentista de un Sandokán. Ya lo decía John Lennon, el más zorro de todos los rockers: “A working class hero is something to be” (“Ser un héroe de la clase obrera es algo que vale la pena”).

EN SU CORCEL, CUANDO SALE LA LUNA El Zorro apareció por primera vez invocado con la pluma (con la espada y la palabra), por un periodista de policiales llamado Johnston McCulley, que en sus ratos libres escribía para revistas de pulp-fiction como Argosy, All-Story Weekly y un engendro sugestivamente titulado Short Stories for Men. La primera novela en episodios del Zorro se tituló “La maldición de Capistrano”. La inspiración para el personaje le llegó a McCulley de los héroes de Dumas, pero también de honorables bandidos mexicanos como Joaquín Murieta, Salomón María Simeón Pico y el revolucionario José María Avila. Y la cosa ya estuvo rara desde el principio. Al tipo le gustaba cantar con cualquier excusa, podía conversar durante horas con la damisela de turno acerca de las virtudes de tal o cual perfume y -detalle más que inquietante- algunas de sus aventuras dejaban bastante que desear desde un punto de vista épico: “El Zorro ayuda a un inválido” o “El Zorro ensarta una paloma” o “Las tortillas calientes del Zorro” no son títulos que, seguro, resulten demasiado inspiradores. No importó mucho. Tal vez porque cualquiera puede aprender a espadear o -padres agradecidos- su disfraz no es muy complicado de confeccionar. El Zorro la pegó desde el vamos, por mortal, por imperfecto y por confuso. ¿Aristócrata perverso pero sin el pathos de un Bruce Wayne vampirizado por su sed de venganza? ¿Revolucionario de clase acomodada que preanuncia al Che Guevara? Otra vez lo del principio. A la hora de preguntarse por qué Don Diego de la Vega se toma todo ese trabajo, pudiendo ser feliz en su hacienda, la respuesta es una y es definitiva: por joder.

AL HOMBRE DE MAL, SABRA CASTIGAR Los malos del Zorro suelen ser malos de opereta y -tradición latinoamericana- suelen ser milicos o nuevos ricos. La constante se mantiene desde los tiempos de Douglas Fairbanks, pasando por Tyrone Power y Guy Williams, desviándose por la rareza de una Zorra (Linda Stirling, en 1944), la humorada fácil y homofóbica de George Hamilton y Alain Delon y los infaltables spa-ghetti-zorros, hasta alcanzar la astucia dual y esquizofrénica del Jekyll-Hopkins y el Hyde-Banderas. La gran astucia de La máscara del Zorro -la misma que supo ver el aquí productor ejecutivo Steven Spielberg en la saga de Indiana Jones- reside en su descarada voluntad abarcadora, en su deseo confeso y nada disimulado de agotar el género y exprimir al personaje hasta la última gota. Por eso, sí, La máscara del Zorro es una gran película jodona, que divierte divirtiéndose (alcanza su cénit en la mamarrachesca secuencia del baile, tango o flamenco o lo que sea) y que, si de algo es consciente, es de sus limitaciones a la hora de presentar un héroe limitado. Por prepotencia de época y geografía, a La máscara del Zorro le está velado el efectismo del efecto especial (con la salvedad de la secuencia casi Bond de la explosión de la mina); por lo tanto, opta por un truco bien zorro: dos de todo. Dos malos: el malvado terrateniente español Don Rafael Montero (Stuart Wilson) y el rubio capitán norteamericano (Matt Letscher), llamado -aunque usted no lo crea- Harrison Love. Dos Zorros, o en realidad casi tres, si se cuenta a la eficiente Elena Montero (lo más parecido una Chica Vargas, interpretada por Catherine -aunque usted tampoco lo crea- Zeta-Jones) corporizados por el clásico Don Diego de la Vega (Anthony Hopkins) y el sucesor Alejandro Murieta (Antonio Banderas, perfeccionando aún más su faceta de Mariachi Parliament). En esta última dualidad -la relación Merlín/Arturo pero también el aprendizaje mutuo del profesor Henry Higgins y Eliza Dolittle en My Fair Lady- es donde se apoya el auténtico encanto de La máscara del Zorro: la clara noción de que, otra vez, todos podemos ser el Zorro si contamos con el maestro adecuado.

MARCANDO LA Z DE ZORRO El Zorro es más mexicano que otra cosa (en cualquier caso, es un claro exponente del Nuevo Hombre del Nuevo Mundo, el Buen Salvaje coqueteando con la idea del Buen Revolucionario) y se sabe que México es tierra de superhéroes bizarros: el luchador de catch El Santo, el mentalista Kalimán y El Chapulín Colorado. La máscara del Zorro se beneficia de haber sido filmada en México no sólo por motivos económicos -como Duna o Titanic- sino por necesidad imperiosa de color local. La utilización de los legendarios estudios Churubusco del D.F. para los interiores, así como los paisajes encendidos de Tlaxcala, Pachuca y Guaymas determinaron, tal vez, que el lanzamiento internacional de La máscara del Zorro empezara por México un par de meses atrás, en simultáneo con Estados Unidos, y que su estreno tuviera casi las características de fiesta patria. Al fin un latino (por más que sea un español, cualquier cosa es mejor que un norteamericano, en México) se calzaba el antifaz y la gente volvía una y otra vez a ver la película para calmar su sed de venganza histórica, para gritar en el cine, para aplaudir hasta que dolieran las manos y para llenarse la boca de tortillas calientes entre función y función. Allí, en la pantalla, un tipo divertido cabalgando vistas de atardeceres escarlata que reproducen sin esfuerzo aquella California technicolor con la que, al final, se quedaron los gringos. Un enemigo -mejor ayudar a un inválido o ensartar una paloma- contra el que el Zorro ni se molestó en enfrentarse. Demasiado trabajo.