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LA NUEVA CENICIENTA

La película de Andy Tennant instala a su protagonista en la Francia del siglo XVI, pero con una personalidad muy distinta de la versión animada de Disney: la damisela espadea mejor que el príncipe, lee la Utopía de Tomás Moro, se hace amiga de Leonardo Da Vinci, noquea a una de sus hermanastras y termina convenciendo a casi todos los espectadores de que existió verdaderamente, y que era igualita a Drew Barrymore.


 

Por DOLORES GRAÑA

Lo primero que se piensa cuando aparece una nueva versión de Cenicienta es: ¿para qué? Primero está la cuestión del suspenso. De la falta de, para ser exactos. Todos sabemos cómo va a terminar, quién se quedará con quién, cómo serán castigados los malvados y cuán feliz será el público por lo menos por un par de horas (disimulando un poco, por supuesto, si se tiene más de diez años). Los vericuetos de la historia son lo de menos, porque el mayor atractivo de los cuentos de hadas es el final. Feliz, se entiende. Y en eso, Cenicienta es insuperable. Pero he aquí que esta nueva versión cinematográfica pretende insuflarle novedades, modernizar esa maquinaria atemporalmente perfecta, para transformarla en el fiel reflejo de lo que desea la década del 90 en el terreno de las fantasías infantiles. Si alguien asume el riego considerable de filmar el aggiornamiento de una historia como ésta, tiene que creer necesariamente que la suya es la última palabra posible sobre el asunto. Hasta que las cosas cambien lo suficiente como para que a otra persona se le ocurra la bendita idea de que hay que hacerle algunos retoques para adaptarla a la sensibilidad de su época. Y así seguiremos hasta el infinito.

El primer dilema de la película de Andy Tennant es cuál de las historias posibles contar: existen más de 500 versiones diferentes (la primera conocida es china, del siglo IX) incluyendo la sufriente huérfana de Perrault y el gore sin culpas de los alemanes hermanos Grimm con las hermanastras cortándose los talones para que les entre el cristalino zapatito. El encantador film de Disney estaba basado en el de Perrault, así que Cenicienta es, para casi todos, esa chica sosita, con peinado rubio de madera, hermanastras maléficas, hada madrina gorda, ratoncitos y calabazas. Pero (¡horror!) las cosas han cambiado: Cenicienta no es la niña indefensa de antaño, el Príncipe Azul dista de ser la definición de un gran partido y, lo más novedoso: ¡Tennant dice que Cenicienta fue reina de Francia! No se molesten en buscarla en el Gotha, porque sólo es una manera de decir. Pero, si hay que tomar esta elección como radiografía de la sensibilidad de nuestra época, se convierte en prueba preocupante de lo difícil que es creerse algo obviamente imaginario para nuestros contemporáneos. La mejor forma de comprobarlo es ver la película: Drew Barrymore es la chica en cuestión y, si hay algo que logra esta película no es precisamente convencernos de que la niña de E.T. es perfecta Cenicienta para nuestra época, sino todo lo contrario. Si esta chica existió alguna vez, seguro que era igualita a Drew.

Todo comienza con la Gran Dama (Jeanne Moreau), última descendiente de la real casa de Cenicienta, quien convoca a unos incrédulos hermanos Grimm a su palacio para rectificar las invenciones sin fundamento de esos inescrupulosos autores de cuentos de hadas que no saben de lo que hablan (o lo que escriben, para el caso). Resulta que Cenicienta se llama en realidad Danielle, y vive en algún lugar de la Francia del siglo XVI (a pesar de que todos los personajes hablan con acento inglés), en donde es muy feliz leyendo Utopía, de Tomás Moro (no se preocupen, en algún momento todo esto comienza a tener algún sentido) hasta que su amoroso padre muere de un ataque al corazón frente a su hija y su segunda mujer, la baronesa Rodmilla (la maravillosa Anjelica Huston).

Hasta ahora, la explicación del perfecto odio de la madrastra era simplemente que era mala, y por lo tanto incapaz de admirar o -menos que menos- amar la aséptica perfección de Cenicienta. Según el guión de Por siempre Cenicienta las cosas no son tan sencillas ni tan definitivas: en el momento de morir, el padre mira por un instante a su segunda esposa y luego se vuelve hacia su hija y le dice que la quiere. Muere. Rodmilla le recrimina el hecho de dejarla sola en un lugar como ése y que no le haya dicho nada a ella. A partir de ese momento, la hija de la condesa pasará a ocupar un lugar privilegiado dentro del servicio doméstico de la mansión. La variante psicoanalítica, que le dicen.

Las hermanastras de nuestra heroína en cuestión, a diferencia de lo acostumbrado, no son dos chicas malas, gordas, feas y ridículas (una especie de dúo cómico-sádico formado por el Gordo y... el Gordo) abocadas a sabotear el destino de Cenicienta con bastante poca imaginación y menores resultados. Marguerite (Megan Dodds) la mayor, es mucho más atractiva que la propia Cenicienta, aunque ciertamente más desagradable, y Jacqueline, la menor, es Melanie Lynskey (la mitad de una de las mejores películas de la década: Criaturas celestiales, de Peter Jackson). Lo que hace la ex parricida con su ínfimo papel es digno de alabanza. Aquí llega la encrucijada posfeminista. Marguerite ha captado ciertamente la atención del príncipe, por lo que Cenicienta tiene que enamorar al bodoque del príncipe Henry (Dougray Scott) con algo más que belleza física. Volvemos al dichoso librito: de tanto leer Utopía, Cenicienta desarrolla conciencia social y de estar tanto tiempo sola, aprende a defenderse. Ambas cosas entran en juego cuando conoce al príncipe: él se escapa del castillo para (ejem) “conocer el mundo”, furioso por su matrimonio arreglado (“el divorcio es sólo algo que hacen en Inglaterra”, le recrimina su madre) por lo que el rey envía a la guardia real para traerlo de vuelta. En su ruta de escape llega a la mansión para robarse un caballo y seguir la huida, pero Cenicienta le acierta un par de manzanas con una puntería digna de pitcher de béisbol.

En este momento el público se convence de que han desinflado el globo: el suspenso de la identidad ha terminado. Cuando Danielle descubre la identidad de su blanco móvil, las cosas se complican aún más, porque su madrastra y sus hermanas están informadas del próximo casamiento del príncipe con su par española, y enseguida comienzan a sospechar. La conciencia social, entonces, propicia el próximo encuentro: Danielle roba un vestido de sus hermanas y se encamina al castillo, decidida a liberar a uno de los sirvientes que fue dado en parte de pago por la pérfida baronesa. Y, por supuesto, lo logra, con un discurso estilo “cómo puede condenarse a los ladrones cuando al propio rey no le importa la ignorancia en que está sumido su propio pueblo”. El delfín, asombrado.

Danielle, como si fuera poco, no se deja amilanar por su familia: le responde a su madrastra, le pone un ojo en compota a la muñequita de Marguerite y se escapa sin problemas a encontrarse con el insulso príncipe adoptando la identidad de su madre muerta, la condesa. Y así, volvemos a lo mismo, el engañado sigue siendo él. El público vuelve a tener esperanzas.

Lo que produce más cejas arqueadas en esta película es la ausencia de cualquier tipo de magia: Cenicienta no tiene la hora señalada ni ayuda sobrenatural de ningún tipo. Eso, sí no se toma en cuenta que “la magia de Danielle proviene de su interior, y no de un hada madrina”. Así como suena, pareciera que la historia no tiene demasiada gracia y es otro panfleto más que alerta sobre la existencia de mujeres cargadas con autoestima y corrección política o -como dirían las Spice Girls, a las que seguramente les encantaría esta película- Girl Power. El guión de Susannah Grant, Andy Tennant y Rick Parks no tiene la valentía necesaria para hacer el ridículo, así que inventa una improbabilísma aparición del artista invitado (nunca mejor definido) Leonardo Da Vinci, quien arriba a la corte francesa para.... nunca se dice. “Miguel Angel estaba ocupado con unos techos, así que yo fui la segunda opción”, explica. Hasta aquí, inverosímil pero encantador. El problema reside en que la posibilidad de que el pintor lleve consigo la Mona Lisa en el momento en que es asaltado por unos gitanos es tan alta como la de que existan las hadas madrinas, así que todo queda más o menos empatado. La magia adopta un lugar más cómodo para esas “sensibilidades modernas”. Y así el deseado conjuntitopara el baile (los hombres pueden saltearse este párrafo si lo desean) es la dote de la madre de Danielle para cuando se case y el objeto de desesperación de su hermana Marguerite, quien está segura que, luego de la negativa del príncipe a casarse por arreglo, la elegirá a ella. Y así llegamos a las zapatillas de cristal diseñadas por Salvatore Ferragamo, quien parece haber logrado continuar la obsesión femenina por el calzado por unos cuantos siglos más. El baile llega, y lo más raro es que a uno lo toma por sorpresa, porque pareciera que no hay nada que lo justifique: ellos ya se conocen, se aman, la española fue rápidamente eliminada de la trama, la familia de Cenicienta está lívida de odio y ella tiene permiso para quedarse hasta después de las doce. Todo va bien. Pero no es tan fácil y hasta Danielle, que está demasiado segura de que todo va viento en popa, tendrá que esperar un tiempo para ser feliz.

Andy Tennant, el director de la película, declaró que se le había ocurrido la idea de remozar el cuento porque tenía dos hijas pequeñas, “y no quería que mis hijas crecieran pensando que la única manera de ser felices por siempre jamás es casarse con un hombre adinerado con una mansión”. Lástima que es eso mismo lo que termina diciendo la película. Con la mínima salvedad de que desde el minuto uno se sabe que Danielle va a casarse con el príncipe, no importa lo que piense Su Majestad y quiera el príncipe. Que sinceramente no se la merece, y transita por la película como un Erroll Flynn con cero encanto y aún menores habilidades esgrimísticas. Príncipes Azules eran los de antes. Lo que hace Danielle con él parece sacado de uno de esos manuales que enseñan a dominar a un hombre en diez lecciones básicas. Pero ella lo hace en una.

La idea de crear el arquetipo de lo que se supone que es una chica de los 90 (vaya a saber lo que esto significa), pero al mismo tiempo injertarla en el siglo XVI es una apuesta arriesgada: Drew Barrymore hace su mejor esfuerzo y lo termina consiguiendo, aunque al final de cada escena es imposible no esperar el grito de corte y la exclamación de alivio de la actriz por poder al fin lucir sus ocho tatuajes. Sin embargo, y a riesgo de sonar contradictorio, el momento en que Danielle ejecuta la venganza ya convertida en reina, requiere de mucho autocontrol por parte de los adultos para no demostrar la íntima y desbordante satisfacción. Será que Cenicienta ya es parte del inconsciente o que al final nada importa demasiado, todos queremos y necesitamos convencernos del happy ending. La vuelta de tuerca es, entonces, en las palabras de Jeanne Moreau: “Sí, vivieron felices por siempre, pero lo importante es que vivieron”. ¿Qué puede decirse en contra de esta frase de Khalil Gibran sin quedar como insensible? Es un cuento de hadas, a pesar de lo que crean sus realizadores.

El tan mentado realismo de Tennant es sólo una nueva versión vergonzante de la tierra Nunca Jamás habitada por ese niño eterno de nombre Peter Pan, que sin embargo termina ganándonos por cansancio. O por el encanto de la inocencia, que a estas alturas viene siendo más o menos lo mismo.

Dicen que cada época tiene el cuento de hadas que se merece. En caso de dudas, ver Titanic.