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Vale decir


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En 1953, cuando tenía sólo 22 años, Guy Debord pintó en un muro del muelle del Sena la frase: “No trabajen nunca”. Faltaban aún 15 años para que estallara en las calles de París la revolución del 68 y Debord, como en su mítico y profético libro de 1967, La sociedad del espectáculo, había anticipado con su graffitti una de las inscripciones que los estudiantes del Mayo Francés reproducirían con más frecuencia. El situacionismo es al Mayo del 68 lo que la Biblia es para el cristianismo. Mucho más que una doctrina: el detonador de una estética del cambio, de la revolución de las situaciones. Debord denunció con el mismo vigor y la misma lucidez los puntos ciegos del capitalismo, la impostura del maoísmo, la irrealidad del imperio del mercado, la corrupción -por venir- de los Estados democráticos, la frivolidad -por venir también- del zapping universal, el nazismo de Heiddeger, la izquierda y el izquierdismo. Debord se llamaba “doctor en nada” y decía con orgullo que “había bebido mucho más que lo que había leído”.

La confluencia entre Mayo del 68 y las ideas situacionistas se realizó en torno del líder del movimiento, Daniel Cohn-Bendit. “Dani el terrible” leyó con pasión los ejemplares de la Internacional Situacionista y extrajo de ellos los enunciados que darían vuelta París en esos días. El principio situacionista funciona con la idea de la revolución permanente de la vida cotidiana a través de la construcción de situaciones: se trata de “montar” en lo concreto “climas momentáneos de la vida” y transformarlos en una cualidad-calidad pasional y superior. Los graffitti que poblaron París en las jornadas de Mayo son herederos de aquella consigna situacionista de invitar a los ciudadanos a crear situaciones para que su vida sea “un momento apasionante”. Pero no se pretendían “partido” ni aspiraban a propiedad alguna. El Mayo Francés fue monitoreado por los trotskistas y los maoístas, mientras que los situacionistas eligieron ese momento para “disolverse” en lo más genuino de su propuesta: el poder a los obreros a través de los consejos de autogestión.

La memoria situacionista es tan frágil y huidiza que sólo se la encuentra en los libros de Debord y en algunas reseñas históricas. Quienes buscan fotos de los situacionistas más notorios en las numerosas imágenes de las barricadas del Mayo Francés no encontrarán nada: Debord participó muy poco en la revuelta y el otro papa del situacionismo, Vaneigem, se fue de vacaciones. Debord se suicidó en 1994, a los 62 años (sus restos fueron dispersados en París por un anónimo grupo de íntimos) y, a diferencia de otros rebeldes radicales (Beckett o Cioran, por ejemplo) no dejó ni siquiera un retrato, dé ésos que las agencias y las editoriales distribuyen generosamente a la hora de las conmemoraciones. Apenas existe una foto mal tomada, ya que hasta su muerte obedeció a esa disciplina de la radicalidad clandestina: “Siempre me pareció culpable colaborar, por poco que fuera, con esa gran tarea de falsificación de lo real que llevan a cabo los medios”.

Acusados a lo largo de los años de ser agentes de la CIA, de la URSS, promotores del terrorismo internacional y ladrones de bancos, los situacionistas sobrevivientes rehúsan hasta el día de hoy todo contacto con el demonio de los medios. De manera anónima, a través de una caminata por los senderos de la Universidad de Nanterre y algunos sectores claves del París del 68, Fernand (un informático con la cincuentena bien puesta) y Philippe (un antropólogo de cierto renombre) aceptaron evocar con Radar algunos “pliegues ocultos” de su movimiento. “No cite, sólo cuente”, sugiere Fernand. Philippe cuenta que para ellos el triunfo de la acción estaba en las palabras dibujadas en los muros: “Las barricadas y los enfrentamientos no eran sino el encuentro de las palabras con la realidad”. La insuperable perfección radical de los slogans del Mayo Francés posee aún todo el sello del situacionismo. Concisos, maquiavélicos, uniendo siempre el enunciado con una estética de la acción y la revolución: “Corre, camarada, el viejo mundo está detrás tuyo”; “Sean crueles”; “La humanidad sólo será realmente feliz el día en que el último burócrata sea colgado con las tripas del último capitalista”. Los historiadores reconocen la importancia de su influencia: no sólo porque estaban mejor armados que los marxistas leninistas para bombardear el “hielo social” sino porque estaban muy lejos de querer inscribirse en la continuidad de un sistema. Por paradójico que parezca, ni Debord ni los situacionistas aspiraron nunca a “pesar” sobre los hechos de Mayo. Fueron, como lo reconocen ellos mismos, los “padres involuntarios de la explosión”. Nunca fueron más de treinta, estaban separados de la masa pero la pusieron en movimiento. Profético hasta el absurdo en su anticipación de lo que sería el mundo de hoy, Debord proclamaba el deber de “no hacer nada”. Su balance personal del 68 cabe en una íntima fórmula, suya desde luego: “Como la agitación de Mayo del 68 no derribó la organización existente de la sociedad, el espectáculo continuó expandiéndose”. Su expansión llegó a tal extremo que se tragó incluso a quienes “podaron” la obra de Debord de sus mejores ideas para sumarse, un cuarto de siglo después, y tras haber sido maoístas (como Philippe Sollers) o polpotistas (como André Glucksman) a la gran pantalla consensual que el teórico del Mayo Francés llamó “la sociedad del espectáculo.