A veces pasa: el Catador Catado sorprende al mundo entero detestando algo que a todos los demás les encanta. El amor por las cucarachas, por cierta clase de películas clase B de los 50 y por Betty Boop tienen algo que ver. Y el afán de escribir alguna vez una obra maestra del género coleóptero para Spielberg. Advertencia: no lea esta nota si siente la menor aprensión hacia los bichos que hay en su casa (o en la de Feinmann). Por JOSE PABLO FEINMANN Vivo, desde hace unos cuantos años, en un departamento antiguo. Decir departamento antiguo y decir cucarachas es decir lo mismo. Yo las había incorporado a mi devenir cotidiano y calmo. Abría la azucarera y ahí estaban. Abría un paquete de fideos y ahí estaban. Abría una caja de escarbadientes y encontraba el solitario cadáver de una de ellas: no sabía cómo diablos había logrado meterse ahí, pero sabía que ella quería decirme que me amaba y que había decidido morir en un lugar que era mío, personal, casi íntimo. Yo la sacaba de la cajita, abría el tacho de basura, tiraba el cadáver y luego, siempre que lo necesitaba, seguía utilizando los escarbadientes. A veces aparecían entre las teclas de mi computadora. O entre mis lápices. No hay quien ignore lo que significa una cucaracha para un escritor: todas son Gregorio Samsa. Tal vez más: tal vez todas sean Kafka. De aquí, conjeturo, que siempre que aparecían entre las teclas de mi PC yo sentía que algo del genio de ese estólido judío atormentado por su padre se apoderaba de mí y me dictaba páginas inmortales. O, al menos, algunas líneas como para cubrir la contratapa del sábado. Cierto día, un desdichado día, el portero me anunció que el consorcio había contratado un servicio de desinfección. Que se haría -la desinfección, me dijo- los martes durante la mañana, muy temprano, a las ocho. Pude haberme opuesto y hoy sería millonario. Sin embargo, no. Un estúpido prejuicio contra ellas, una secreta aversión milenaria, un consejo de mi dentista -quien, en verdad, se había obstinado en prohibirme que me limpiara los dientes con esos palillos entre los que habían elegido morir algunas de las que más me amaron-, me hicieron autorizar el genocidio de las cucarachas. Nunca más las vi. El servicio de desinfección fue mortalmente eficaz. Murieron todas. Y yo me quedé sin escribir el guión de mi vida, el que me hubiera llenado de dólares, el que me hubiera entregado en bandeja la admiración de Spielberg: Cucarachitaz. Porque es el momento de decirlo: las cucarachas de mi departamento eran pequeñas, gorditas, vivaces, libres, insobornables. Su historia hubiera maravillado a todo el universo mediático posmoderno. Sus pequeñas historias, quiero decir. Cómo entrar dentro de la azucarera. Cómo deslizarse por los laberintos de las teclas de la computadora. Cómo ir a morir dentro de la cajita de escarbadientes. (Esta escena, lo sé, hubiera sido devastadora para Steven y habría hecho de él, para siempre, mi mecenas, es decir, mi productor.) En suma, este presente limpio, inmundamente higiénico, alabado por mi dentista, en el que hoy vivo, este presente sin ellas, sin cucarachas, es la imagen desinfectada pero triste de mi fracaso. Escribí todo esto para poder decir lo que sigue: así como Cucarachitaz hubiera sido una obra maestra, Antz (Hormiguitaz) no vale nada. No nos dejemos engañar: todos sabemos que las hormigas son malas. En el cine hay puntos de no retorno. En 1954 Gordon Douglas filmó Them! (El mundo en peligro) y nadie puede ignorar desde esa fecha que las hormigas son muy sensibles a las radiaciones atómicas: crecen desmesuradamente y se ponen a matar a todo el mundo. Luego, en 1993, Joe Dante filma Matineé, basada en la gloriosa imagen de William Castle, con John Goodman y Cathy Moriarty. Goodman, en Matineé, es un director de cine bizarro que dirige una peli en que un hombre se transforma en hormiga y la peli se llama Mant!, mezcla de man y ant. Juro -y lo juro con honda convicción- que el film Mant!, que forma parte de Matineé, es, lejos, superior a Antz. Ocurre con Antz que uno no puede evitar sentir que todo es muy primitivo. Es el comienzo de una técnica que, seguramente, llegará a ser asombrosa, pero aún es torpe. Aquí no hay dibujantes: hay máquinas que hacen monitos (hormiguitas, en este caso). Es como ver un viejo film de Mickey Mouse, pero sin el encanto que el primitivismo y la ingenuidad que esos films entregaban. Aquí hay alarde: vean, esto es supernuevo, superavanzado, están observando los resultados asombrosos de una técnica asombrosa. Lejos de parecer asombroso, todo semeja a un desmañado, tosco balbuceo. Ellos, los productores, lo saben. Las estrellas no son los personajes, son los actores que los doblan. Te muestran a la hormiguita Z4195 y ella te dice: Soy Z-4195, imaginame con la voz y el humor de Woody Allen. Y uno piensa: querida, si tengo que imaginarte con la voz y el humor de Woody Allen es porque tu dibujito no tiene gracia alguna. El Pato Donald no decía: Imaginame con la voz y el humor de Carlitos Chaplin. El Gato Félix no decía: Imaginame con la voz y el humor de Stan Laurel. Y a Betty Boop no te la tenías que imaginar con la voz ni el humor de nadie. La veías y te enamorabas. Como nos fuimos enamorando de Bugs Bunny, el Pato Lucas, el Correcaminos o -me juego- Scar, el león malo de El Rey León. Es cierto: Scar tenía la deslumbrante voz de Jeremy Irons, pero su dibujo era formidable. Un dibujo hecho por dibujantes. Con la gracia, la belleza o el espanto que, aún, sólo la mano de los grandes dibujantes puede entregar a sus criaturas. Antz pretende entregarnos algo de Woody Allen, Sharon Stone, Sylvester Stallone, Gene Hackman, Christopher Walken, Anne Bancroft, Danny Glover, Jennifer López. Pero lo que vemos son unos bichitos computarizados metidos en una historia que transita por los lugares comunes del mundo de las hormigas: que son laboriosas, que su organización es jerárquica y que su mundo es infinitamente pequeño. Para exhibir esto último roban alevosamente el final de Secretaria ejecutiva, donde Melanie Griffith, por medio de un gigantesco zoom-back queda reducida a una hormiga humana en medio de un universo de humanos reducidos, ellos también, a hormigas. Antz confirma que los bichos están de moda. Pero, si de bichos se trata, mucho más valiosa e inteligente era Starship Troopers (Invasión) de Paul Verhoeven. Se basaba en una novela de Robert Heinlein (que tenía, como si fuera poco, el honor de haber inspirado a Oesterheld su opus magnum El Eternauta) y su protagonista se llamaba Johnny Rico, un muchacho de por aquí nomás. Verhoeven, además -nunca será ocioso recordarlo-, fue el director de la maravillosa Showgirls, con las hormiguitas Gina Gershon y Elisabeth Berkley, que mejor dibujadas no podían estar. Ahora permanezco a la espera del martes que viene. Quiero enfrentar a ese bastardo del servicio de desinfección y decirle que no aparezca más por aquí. Que no quiero verlo. Ni a él ni a mi dentista. Que las quiero a ellas. Que quiero que vuelvan. Que se metan, otra vez, gozosamente, en la azucarera. En los fideos. En las teclas de la computadora. Que busquen el reposo final en la cajita de mis escarbadientes. Que vuelvan. Que las necesito. Que quiero observarlas, aprehender su mundo maravilloso y escribir el guión que me abrirá las puertas de Hollywood y, qué duda cabe, de la mismísima inmortalidad: Cucarachitaz. Próximamente en los mejores cines. |