Sus roperos son auténticos teleteatros congelados, sus quesos camembert son cajas de sorpresas no precisamente agradables y sus Copas Melba para espantar el paladar prenuncian en los 60 la violencia que se abatiría sobre el país en los 70. La Triple A lo amenazó de muerte por una escultura que parodiaba a San Martín y en plena dictadura hizo un happening en donde un médico-vampiro ofrecía al público niños envueltos cocinados por él mismo. Hasta fines de enero, el Museo de Arte Moderno ofrece una extraordinaria retrospectiva de la obra de Alberto Heredia, el escultor más corrosivo de la Argentina. La muerte de Héctor Heredia fue caratulada como accidente pero su hijo, el escultor Alberto Heredia, intuye que ese final violento y anticipado tuvo más que ver con las deudas de juego y las relaciones peligrosas con ciertos sectores del caudillismo provincial bonaerense que con la fatalidad. Mi padre era un señor, era un tipo muy autoritario. Tenía la clase del que manda. Decía: Un vigilante se compra con diez pesos y un juez con mil. Esa es la inteligencia del poder. La genealogía materna, en cambio, proponía el mandato de otra autoridad, tal vez más inexplicable: la religión, en la que se educó y protegió al niño Alberto. Ambas autoridades, la del poder y la de la religión serán parejamente escarnecidas en la obra del futuro artista. Había empezado a dibujar cuando vivía en casa de mi padre. Buscaba las cajas de ravioles y, con plumas de gallina, dibujaba pájaros adentro del cartón. Nacido en 1924, Heredia vivió durante su infancia en distintas ciudades de la provincia antes de que su familia se estableciese en la Capital. Su vocación artística trató entonces de encarrilarse por la vía institucional pero no se aguantaron mutuamente: ni él al enclaustramiento, ni los claustros de enseñanza a él. A la manera de Lewis Carroll en Alicia en el país de las maravillas, Heredia reconstruyó en 1992 un diálogo de 1946 entre él (en el papel del joven alumno) y Horacio Juárez (en el rol del profesor) que es especialmente ilustrativo de ese período: -Señor escultor -dijo y me tocó detrás del hombro, mientras yo estaba modelando en silencio y transformando la cabeza de un fauno a lo que me parecía-, eso está muy bien escultóricamente, pero no es la realidad. Usted tiene que hacer la realidad. -Señor, no sé qué es la realidad. -¿Cómo que no sabe qué es la realidad? ¿Usted es hombre? -Eso tampoco lo sé. -¿Cómo que no lo sabe? -¿Porque parezco hombre tengo que ser hombre? -Usted es un chico bastante conflictivo, ¿eh? -me dijo y se empezó a reír-. Su trabajo es muy bueno, pero no debe ser: siga la realidad. -¿Cuál es la realidad, señor? -Esa que usted ve acá. -Bueno, yo la modifico. Aunque un tiempo después Juárez lo expulsaría de su taller, Heredia siguió al pie de la letra el consejo del profesor: a partir de entonces construyó, con su obra, una cierta realidad. CONCRETO PERO NO TANTO En 1948 el alumno descarriado asiste a los cursos que daba Romero Brest en la librería Fray Mocho y conoce al grupo Arte Concreto Invención. Hasta entonces había hecho escultura tradicional, derivada de un naturalismo cruzado por elementos expresionistas. Los invencionistas lo encandilan a tal punto que Heredia destruye prácticamente todo su trabajo figurativo para dedicarse a lo concreto. Pero la ansiedad de Heredia pronto lo lleva a fabricar piezas de una respiración agitada, que reemplaza la pureza y el rigor de las líneas rectas y curvas por apasionadas y temblorosas vueltas de alambre o por precarias maderitas pegadas (como puede verse en la gran exposición retrospectiva que se presenta en el Museo de Arte Moderno): su período concreto parece, más bien, el desarrollo de una lectura involuntariamente crítica del arte concreto. Más que luchar, con rigor revolucionario, contra el existencialismo (como sus colegas concretas), Heredia parece convocar con ironía sus lecturas de los años de posguerra: Sartre y Camus. Su primera muestra colectiva tiene lugar en octubre de 1955. Y dos años despues su obra llega a la IV Bienal de San Pablo, junto con la de Gyula Kosice, Líbero Badii y Curatella Manes, entre otros. La Bienal paulista lo pone en contacto directo con la vanguardia internacional. En 1960 presenta su primera muestra individual en la galería Galatea y decide viajar a Europa, para ver de cerca aquello que había aprendido en los libros. Participa también de la Primera Exposición Internacional de Arte Moderno, junto a Karel Appel, Tapies y Pollock, entre otros. Conoce en España a Canogar, Millares, Saura, Chillida, Serrano y queda impactado por la obra de Tapies. En 1962 vive un tiempo en Amsterdam, donde se dedica principalmente al dibujo y comienza su serie de las cajas de camembert, en las que buscaba mi propio medio de expresión y descubría mis mundos: el sexo, la religión, la vida y la muerte. Las cajas de camembert comienzan en la vida y terminan en la muerte. PARA ESPANTAR AL PALADAR En esas cajas de sorpresas no precisamente agradables (exhibidas al año siguiente en Buenos Aires) y en sus Copas Melba para espantar el paladar, el arte aparece como un fermento enzimático, entre lo siniestro y el humor negro. En nuestra época no hay ni grandes dioses, ni grandes personajes políticos que representar, pero está el dios Objeto de Consumo. Yo invento objetos a partir de objetos de consumo o materiales de desecho, y los cargo de vida, muerte, horror o ironía, para reflexionar sobre el hombre y su existencia, escribió el propio Heredia cuando se presentó a la Beca Guggenheim. Como una extensión de aquellas cajas, pero en amplia escala, nacen sus roperos, trabajados como cajas con historia, en donde se resume el relato de una vida con el enfoque de los teleteatros, producto del fanatismo de Heredia por la cultura de masas. Durante una cabalgata en un campo de Cañuelas, en 1963, el caballo de Heredia se desboca y arrastra al jinete, enganchado de un pie al estribo, hasta que la pierna se le parte en dos. El accidente es grave, pero en el ritual médico del vendaje y el enyesado Heredia ve irrumpir una idea que pone en práctica en la serie de Los embalajes. Según el crítico Erwin Schroedinger, en la obra de Heredia hay un desorden salvaje y provocador cuyo aparente desarreglo está elaborado con gran cuidado y apego por el detalle. Cada eslabón en la cadena de desechos está tratado como una joya. En esa cadena pronto irrumpió la violencia: bocas que gritan amordazadas, expresiones crispadas, dentaduras vendadas, cuerpos atados y torturados, niños comestibles. En medio del happening sesentista, el repertorio siniestro y corrosivo de la obra de Heredia anticipa la espiral de violencia que se desataría en la Argentina de los 70. NIÑOS ENVUELTOS En 1972 Heredia exhibe su obra Sandwiche Homus, que se complementa con una receta caníbal: Tómese un hombre en buen estado (puede ser de granja, doble pechuga o bien criado en el fondo de la casa); desnúdeselo, láveselo e imprégneselo con sustancias aromáticas a discreción. No hace falta quitar los menudos. Envuélvaselo cuidadosamente en algodón (cinco paquetes grandes, aprox.) y sumérjaselo en agua tibia ... Déjese hornear unas tres horas. Sazónese con ácido sulfúrico y pintura industrial a gusto. Decórese con lechuga o rodajitas de zanahoria. Entréguese a la sociedad de consumo, que es aquella que lo consume a uno. Sus Lenguas y Amordazamientos, también de 1972, mostraban una serie de dentaduras y sexos atados sobre una mesa cubierta de pasto natural que se regaba todas las tardes. Una premonición de la futura cosecha de muerte. En 1974, cuando fabrica su San Martín (un paródico monumento ecuestre que se ríe del heroísmo broncíneo), Heredia recibe una amenaza de muerte de la Triple A. El escultor se exilia en Uruguay, pero sólo por unos meses. Durante la dictadura la escultura sanmartiniana es rebautizada como El hombre del brazo de oro y Heredia desarrolla toda una secuencia de emblemas del poder: exuberantes charreteras que se descuelgan como pelucas de los hombros de los personajes, condecoraciones de plástico, arpillera y hojalata, etc. En 1980 hace un performance de feroz elocuencia, tituladaNiños envueltos à la Heredia. Allí el escultor aparece vestido de médico vampiro y luego de asistir a un parto ofrece niños envueltos, cocinados por él mismo. En 1981 gana un premio en Japón con otra obra de denuncia sobre la violencia de la dictadura: La estaca, una obra en metal y madera de cuatro metros de altura, que actualmente está emplazada en el Museo de Escultura al Aire Libre de Tokio. DESACRALIZAR LO SACRO Aquella escultura en Tokio anticipó lo que sucedería a partir de 1992 con la obra de Heredia: su circulación y exhibición por los principales museos del mundo. La retrospectiva del Museo de Arte Moderno abre con un texto que escribió Miguel Briante en 1989: Alberto Heredia sacraliza lo efímero en el altar de la escultura. Esa vindicación de lo que se va a perder (de lo que, sin Heredia, se perdería) desacraliza el altar, desacraliza la sacralización de aquello que durante siglos se ha creído perdurable, desacraliza la misma concepción de la escultura. Y, en tren de completar la desacralización, el próximo 26 de noviembre se inaugura la segunda parte de la retrospectiva de Heredia, Otros tránsitos, también en el Museo de Arte Moderno. Allí se exhibirán sus juguetes, en los que el artista desactiva su funcionamiento lúdico reproduciendo en miniatura los vicios del mundo adulto. En ellos aparece toda la vida cotidiana con otro sentido: el paso del tiempo tiene dosis de crueldad, ironía y humor, y todo se vuelve juguete en manos de Heredia. Monumentos en miniatura, cajas mágicas, desechos y rezagos, objetos reciclados, muñequitos y chirimbolos: piezas inclasificables de una obra tan inclasificable como ejemplar.
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