En un radio de 1,5 kilómetros del Club Atenas no hay ningún otro show esa noche de domingo. No tiene sentido: todos van a ver a Carlitos La Mona Jiménez. Es medianoche y desde las interminables colas de afuera (una para pagar, otra para entrar) se escuchan los grupos teloneros. La fila de pagar pasa al lado del micro que trae y lleva a La Mona y su equipo. Adentro está él. Todos hablan en lenguaje Hortensia. Carlos Julio y gente de La Melancólika nos han rescatado del Encuentro Internacional de Comunicación para venir al baile. Del tema de la globalización saltamos violentamente a uno de los fenómenos regionales más profundos: La Mona y su música cuartetera.
La cancha de básquet del Atenas está completa: llena más uno. Guaso con mina, puta con puta, choro en pareja, canas y familias, marginales y establecidos, tallarines y piratas, todos en un bloque movedizo y a la parrilla. Cuando aparece, espectacular, La Mona, cerramos filas como si la fila existiera. La Mona se mueve; sus piernas pistonean al ritmo del tunga-tunga-tunga-tunga cuartetero y alguien me traduce las letras. Alrededor pasa de todo: gente que baila, gente con ropita de cotillón, gente que se trepa a gente y hace gestos con la mano a Jiménez, gente con extraños tatuajes en la mano, gente desdentadísima, gente que está borracha y dos canas que atropellan hasta llegar al bardo, baile, ruido, risas. Nosotros tenemos sed. El buffet está del otro lado del puente y el puente ha sido tomado. Pero increíblemente un mozo viejo recibe pedidos y billetes y al rato reaparece con bolsitas de hielo y tetrabricks de sangría en brazos. La sangría se agota bajo el aro de básquet. El mozo vuelve y vuelve, solícito, hasta que La Mona da por terminado el primer bloque.
Cansados de nuestro sitio bajo el tablero, nos desplazamos hacia una mejor posición visual, mientras el locutor anuncia fechas. No cuesta tanto trabajo llegar al escenario. Pero seguimos hacia la puerta de entrada y el micro. El Carlos Julio, más fanático que nadie de nuestro grupo tribal, gestiona un encuentro con La Mona. Nos pide al dibujante peruano Juan Acevedo y a mí que nos quedemos cerca, mientras él sigue su cabildeo. Al final lo consigue: pasamos la puerta del micro, con el cartel en el parabrisas que dice La Mona. Los guardianes, desde arriba, gritan: ¡Sólo tres, sólo tres!. Adentro está oscuro. A la altura de la butaca veintipico, una mampara encierra el camarín de Dios. La Mona se está sacando un conjunto rojo y se pone otro símil leopardo, o mejor dicho gato siamés. Recibe al Carlos Julio como si se hubieran criado juntos y nos saluda al peruano Juan y a mí, hiperkinético, transpirado, cariñoso. Susurra con fervor, me cuenta que tiene una gripe de la puta que lo parió, mientras un asistente le alcanza las chalinas-cábala y uno de los pares de botas que abundan por el piso. La Mona no para de moverse, de hablar, de estar pendiente, de ser amable y cordobés, de tener esos ojitos de asombro. Sin duda es un ser especial. Es un shamán: da y chupa energía, la devuelve todo el tiempo en forma de afecto, baile, besos, gestos. Es intenso e inalámbrico. ¡Ah, sí, Página/12! Yo lo conozco al Pelado Ramos.
Nos invita a subir con él al escenario. El jefe sagrado mismo nos guía, bajamos del micro; él se detiene a saludar gente, a besar niños, mientras el locutor lo anuncia. Segundo round de tunga-tunga. Logramos hacer subir completo al 10 de Comunicaciones. Estamos todos arriba pero al fondo, detrás de los músicos. Y ahora la cosa es seria: la panorámica de la fiesta es total. La Mona moviéndose de un lado al otro, cantando Dos x Uno, El Tren de las Nubes, Ruleta Rusa Para Dos, recibiendo buzos, remeras, con las que se seca la transpiración y vuelve a tirarlas desde donde vinieron. Bailando y devolviendo las señas del público mientras grita, a cada seña: ¡Barrio Alberdi!, ¡Cofico!, ¡General Olmos!, ¡Alta Córdoba!. Cada barrio tiene una seña, que La Mona codificó con su público. La gente se lo pide con las manos y él se los devuelve también con las manos, en esos breves tramos entre estrofa y estrofa, en que la banda sigue tocando. La gente no para en las cuatro horas de recital: mujeres del público suben con chicos al escenario, chicas saludan a La Mona con un beso en los labios. El tampoco para: baila, se menea, se agacha con las manitos así y así. El público se desplaza en una extraña ronda de derecha a izquierda (esto se puede ver bien desde arriba del escenario). Hay de eso que se parece a la alegría, en esto que provoca el hombrecito de 48 años muchas noches a la semana, y a lo cual yo en este instante pertenezco, pero a lo que desgraciadamente no pertenezco. Y es esta bola tan especial, que no es ni cuartetera ni carnavalesca ni etílica ni Timothy Leary. Que no se compara ni con James Brown, ni con Sandro, ni con Palito. Que es una cosa religiosa.
En el fondo del escenario, nosotros corremos y gritamos detrás de los músicos. La Mona nos echa miradas y nos incita a bailar, mientras se saca de encima vinitos, buzos, una señora y canta algo así como: Papá, no le pegues más a mamá. Y me grita, fuera de micrófono: ¡Miguel!, y yo me hago el boludo y sigo bailando. ¡Miguelito, vení!, y yo le devuelvo una sonrisa y sigo en la danza con mis amigos. Entonces escucho que le cuenta a la gente de nosotros y de golpe dice: Página/12. Y es como si su público hubiera escuchado las palabras Estreptocarbocaftiazol comprimidos. Y yo me siento muy desubicado pero Mariela me indica que acá nada importa y Eugenia, una de los nuestros, se anima a ir a bailar al frente. Y entonces sí, La Mona Jiménez, Carlitos, me arroja un lazo de fuego, me insta con sus manos, me dice, esta vez al micrófono: ¡Vení, vení, Miguel! ¡Dale, Miguelito!. Y me voy con él a bailar.
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