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Arlt según el Sportivo Teatral
" >   Por DANIEL LINK

El Grupo Sportivo Teatral liderado por Ricardo Bartís propone una lectura de Los siete locos y Los lanzallamas de Roberto Arlt. Lectura que es completamente experimental: lo que queda de Arlt es una suerte de esqueleto a partir del cual siete hombres (siete ruinas corporales) ofrecen el espectáculo, por momentos graciosísimo, de la desdicha argentina. Todo sucede en un espacio extremadamente crítico: la sala Martín Coronado del San Martín, donde actores y espectadores ocupan el escenario y dejan las butacas vacías.

Hay algo en la obra de Arlt que convierte sus novelas en una pesadilla recurrente para los argentinos. Por supuesto, Arlt es un clásico, y ya se sabe qué es lo que vuelve clásico a un texto o una obra: precisamente la posibilidad de leer allí todo, cualquier cosa. Hamlet y Don Quijote son clásicos por eso. Arlt también: además del inminente estreno de la película El juguete rabioso (en versión Javier Torre), en la sala Martín Coronado del Teatro San Martín puede verse en estos días El pecado que no se puede nombrar, una puesta del Sportivo Teatral de Ricardo Bartís, a partir de textos de Los siete locos y Los lanzallamas (espectáculo que tiene un antecedente igualmente teatral, igualmente experimental en Los fracasados del mal de Vivi Tellas). A la hora de justificar la elección de Arlt como base para su obra, Ricardo Bartís dice: “Arlt combina en sus novelas formas muy reconocibles (personajes muy urbanos) pero que no funcionan en clave costumbrista porque son portadores de discursos que los exceden, en una dimensión de delirio. Ese delirio es lo que da una interioridad tan intensa a sus personajes. Los siete locos y Los lanzallamas son los núcleos fundantes del comportamiento argentino. Porque son textos que se disparan hacia adelante, son anticipatorios: plantean a principios de los años 30 las relaciones poder/dinero, verdad/simulacro, locura/política, que caracterizan nuestro presente”.

Arlt según el Sportivo Teatral

Teatro y política El teatro experimental es siempre interrogativo: interroga los textos, los cuerpos que se mueven en la escena, interroga sobre todo el espacio teatral. Brecht y Artaud (que también son clásicos) así lo quisieron. Para ver El pecado que no se puede nombrar hay que entrar en la majestuosa sala Martín Coronado. El patio de butacas está iluminado, pero vacío. Una improvisada escalera lleva a los espectadores al escenario. Allí hay una habitación de cuatro por cuatro, el espacio en el cual un hombre -Erdosain- juega con probetas y retortas. Muy cerca, apenas a un metro, lo que queda del escenario de la sala Martín Coronado se convierte, por milagro de la ingeniería teatral, en una gradería sobre la cual se sentarán los espectadores, en incomodísimas sillas de plástico (cien, a lo sumo, mientras las interminables filas de butacas permanecen vacías). La operación tiene varios antecedentes en la historia del teatro.Y su propósito es dejar en evidencia lo que queda vacío a espaldas de los espectadores: la sala, enorme y silenciosa, como un elefante agónico. Hay algo de político en el diminuto espacio escénico elegido, en la proximidad física de actores y espectadores, en la negación del aparato teatral del San Martín. Bartís, que se declara opositor ferviente a las actuales políticas oficiales para el arte y la cultura, piensa su teatro como una sutil intervención política: “Estamos viendo la inexistencia absoluta de una política de protección y amparo de los grupos o de las personas que no pertenecen a las estructuras oficiales. Estamos sintiendo que vienen por nosotros, por nuestras cositas. Si no nos juntamos y discutimos, si no confrontamos con una política superficial, puramente visual, que transforme la ciudad en una pantalla, nos comen”, dice, como un personaje de Arlt.

Y enseguida va más lejos: “Hay dos peligros fuertes en relación con pensar la política: uno es el discurso melancólico de la derrota, otro es el congelamiento de los lenguajes. Hoy hay que evitar sobre todo el congelamiento o la dispersión de lenguajes que fundamenta el dominio político. Nosotros queremos un teatro que sea violento, que violente y contradiga a la cultura actual. En un país quebrado en su noción de nación, conviene siempre recordar que quienes financiaron la dictadura militar son los mismos que manejan la economía actual”.

La puesta de Bartís, que durante tres fines de semana estará en la sala Martín Coronado (“Luego saldremos de gira: Porto Alegre, Cádiz, el Festival de Otoño de Madrid y estamos invitados a Avignon”) marca así su autonomía: estar en el San Martín, pero como disidentes.

Fragmentos de presente “Cuando el teatro no produce acontecimiento es aburrido, porque se ve (y se siente) cada partícula de tiempo”, dice Bartís. El tiempo de este teatro, el que propone El pecado que no se puede nombrar, se siente en los huesos y los músculos de los espectadores, sometidos a la tortura plástica de las sillas, pero también afecta lo que se ve en el escenario. Siete hombres despojados de todo el aparato exterior del heroísmo complotan para cambiar el mundo. Su complot es un delirio. Un delirio arltiano. Y la elección de ese delirio lo explica todo: “Nos resultaba interesante pensar procedimientos teatrales para desarrollar el fraseo de una escritura en movimiento, a partir de una gran condensación de energía y la idea de combustión. La puesta fue pensada para un espacio de cuatro por cuatro. La naturaleza cada vez más encerrada de lo argentino provoca utopías cada vez más locas”. Esa locura y ese delirio se apoderan de los siete personajes en el escenario a lo largo de los cinco (¿o cuatro? porque el último se llama “Epílogo”) fragmentos que organizan el relato. Progresivamente, abandonarán la lógica narrativa del universo de Arlt para ser otra cosa. Y es allí, en ese abandono de los cuerpos y de las palabras, donde el espectáculo de Bartís encuentra su mayor fuerza.

¿De qué hablan esos fragmentos? Del cuerpo del hombre no, porque eso sería una abstracción repugnante. Pero sí de los cuerpos de los hombres: cuerpos estragados y arruinados por su propia historia, cuerpos en los cuales el erotismo es una imposibilidad, cuerpos que los personajes miran con un desprecio que no se puede nombrar: “¿Qué mirás?”, grita el primero que se desnuda. Porque los hombres se desnudan y devienen prostitutas (“pupilas”, en la obra) de un hipotético prostíbulo del cual ellos mismos son clientes. Están atrapados en un universo asfixiante: si el prostíbulo iba a ser la fuente de financiación del terrorismo antiestatal de los complotados, lo cierto es que el dinero circula de mano en mano, pero no se multiplica porque no hay afuera. ¿Alcanzarán a saberlo los personajes? No: ellos no se dan cuenta de nada, atrapados como están en un ritual de desesperanza masculina.

Herejía versus burocratización Bartís prefirió trabajar con las novelas de Arlt (y no con sus piezas de teatro) porque “las novelas permiten desarrollar procedimientos autónomos. En Los siete locos la idea central es esa logia armada para la toma del poder. Un grupo decadente y marginal que permite pensar las relaciones entre dinero y orden político, el pensamiento paranoico de la política que funda el dominio a través de la mentira. Nuestra mirada sobre Arlt trata de desligarlo de lo coyuntural, lo que es una dificultad porque lo argentino parece no poder enunciarse, no poder ser. Y no queremos la lectura torpe que dice, por ejemplo, que El Astrólogo es Menem”. Por supuesto, El Astrólogo no es Menem, pero tampoco se sabe bien quién es quién en ese espectáculo. En algún momento (el momento del travestismo) hasta el texto arltiano desaparece. No importa, en la perspectiva de Bartís, porque el teatro es otra cosa: no la reproducción mimética de un texto. “Un actor lee buscando disparadores en su propio cuerpo porque el teatro contiene, sobre todo, a la actuación como potencia revolucionaria. La actuación es una voluntad de expansión del ser, que va en contra de la estructura social que pretende achicar el ser. La actuación entra en hostilidad con ese corsé. El problema es cuando la actuación se profesionaliza y se burocratiza. Pierde así su carácter más revolucionario”.

Para Bartís, las limitaciones temporales y la poca elaboración que caracteriza los proyectos de teatro en la Argentina hacen de la actuación una variable de mercado, y no un hecho de producción artística: “Actuar es una experiencia herética, no tiene que ver con representar sino con construir una realidad. Por eso, no debería quedar capturada dentro de los límites morales y físicos de los personajes, o dentro del relato, de la narración. La actuación es más bien una intervención: el actor aparece como portavoz de ideas y opiniones. En principio, de la idea de actuar”.

Argentino hasta la muerte Postales argentinas, el espectáculo que catapultó a la fama al Sportivo Teatral de Bartís, hacía del fragmentarismo una ética. Es que el rechazo a los cánones del teatro tradicional no es sólo una posición estética sino sobre todo moral. Si la Argentina pudiera encontrar su forma definitiva, esa forma sería el fragmento, parece pensar Bartís, y trata de demostrarlo desde Postales argentinas hasta este El pecado que no se puede nombrar. “Hay ciertas obsesiones personales que tienen el riesgo de ser poco interesantes, pero mucho peor es el riesgo de la ausencia de ideas. Peor es la TV, con la confusión que aporta a los lenguajes y a las formas teatrales. La TV achica el elemento de interés en el hipotético espectador, acostumbrándolo a una relación de mansedumbre. Hay que atacar al espectador para sacarlo de ese sopor”.

De las estéticas teatrales clásicas del siglo, Bartís parece estar haciendo pie en el pensamiento de Antonin Artaud. “Sí, concuerdo con Artaud sobre todo en la idea de que el teatro debe ser una actividad revolucionaria que debe entrar en conflicto con una sociedad deshumanizada. Lo mejor para pensar el teatro son los discursos exteriores a él: la poesía, la plástica, donde es posible encontrar ideas para pensar el teatro. Me pasa con Francis Bacon y su obsesión por evitar la narración y buscar el accidente en la pintura. Por eso trabajamos a partir de una textura más bien primitiva y confusa”. Pero se trata de un Artaud a la argentina. El Sportivo Teatral define núcleos básicos a partir de los cuales pueden leerse los comportamientos argentinos y para eso recurre a Arlt. Y, para definir una estética teatral adecuada a esos comportamientos, elige el fragmento. A partir de ese torbellino, sólo el trabajo grupal puede garantizar algún resultado.

Ensayo y error “Trabajamos desde hace un año y medio, leyendo las novelas, explorando situaciones en ensayos breves. Por ejemplo, desarrollamos aspectos vinculados a las ciencias ocultas, situaciones de videncia, levitaciones, que finalmente no quedaron en el espectáculo. Trabajamos mucho sobre objetos que luego desechamos. Estudiamos violín, también, practicamos para llegar a armar una banda, cosa que sí quedó en el espectáculo. Y, paralelamente, yo iba trabajando sobre los textos, reduciendo y reduciendo hasta que quedaron cincuenta páginas. Lo que nos daba el impulso y el deseo de continuar (y la certeza de que íbamos a terminar haciendo un espectáculo con eso) era que nos divertíamos mucho con el ensayo. Pero recién hace cinco meses se definió la estructura, el texto y los procedimientos principales. Por ejemplo, la idea de construir núcleos, momentos, como “Primera junta”, o “Montaje del prostíbulo”, o “Hermafroditismo psíquico”. Mi idea de la puesta final es que se puede construir un devenir desde el procedimiento teatral antes que desde la lógica narrativa clásica, de la introducción, el nudo y el desenlace”.

Los siete locos de Arlt, se sabe, son ocho: además de los siete actores (Luis Machín, Luis Herrera, Fernando Llosa, Sergio Boris, Alfredo Ramos, Gabriel Feldman y Alejandro Catalán), hay que contar al director entre los complotados. En El pecado que no se puede nombrar, Arlt funciona no sólo como una referencia histórica, también habla del presente del teatro. Es decir, de la actuación. “En algún punto, éramos como esos confabulados de Arlt: sin legalidades ni morales ni económicas que nos sirvieran de encuadre. Son esas personas, los actores, quienes construyen el objeto teatral, porque logran articular un elemento de índole casi metafísica con un cuerpo humano. Un cuerpo fallido, como es el cuerpo humano. Es decir: combinan lo elevado y lo bajo al mismo tiempo, que es otra zona que nos interesó mucho en las novelas de Arlt”.

Eso es lo que se puede leer en el Arlt del Sportivo Teatral: “La tematización pendenciera y prepotente de los núcleos constitutivos de la cultura argentina”. Lo que a Bartís le interesa es precisamente eso: “La creación permite pensar la historia. Es un territorio defensivo que nos permite unirnos a códigos más justos y más nobles. Para no dejarnos capturar”.