Hondo empieza a contrapelo. Si la danza puede pensarse como una conquista, una ocupación, una gestión corporal del espacio, la obra de Inés Sanguinetti y Gustavo Lesgart se arriesga a contradecir esa creencia y postula, de entrada, la hipótesis de una venganza del espacio contra los cuerpos. Es el sentido brutal, casi sádico, de la escenografía que diseñó Alberto Negrín: una caja de tres lados (un fondo, dos costados) tapizada con una misma imagen (el primer plano de un pliegue de un cuerpo) que se repite en forma seriada sobre los tres paneles. Suerte de celda pop, esa caja con sorpresas (ranuras imperceptibles, arneses, escapes) es la primera de las violencias que Hondo ejerce sobre el imaginario espacial de la danza: el dispositivo escenográfico, entre Samuel Beckett y Andy Warhol, no está allí para que los bailarines desplieguen su vocación de conquista, sino más bien para limitarlos, reducirlos, coaccionarlos con la presión de una captura o un encierro. Esa simple premisa conceptual basta para predisponernos a ver otra cosa que lo que la danza suele prometer: no el éxtasis de una colonización estilizada, sino el drama sucio y forcejeado de una lucha.
Hondo es la presentación de una lucha, o más bien de dos luchas que a lo largo de casi una hora de espectáculo nunca dejan de entrelazarse. La primera es la que Lesgart y Sanguinetti libran contra las coerciones del espacio; la segunda, temática, es la que libran entre ellos, guerreros furiosos, en la acotada tridimensionalidad a la que los condena esa cárcel. Una mujer, un hombre, una escena-límite que los obliga fatalmente a estar juntos: no hace falta mucho más para deducir que el tema de Hondo es el amor. Pero si es el amor, ¿de qué clase de amor se trata? ¿Hay en verdad un tema?
Las formas banales de significar de la danza (la clásica, pero también -abrumadoramente- la danza contemporánea) ya nos tienen acostumbrados a traducirlo todo a la jerga de un sentido común emocional, esclavo, sobre todo, de un imaginario que rara vez supera el multiple choice sentimental. Nada de eso sucede en la obra de Sanguinetti-Lesgart, y por una razón muy simple: Hondo confía en las superficies. Toma un lugar común (la escena de amor, en el sentido en que los amantes dicen: me hizo una escena), lo reduce a sus partículas elementales y, como en un experimento de laboratorio, a la vez encarnizado y prescindente, hace atravesar el conjunto por una serie de estados o de fases que lo modifican. Así, la escena de amor no es aquí un condensado de sentidos (deseo, odio, despecho), y tampoco el pretexto para una narración sentimental (te descubro, te quiero, me engañás, te odio, nos peleamos, nos reconciliamos, etc.); es más bien como la materia prima de una energía que se despliega según coordenadas físicas, es decir, a la vez más abstractas y más materiales: atracción, acercamiento, roce, choque, repulsión, aceleración, fricción, yuxtaposición, fusión. Hondo es danza materialista; la pasión que pone en escena no es introspectiva sino exterior: no un bordado de almas sino un duelo de fuerzas. Y si Sanguinetti y Lesgart no le deben nada a la expresividad infantil con que la danza a menudo desangra la pasión, es porque Hondo renuncia, por principio y para felicidad del mundo, a la compulsión de significarla: la danza materialista es descriptiva, y es en ese registro exterior -en esa abstinencia de sentidos- donde alcanza sus máximos umbrales de intensidad y de perturbación.
Trenzándose en esa pasión polémica, arrastrándose por el piso y reptando como insectos por las paredes de la caja-cárcel (al punto de enrarecer, incluso, las certidumbres perceptivas del espectador), Lesgart y Sanguinetti no añaden danza a la danza: restan. Desestetizan la danza, borronean toda voluntad de estilización y exhuman, por fin, dos dimensiones oscuras que la danza parecía empeñada en reprimir. Una, formidable, es la dimensión sonora del cuerpo: caídas, impactos, choques, todas esas feroces disonancias de la carne con las que Hondo, como por primera vez, demuestra que bailar no es sólo hacer visible el movimiento de un cuerpo, sino también volverlo dramáticamente audible. La otra, igualmente inédita, es la dimensión del costo. El costo de bailar, sin duda, pero también el costo de toda pasión. Una vez más, Hondo no mide esa dimensión en términos artísticos ni emocionales sino físicos: ¿cuánto cuesta -en energía, en dolor, en gasto de movimiento- una hora de danza contemporánea? ¿Cuánto -en sudor, en fatiga, en vaciamiento- una hora de pasión amorosa? Hondo hace visible lo que la danza sólo puede enmascarar o confinar: la producción del cansancio. Así, siguiendo la huella de ese prodigioso calvario del cuerpo, Lesgart y Sanguinetti se inscriben en ese gran linaje de artistas extenuados que va de Franz Kafka a Pina Bausch, pasando por Beckett y esa gran cineasta-coreógrafa belga que es Chantal Ackerman.