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Atinado político, el historiador Eric Hobsbawm hizo terminar el siglo XX con la caída del Muro de Berlín. Según esa cuenta, cuando acabe este flamante año nuevo se habrá cumplido la primera década del siglo XXI. Para los apegados al calendario, en cambio, el final de 1999 coincidirá con los del siglo y del segundo milenio cristiano, aunque no todos en el mismo bando están de acuerdo con ese dato por aquello de si hay que contar desde el cero o desde el uno. Para colmo, habrá que reajustar el almanaque de todas las computadoras, porque sus programadores parece que nunca pensaron que los aparatos sobrevivirían al 2000. Como se ve, ni siquiera en este asunto sencillo el mundo está en condiciones de ofrecer completa certeza. A las incertidumbres planetarias, Argentina puede agregar las de su propia cosecha. Por lo pronto, las que se derivan del ciclo electoral que ofrecerá, dentro de diez meses, la cuarta oportunidad consecutiva en dieciséis años de elegir fórmula presidencial. En la teoría occidental de la democracia, esta posibilidad de alternancia en libertad merece la celebración cívica. Habrá que ver si, además, emergerá de las urnas una alternativa real, o sea un mejor gobierno. Entre tanto, el metabolismo de los partidos en disputa está entretenido en digerir sus propias menudencias, ronda interminable de astucias, con o sin escrúpulos, que por sus destellos y fugacidad parecen fuegos de artificio, entretenidos por un rato pero insoportables para el recuento de lo inolvidable. El presidente colombiano Andrés Pastrana, un conservador que busca un acuerdo de paz con la guerrilla marxista, apegándose a Montesquieu, sostiene que la inteligencia es fundamental para la política. Hablando de los tres poderes republicanos mencionó al Legislativo como la inteligencia que sueña, al Ejecutivo como la inteligencia que realiza y al Judicial como la inteligencia que corrige. Demasiada virtud para una región con vicios ancestrales, entre ellos el de ser la más injusta del mundo en la distribución de las riquezas. La economía, precisamente, sigue colonizando el pensamiento político y provocando la mayor cantidad de zozobras populares. Como en los últimos veinticinco años, las cuentas todavía son más importantes que la gente. En esta materia, los pronósticos de los economistas están avinagrados por el pesimismo. Para la CEPAL (Comisión Económica para América Latina) el crecimiento regional en 1999 será de apenas el uno por ciento y caerá el valor de las exportaciones por primera vez en la década debido al deterioro de los precios de las materias primas. Rudi Dornbush, un gurú financiero del Instituto Tecnológico de Massachusetts, admirador del modelo menemista, anuncia calamidades más cercanas al futuro argentino. Anticipa que la próxima crisis será en Brasil, que tiene tasas de interés del 40 por ciento en términos reales, un déficit de cuenta corriente del 12 por ciento y un déficit público del ocho por ciento, la economía en recesión, una enorme deuda externa y una creciente deuda interna. ¿Qué puede ser peor?, se preguntaba Dornbush un día después de la Navidad. No hay que subrayar de nuevo, por conocidas, las repercusiones nacionales que podrían derivarse de una crisis brasileña mal resuelta. En varios sentidos, para el futuro del país importan más las decisiones del presidente Fernando Cardoso que las del ministro local Roque Fernández. A partir de la relación de inteligencia y política que auspicia Pastrana, es difícil imaginar qué es peor, si estar en manos del autor renegado de la teoría de la dependencia o en las de un militante dogmático de los números sin humanidad. De momento, las masivas suspensiones de trabajadores, las licencias forzadas o los despidos directos que se anunciaron en las últimas semanas del año que se fue confirman que aún si gobernara la inteligencia harían falta considerables dosis de sensibilidad y de compasión para afrontar los tiempos que vienen. Las políticas democráticas tienen la obligación de domesticar al mercado salvaje y reestablecer un Estado equiparador. Para eso, deberían recuperar la capacidad perdida de indignarse ante la injusticia, como, por ejemplo, que en este mundo y en la era del conocimiento existan más de 130 millones de niños en países no industrializados [que] están creciendo sin acceso a la educación básica, según el informe de UNICEF sobre el Estado de la Niñez para 1999. Con el mismo rango de urgencia, el Derecho al Trabajo sigue siendo un asunto crucial en cualquier agenda de vida. El desempleo, con su carga de miseria material y humillación moral, es un factor de violencia, tanto en el centro como en la periferia. Las masivas peregrinaciones de desamparados en busca de nuevos destinos han provocado resurgimiento de xenofobia, racismo, discriminación y sentido tribal que empuja a las personas a agruparse en etnias y fundamentalismos religiosos, en riesgo constante de colisión irracional. Dado que la mayoría de gobernantes y políticos ha perdido la noción de equidad, subordinados como están a las crueles aritméticas contables del mercado, donde predominan los más fuertes, otras voces y otros brazos se hacen cargo de obligaciones impostergables. Así ocurrió en el fin de año, con la indignación moral de varios obispos que denunciaron iniquidades insoportables en el cuerpo social. El oficialismo se irritó como si lo hubieran sentado en un hormiguero, porque la injusticia para el Gobierno es nada más que una tarea postergada sin plazos y para la oposición, a veces, pareciera que se trata de un mero argumento para la crítica discursiva. Dos de cada diez argentinos, en el año pasado, participaron de actividades voluntarias de solidaridad y, según un censo provisional, alrededor de cuatro mil organizaciones no gubernamentales se ocupan en el país de problemas propios y ajenos. Es una saludable reacción de la sociedad civil, pero aunque este año se multiplicaran no podrán reemplazar al Estado indiferente ni fabricarán, por sí solas, soluciones duraderas. Si fueran suficientes, bastaría con entregarle el gobierno de la nación al directorio de Caritas, pero no lo son. Es conmovedor que existan manos solidarias que tiendan la mesa cada día en miles de comedores populares, pero ese esfuerzo no puede sustituir ni disimular el verdadero derecho de cada hogar a reunir a sus miembros alrededor de la propia mesa, provista por el propio trabajo. El colectivismo forzado por el autoritarismo de la necesidad puede ser tan nocivo como el exacerbado individualismo, egoísta y mezquino. Ningún año, década, centuria o milenio, por muy nuevos que sean, pueden dejar atrás, como lastre que se echa por la borda, lo que pasó en los tiempos precedentes. Tampoco 1999, claro está. El juicio político a Bill Clinton, consagrado como lingüista del milenio después de darle un nuevo significado al antiguo concepto de relaciones sexuales, lo mismo que la suerte del euro, que debutó ayer como la nueva moneda de la Unión Europea de mayoría socialdemócrata, serán temas del año nuevo. La nostalgia podrá solazarse con el cuarenta aniversario de la Revolución Cubana o con el alzamiento en Chiapas de hace cinco años, allí donde, según José Saramago, están representados el mundo y la esperanza. Los saltos tecnológicos, desde la robótica y el ciberespacio hasta la biogenética, en este año que recién empieza seguirán devorándose al tiempo y al espacio, al igual que a los pensamientos y las sensaciones más íntimas. Los desastres provocados por los huracanes en Centroamérica y el Caribe, la corriente de El Niño y otros fenómenos parecidos han probado cuánto falta para mantener una buena relación humana con la naturaleza. Los derechos a disponer del cuerpo y de la mente, lo mismo que el derecho al medio ambiente, contra la devastación ecológica, son inevitables en el temario de los asuntos pendientes. Estos nuevos derechos enlazan con los que contiene la Declaración Universal de los Derechos Humanos, cuyo 50º aniversario iluminó el final de 1998. Esas tres paginitas, escritas con un lenguaje chato, sin la grandiosidad de la independencia norteamericana o de la revolución francesa, aún tienen más peso que bibliotecas enteras o las lluvias de misiles en cualquier lugar del mundo. Tanto en 1957, cuando Nelson Mandela lo invocó en su defensa personal ante los jueces del apartheid, como en la reciente detención de Augusto Pinochet en Londres, ese manifiesto moral, sin fuerza de ley, ha probado a lo largo de medio siglo que ninguna doctrina, fuerza o poder puede sobrevivir en paz si lo pasa por alto. Es un mensaje con futuro. Desde sus entrañas está pariendo un nuevo derecho internacional, dispuesto a juzgar a los responsables por los crímenes más aberrantes: el genocidio, los tormentos, el despotismo y otras perversiones de la condición humana, entre las que deberá figurar la corrupción económica, más tarde o más temprano. Al alumbrar, este 1999 encontró en prisión a un puñado nacional de ese tipo de criminales, apresados en nombre de los derechos a la identidad y a la vida. A medida que se gaste el año puede ser que otros, que hoy viven en vigilia de espanto, sean atrapados por ese nuevo ethos de final de época. En esas expectativas hay motivos suficientes para no sucumbir a los horóscopos del tremendismo económico, y guardar esperanzas. Si hay que elegir profetas, mejor los de la Biblia, que anticipaban problemas pero auguraban bendiciones. Si hay que elegir destino, mejor el que pueda construirse en comunión con los semejantes. Si hay que elegir año, mejor el año que viene.
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