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CHICOS CON PROBLEMAS DE SALUD MENTAL QUE TRABAJAN EN EL ZOOLOGICO
Jaulas para salir del encierro

Casi 50 chicos que han recibido tratamientos en hospitales de Salud Mental forman parte del programa “Cuidar cuidando” en el Zoológico porteño. Para muchos que han sido expulsados repetidamente de escuelas e instituciones varias, el cambio llega mientras aprenden a cuidar los animales. Algunos se quedan.

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Por Alejandra Dandan

t.gif (67 bytes)  “Todos los miércoles y viernes de su vida estos chicos suben un escalón”. Sergio es cuidador de animales en el zoo porteño. Un día conoció a Pablo cuando alguien le dijo que ese petiso iba a ayudarlo a cuidar lobos marinos. Fue hace cuatro años. Pablo tenía doce, cinco expulsiones en escuelas y una trompada lista para quien frunciera el ceño. En estos años existieron roces y una piña de Pablo a un cuidador. Y hubo algo más: confianza. Pablo, como ahora otros 48 chicos forman parte de un programa que empezó con el Hospital de Psiquiatría Infanto-Juvenil Carolina Tobar García cuando el zoológico todavía era municipal: hace ocho años. Para contar de qué se trata, un chico habla de la comida del mono Martín “ese que sacude las tablas apenas pisás la jaula”. Los grandes en cambio, hablan de un proyecto que vincula tratamientos entre instituciones de salud mental y la sociedad. El primer resultado: “Cuidar cuidando”, nombre del programa. El segundo: Pablo, ese petiso ahora estirado y de 16 años que acaba de recibir por primera vez un diploma como empleado del zoológico.
“Yo acá viví toda la adolescencia. Y, el zoo... es como mi segunda casa”. Pablo es el de losna13fo02.jpg (10129 bytes) tiradores amarillos. “Acá la historia de todos es la misma”, dice en busca de una pausa. Ese pedazo de historia que lo condujo al zoo es la misma que Sergio opta por no preguntar. “Se vuelven como hermanos nuestros. Yo no pregunto nada, ellos solos después vienen, se sientan y te empiezan a contar”. Sergio habla de hermanos y Pablo, que da vueltas por el parque, no se puede olvidar “que él me jodía para que lo acompañe, que aprenda”. De un lado, hubo instrucciones sobre cómo cortar la comida. Del otro reproches y arrebatos. Para domar esos arrebatos Sergio fabricó inventos: “Un día Pablo me dijo que se había anotado en un taller de oficio –dice el mayor–. Lo hinché para que termine el primario y le hice pensar que él daba para más”. El petiso escuchó. Terminó el colegio y se anotó en un industrial.
Pablo persistió con el estudio y el trabajo en el parque hasta que el año pasado lo contrataron en el zoo. “Fue recopado –se acuerda Pablo que está desparramado en el suelo–, lo más grosso que me pudo pasar”. Era fin de año y le mintieron convocándolo a la entrega de un premio de fútbol. “De repente veo que un jefe de acá dice mi nombre y pensé: Uy, otra cagada más”. Pero no hubo reproches. Firmó contrato.
na13fo03.jpg (15601 bytes)Ahora otra vez alguien pronunció el nombre de Pablo: “Es el primer año que me entregan un diploma como cuidador –dice el pibe–, eso es muy fuerte”. Va camino al acuario. Hace pasear la visera dada vuelta y echa un silbido finito al estanque de focas. Lo consigue: a las panzadas las focas se enredan en gritos roncos. “Todos lo hacen acá –ironiza–. Ellas piensan que es la hora de la comida”. Hay un chimpancé minúsculo que intenta sin fortuna amarrarse a un árbol. Un colorado habla de Martín, Ronco, Miriam y Sasha. Son todos monos. El colorado los conoció cinco años atrás cuando también él consiguió entrar al programa. Y dice consiguió porque “es difícil. Sabés que te hacen hacer pelar una naranja o cortar fruta”. No son las únicas pruebas. El examen de ingreso es bisagra entre un seguimiento inicial y la reinserción buscada por el programa.
Porque pudo meterse en ese circuito y “dar en la tecla” Beatriz se carga la cara con una sonrisa de lado a lado. Es la mamá de Enrique. Está parada en un rincón del zoo pateando pasillos que aprendió a respirar desde que la silueta de su hijo se metió en la jaula del oso hormiguero. La mujer acomoda en calma el cuerpo en una silla insistiendo al ritmo del movimiento que “no, no tuve miedo, lo vi a él que de verdad se tomaba el tema con responsabilidad”. De todos modos si había un viaje cercano al zoo, se arrimaba de visita. Cada encuentro confirmaba los testeos de los médicos: Enrique empezaba a dejar de ser aquel pibe que intentó tirarse del techo de una escuela. Los meses cambiaron a ese hijo que por más cambios de colegios seguía golpeando maestras. Antes del mameluco del zoo,Enrique andaba de analista a pedagogos, de terapias a psiquiatras, de golpes a los padres a fabricar modos de incendiar la casa. “No, yo no les tengo miedo...lo que sí, los respeto”, dice ahora Enrique. Habla del oso y también de los canguros que cada viernes, lunes y miércoles se encarga de atender. No habla demasiado, tampoco Cristian hasta que alguien cercano sugiere una visita al reptilario. “Antes estaba en el taller pero pedí ir al reptilario porque hay menos trabajo”, cuenta Cristian escondiendo un poco la voz, igual que la cara detrás del pelo claro. Alguien quiere saber “si de verdad esa víbora que tenés encima no está grogui para que no te haga nada”. Lo dicho parece ofensa: “No, algunas están amaestradas. No te tiran a morder pero los lagartos sí”, dice Cristian y explica que según los que saben –como él ahora– la boca es el mejor sitio para sujetar a los lagartos “porque si no, te muerden”.
Un pato chilla en el acuario. Pablo explica que tiene hambre. Uno de los chicos habla de los pedacitos de carne que corta para las tortugas, “porque las marinas se alimentan con carne”. También, en ronda todos opinan de los monos y de esos golpes de Martín “que a veces te hartan, porque cuando te ven, si un mono empieza a golpear las puertas, todos siguen con el pan–pan–pan. Es una locura”.
En un rincón del parque ahora piden por Cristian Lourenti. “Porque cumplió un ciclo y hoy está egresando del programa”, anuncia quien conduce. El colorado Cristian se levanta. Los golpes del mono Martín están lejos. El que entrega el diploma tiene los ojos mojados. Cristian se acerca. “La onda acá –va a decir Pablo algo después– es que todo el mundo quiere quedarse pero no se puede”. En tanto, el locutor que es médico apretaba fuerte al colorado. Enrique se acuerda del susto esa vez que dejó abierta la jaula del oso hormiguero. Cristian levanta el diploma que le dan. Sergio, el cuidador repite lo del destete. Cristian ahora dice que su beca termina el 31 de diciembre. Sergio vuelve a hablar de las escaleras subidas miércoles y viernes. Cristian: “No, yo no puedo hacer el secundario, ahora me falta un año para terminar la primaria y voy hacer algún oficio”. Beatriz insiste con una iniciativa de padres para pedir becas en empresas. Cristian sigue diciendo que “no hay problema, después del Zoo algo voy a conseguir”.

 

“Un espacio intermedio”


–Dale Pavarotti, cantá –grita alguien en el comedor del zoológico.
–Ahora va, pero... Ehh, señor –sorprende Pavarotti, que es Antonio, al hombre que lo apunta con el cañón de una filmadora–, tiene la luz roja apagada.
La impertinencia de Antonio se responde con carcajadas. Está a punto de emular a Sandro en una balada. Hay un cuidador del parque que acompaña rasgueando guitarra. Antonio entona sin afinar: “Quizás tus ojos están también...”. Y patina. Pide “un momento que me olvidé la letra”. Saca un papel y sigue. Entre los que se doblan de risa está Ana María Papiermeister, coordinadora del Programa “Cuidar, Cuidando” y los 48 chicos que este año lo integraron. Los ingresos son provocados por patologías distintas. Todos, sin embargo, llegan con dificultades psicológicas o psiquiátricas después de tratamientos en hospitales de Salud Mental. Poco más tarde, Vicente de Gemmis hablará del objetivo que tiene esa idea generada en el hospital Infanto Juvenil Carolina Tobar García, en 1990. “Tratamos de intentar que los chicos puedan a través del trabajo interdisciplinario lograr la reinserción total o parcial”, dice. Adopta la idea de un puente como buena metáfora: “es un espacio intermedio entre las instituciones y el afuera”. Ese espacio puente que está en el medio es el zoológico. Ahí los chicos se visten con el mismo uniforme que los cuidadores y trabajan con ellos atendiendo a animales.
Con quienes tienen dificultades más delicadas o con los que apenas ingresan se trabaja los lunes en talleres de manualidades. A medida que pasa el tiempo suman miércoles y viernes en el zoo. Están durante todo el día becados por el parque. Reciben un pago simbólico de cincuenta pesos durante el primer tiempo y de cien cuando aumentan los días.

 

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