Por Alejandra Dandan
Todos
los miércoles y viernes de su vida estos chicos suben un escalón. Sergio es
cuidador de animales en el zoo porteño. Un día conoció a Pablo cuando alguien le dijo
que ese petiso iba a ayudarlo a cuidar lobos marinos. Fue hace cuatro años. Pablo tenía
doce, cinco expulsiones en escuelas y una trompada lista para quien frunciera el ceño. En
estos años existieron roces y una piña de Pablo a un cuidador. Y hubo algo más:
confianza. Pablo, como ahora otros 48 chicos forman parte de un programa que empezó con
el Hospital de Psiquiatría Infanto-Juvenil Carolina Tobar García cuando el zoológico
todavía era municipal: hace ocho años. Para contar de qué se trata, un chico habla de
la comida del mono Martín ese que sacude las tablas apenas pisás la jaula.
Los grandes en cambio, hablan de un proyecto que vincula tratamientos entre instituciones
de salud mental y la sociedad. El primer resultado: Cuidar cuidando, nombre
del programa. El segundo: Pablo, ese petiso ahora estirado y de 16 años que acaba de
recibir por primera vez un diploma como empleado del zoológico.
Yo acá viví toda la adolescencia. Y, el zoo... es como mi segunda casa.
Pablo es el de los tiradores amarillos. Acá la
historia de todos es la misma, dice en busca de una pausa. Ese pedazo de historia
que lo condujo al zoo es la misma que Sergio opta por no preguntar. Se vuelven como
hermanos nuestros. Yo no pregunto nada, ellos solos después vienen, se sientan y te
empiezan a contar. Sergio habla de hermanos y Pablo, que da vueltas por el parque,
no se puede olvidar que él me jodía para que lo acompañe, que aprenda. De
un lado, hubo instrucciones sobre cómo cortar la comida. Del otro reproches y arrebatos.
Para domar esos arrebatos Sergio fabricó inventos: Un día Pablo me dijo que se
había anotado en un taller de oficio dice el mayor. Lo hinché para que
termine el primario y le hice pensar que él daba para más. El petiso escuchó.
Terminó el colegio y se anotó en un industrial.
Pablo persistió con el estudio y el trabajo en el parque hasta que el año pasado lo
contrataron en el zoo. Fue recopado se acuerda Pablo que está desparramado en
el suelo, lo más grosso que me pudo pasar. Era fin de año y le mintieron
convocándolo a la entrega de un premio de fútbol. De repente veo que un jefe de
acá dice mi nombre y pensé: Uy, otra cagada más. Pero no hubo reproches. Firmó
contrato.
Ahora otra vez alguien pronunció el nombre de Pablo: Es el primer año
que me entregan un diploma como cuidador dice el pibe, eso es muy
fuerte. Va camino al acuario. Hace pasear la visera dada vuelta y echa un silbido
finito al estanque de focas. Lo consigue: a las panzadas las focas se enredan en gritos
roncos. Todos lo hacen acá ironiza. Ellas piensan que es la hora de la
comida. Hay un chimpancé minúsculo que intenta sin fortuna amarrarse a un árbol.
Un colorado habla de Martín, Ronco, Miriam y Sasha. Son todos monos. El colorado los
conoció cinco años atrás cuando también él consiguió entrar al programa. Y dice
consiguió porque es difícil. Sabés que te hacen hacer pelar una naranja o cortar
fruta. No son las únicas pruebas. El examen de ingreso es bisagra entre un
seguimiento inicial y la reinserción buscada por el programa.
Porque pudo meterse en ese circuito y dar en la tecla Beatriz se carga la cara
con una sonrisa de lado a lado. Es la mamá de Enrique. Está parada en un rincón del zoo
pateando pasillos que aprendió a respirar desde que la silueta de su hijo se metió en la
jaula del oso hormiguero. La mujer acomoda en calma el cuerpo en una silla insistiendo al
ritmo del movimiento que no, no tuve miedo, lo vi a él que de verdad se tomaba el
tema con responsabilidad. De todos modos si había un viaje cercano al zoo, se
arrimaba de visita. Cada encuentro confirmaba los testeos de los médicos: Enrique
empezaba a dejar de ser aquel pibe que intentó tirarse del techo de una escuela. Los
meses cambiaron a ese hijo que por más cambios de colegios seguía golpeando maestras.
Antes del mameluco del zoo,Enrique andaba de analista a pedagogos, de terapias a
psiquiatras, de golpes a los padres a fabricar modos de incendiar la casa. No, yo no
les tengo miedo...lo que sí, los respeto, dice ahora Enrique. Habla del oso y
también de los canguros que cada viernes, lunes y miércoles se encarga de atender. No
habla demasiado, tampoco Cristian hasta que alguien cercano sugiere una visita al
reptilario. Antes estaba en el taller pero pedí ir al reptilario porque hay menos
trabajo, cuenta Cristian escondiendo un poco la voz, igual que la cara detrás del
pelo claro. Alguien quiere saber si de verdad esa víbora que tenés encima no está
grogui para que no te haga nada. Lo dicho parece ofensa: No, algunas están
amaestradas. No te tiran a morder pero los lagartos sí, dice Cristian y explica que
según los que saben como él ahora la boca es el mejor sitio para sujetar a
los lagartos porque si no, te muerden.
Un pato chilla en el acuario. Pablo explica que tiene hambre. Uno de los chicos habla de
los pedacitos de carne que corta para las tortugas, porque las marinas se alimentan
con carne. También, en ronda todos opinan de los monos y de esos golpes de Martín
que a veces te hartan, porque cuando te ven, si un mono empieza a golpear las
puertas, todos siguen con el panpanpan. Es una locura.
En un rincón del parque ahora piden por Cristian Lourenti. Porque cumplió un ciclo
y hoy está egresando del programa, anuncia quien conduce. El colorado Cristian se
levanta. Los golpes del mono Martín están lejos. El que entrega el diploma tiene los
ojos mojados. Cristian se acerca. La onda acá va a decir Pablo algo
después es que todo el mundo quiere quedarse pero no se puede. En tanto, el
locutor que es médico apretaba fuerte al colorado. Enrique se acuerda del susto esa vez
que dejó abierta la jaula del oso hormiguero. Cristian levanta el diploma que le dan.
Sergio, el cuidador repite lo del destete. Cristian ahora dice que su beca termina el 31
de diciembre. Sergio vuelve a hablar de las escaleras subidas miércoles y viernes.
Cristian: No, yo no puedo hacer el secundario, ahora me falta un año para terminar
la primaria y voy hacer algún oficio. Beatriz insiste con una iniciativa de padres
para pedir becas en empresas. Cristian sigue diciendo que no hay problema, después
del Zoo algo voy a conseguir.
Un espacio
intermedio
Dale Pavarotti, cantá grita alguien en el comedor del zoológico.
Ahora va, pero... Ehh, señor sorprende Pavarotti, que es Antonio, al hombre
que lo apunta con el cañón de una filmadora, tiene la luz roja apagada.
La impertinencia de Antonio se responde con carcajadas. Está a punto de emular a Sandro
en una balada. Hay un cuidador del parque que acompaña rasgueando guitarra. Antonio
entona sin afinar: Quizás tus ojos están también.... Y patina. Pide
un momento que me olvidé la letra. Saca un papel y sigue. Entre los que se
doblan de risa está Ana María Papiermeister, coordinadora del Programa Cuidar,
Cuidando y los 48 chicos que este año lo integraron. Los ingresos son provocados
por patologías distintas. Todos, sin embargo, llegan con dificultades psicológicas o
psiquiátricas después de tratamientos en hospitales de Salud Mental. Poco más tarde,
Vicente de Gemmis hablará del objetivo que tiene esa idea generada en el hospital Infanto
Juvenil Carolina Tobar García, en 1990. Tratamos de intentar que los chicos puedan
a través del trabajo interdisciplinario lograr la reinserción total o parcial,
dice. Adopta la idea de un puente como buena metáfora: es un espacio intermedio
entre las instituciones y el afuera. Ese espacio puente que está en el medio es el
zoológico. Ahí los chicos se visten con el mismo uniforme que los cuidadores y trabajan
con ellos atendiendo a animales.
Con quienes tienen dificultades más delicadas o con los que apenas ingresan se trabaja
los lunes en talleres de manualidades. A medida que pasa el tiempo suman miércoles y
viernes en el zoo. Están durante todo el día becados por el parque. Reciben un pago
simbólico de cincuenta pesos durante el primer tiempo y de cien cuando aumentan los
días.
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