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LA VERDADERA HISTORIA DEL TIGRE ACOSTA EN LA ESMA

El dedo de Dios

Así se llamaba a sí mismo el entonces capitán, cuando decidía sobre la vida y la muerte de sus prisioneros. Altivo, ambicioso de poder, amante de las bromas macabras, confesaba que él no resistiría la tortura que aplicaba día y noche en su fábrica del terror.

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Por Miguel Bonasso

t.gif (67 bytes)  Selenio era el nombre en clave que los marinos del Grupo de Tareas 3-3/2 le pusieron a su base, la Escuela de Mecánica de la Armada. Acaso porque la concebían como una luna enferma allí en el confín de la Capital, a metros de las Escuelas Raggio y la General Paz. Y Selenio, la faz en eterna sombra de Selene, tendría un amo y señor de sus espacios desalmados, que se venía preparando desde la infancia para reinar en el inframundo. Un niño al que le decían "Gales" que había construido un patíbulo de aves allá en su casa de Saavedra donde muchas tardes espió a solas la agonía y el silencio de los inocentes. Un niño al cual el escalafón naval y la historia trágica de la Argentina contemporánea convertirían, en 1976, en el capitán de corbeta Jorge Eduardo Acosta.

Gales, el hijo mayor de una maestra viuda, había dado los pasos imprescindibles para llegar a suna02fo02.jpg (13585 bytes) destino: el patíbulo clandestino de hombres. Ya en sus tiempos iniciales de la Escuela Naval, cuando todavía era un "bípedo", supo elegir bien su "padre" entre los cadetes de cuarto año. Porque su protector pertenecía a la secta interna de los "luteranos", cuyos miembros se reclutaban cada cuatro promociones. Y el "padre" lo inició en los ritos. Imponiéndose respeto ante la diosa hindú de los cuatro brazos: la implacable Kali. Luego, cuando él mismo fue un cadete de cuarto, hizo bailar en el "orden cerrado" a los bípedos que no se cuadraban al grito de "¡Kali!". Y esa pertenencia, aunque parezca absurdo, llegaría a servirle para abrir algunas puertas decisivas en su carrera futura, cuando otros dos "luteranos", el contraalmirante Rubén Jacinto Chamorro (alias "Delfín") y el almirante Emilio Eduardo Massera (alias "Negro" o "Cero"), comandaran la mayor cacería de hombres de la historia argentina contemporánea y convirtieran a la Armada en una organización mafiosa consagrada al robo y el crimen. Ya en sus tiempos de cadete, Gales oyó hablar de Massera como un líder de su camada. Un tipo piola al que se le permitía lo que en otro oficial se hubiera considerado indigno: que le diera al trago, que fuera burrero y mujeriego. Pero, más adelante, a comienzos de los sesenta, ese deslumbramiento ante el personaje cobraría una nueva dimensión orgánica cuando Massera fue designado segundo jefe del Servicio de Informaciones Navales (SIN) y comenzó sus primeros contactos, discretos, con políticos, sindicalistas, prelados y periodistas que le servirían una década más tarde para acceder a la Comisión Política de las Fuerzas Armadas y llamar la atención del hombre a quien se había propuesto asesinar en noviembre de 1972: Juan Perón.

Gales siguió los pasos de Massera y se convirtió en oficial de Inteligencia, realizando los infaltables cursos con "asesores" extranjeros, que lo formarían en el macartismo contrainsurgente y trasladarían su afición por aves y gatos a "peronachos", "subversivos", y "comunistas". El país de entonces estaba dividido entre peronistas y antiperonistas, y el mundo, en la época de la guerra fría y los misiles soviéticos en Cuba, era visualizado por estos oficiales (y sus instructores estadounidenses e ingleses) como un campo casi metafísico donde dirimían sus fuerzas el Occidente Cristiano y el Anticristo Marxista.

 

 

Gales encuentra su circunstancia

 

na03fo01.jpg (8403 bytes)A comienzos de 1976, cuando el gobierno de Isabel Perón naufragaba en la incompetencia, la hiperinflación, el escándalo y el terrorismo de Estado que ya había dado sus primeros zarpazos con la Tripe A (Alianza Anticomunista Argentina), los marinos se preparaban, junto con sus colegas del Ejército y la Fuerza Aérea, para dar un golpe, que esa vez debía ser "definitivo". Es decir: que no sólo debía acabar con la guerrilla guevarista del ERP y la peronista de Montoneros, sino con todo vestigio de organización popular y muy especialmente obrera. Lo que el líder radical, Ricardo Balbín, marcaba con lenguaje policial como "la guerrilla industrial". Un presupuesto indispensable para imponer un plan económico que suponía la "apertura de la economía", la concentración monopólica y la destrucción del Estado tutelar organizado en los primeros gobiernos de Perón. La Marina había sido históricamente la fuerza número dos, detrás del Ejército. Con un protagonismo mayor, luego diluido, en los tiempos de la llamada Revolución Libertadora y el halcón Isaac Francisco Rojas. Ahora también debía ser número dos, con un agravante en su contra: el peronismo la detestaba por el bombardeo del 16 de junio de 1955 y la masacre de Trelew, el 22 de agosto de 1972. Sólo que su jefe de entonces, el almirante Massera, que había trepado al poder de la mano del Brujo José López Rega y la logia mafiosa italiana Propaganda Dos, no se resignaba al eterno papel del segundón y competía con los jefes del Ejército. Por lo que, en la represión generalizada y sistemática que ya era inminente, la Armada debía descollar en el celo persecutorio, para sumar los puntos que luego le permitieran tener un rol protagónico en el triunvirato militar y abonar las aspiraciones individuales de su jefe. Que pretendía ser el presidente "constitucional" que sucediera a la dictadura. Aunque eso implicara volver a concederle espacio a los sectores más conservadores del populismo. Por eso, y no sólo porque la viuda de Perón se los había ordenado, como después dirían para justificarse, los militares y los marinos comenzaron las operaciones clandestinas de represión antes de dar el golpe el 24 de marzo de 1976.

En el caso de la Marina se decidió que la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y el Apostadero Naval serían dos centros claves de "reunión de prisioneros". Y algo más importante aún: que en la jurisdicción de la Capital Federal y el Gran Buenos Aires, los marinos tendrían como misión central la captura y aniquilamiento de los Montoneros: la organización a la que las Fuerzas Armadas más temían a nivel político. Así comenzaron a operar, aún antes de las Directivas Secretas del Proceso y de su propio plan interno. No tenían todavía una teoría bien clara, que fueron definiendo sobre la marcha, pero desde el inicio entendieron que los viejos mecanismos institucionales de espionaje y provocación con que operaba el SIN, no les servían mucho para la nueva etapa. Era preciso crear Grupos de Tareas especiales, de gran movilidad, que actuaran con reglas clandestinas muy estrictas. Como el uso de nombres de guerra para ocultar la identidad de sus integrantes. Y adquirir un mayor conocimiento de técnicas de tortura, incorporando al Grupo a los expertos que podían adiestrarlos: policías de Coordinación Federal y miembros de otras fuerzas de seguridad, como la Prefectura Naval Marítima y el Servicio Penitenciario Federal, que había construido una red eficaz de inteligencia infiltrando "buches" entre los presos. Había que reclutar asesinos y torturadores y esbozar un plan de acción que diera rápidos resultados y los mandos navales pensaron que el hombre indicado era un teniente de navío de 35 años, casado, con dos hijos, que pronto ascendería a capitán de corbeta. Había llegado la hora de Gales.

 

 

Gales se convierte en el Tigre

 

Acosta presentó un plan de inteligencia bastante simple, que fue aprobado de inmediato, y el Grupo de Tareas se lanzó a operar. Jerárquicamente tenía por arriba al director de la ESMA, Chamorro, y al capitán de navío Salvio Menéndez, malherido en uno de los primeros operativos y reemplazado por el hoy prófugo capitán Jorge Vildoza (alias "Gastón"). Pero nadie dudaría, andando el tiempo, que el hombre imprevisible e irónico, de sonrisa a lo Guasón, que se hacía llamar "Santiago" (y pronto, "el Tigre") era --por así decir-- el "alma" del Grupo. En febrero de 1976, un mes antes de que el golpe militar generalizara el terrorismo de Estado, con facilidades especiales como las "áreas libres para operar", el GT de la ESMA debutó secuestrando a una mujer uruguaya. El hecho apareció en los diarios pero fue atribuido a la Triple A. Algunos de cuyos miembros, como el suboficial penitenciario Orlando Generoso (alias "Fragote"), llegarían a integrar la escuadra terrorista de los navales, para sumarse --en tiempos de la democracia-- a Bridees, el aparato de inteligencia y seguridad del empresario Alfredo Yabrán.

A partir del 24 de marzo, el Grupo de Tareas de la ESMA ya tenía una estructura orgánica, que dividía sus funciones en tres grandes unidades: Operaciones, Inteligencia y Logística. Los primeros secuestraban y saqueaban las viviendas de sus víctimas; los segundos torturaban, iban delineando el organigrama enemigo y planificando nuevas operaciones y los terceros administraban el botín de guerra y proveían de recursos a operativos y torturadores. El Tigre Acosta era el jefe de Inteligencia. Con oficinas en el área secreta de "El Dorado", en el casino de oficiales de la ESMA, donde en los sótanos y el altillo empezaban a desfilar, encapuchados y encadenados, los hombres y mujeres que desaparecerían para siempre.

Al comienzo, perpetraron macabros errores en su plan de exterminio, como arrojar desaparecidos al Río de la Plata y pronto los diarios del Uruguay dieron cuenta del hallazgo de cadáveres en la otra orilla. Se establecieron entonces los vuelos de la muerte sobre el Atlántico. Los prisioneros que iban a morir eran bajados desde la Capucha a la enfermería de la ESMA donde los inyectaban con "pentonaval" (pentotal) y los llevaban en aviones Fokker mar adentro para hacerlos desaparecer en los abismos. Los "traslados", como se los llamaba eufemísticamente en la jerga de la ESMA, se hacían los miércoles. Ese día hombres y mujeres encapuchados y engrillados esperaban en el altillo de la Escuela a que un "verde" (uno de los jóvenes guardianes) los llamara por su número. Si el prisionero no era convocado respiraba aliviado en su jergón: viviría la menos hasta el otro miércoles. Pero si escuchaba los cuatro guarismos a que había quedado reducida su identidad, comprendía que esa tiniebla hedionda de Capucha, que ni siquiera podía ver, era la última estación de su existencia. Su destino había sido sellado --sin defensa ni apelación-- por un tribunal integrado por un grupo reducido de verdugos, entre los que descollaba el Tigre. El dejaba la tasa de café, tomaba con morosidad un dossier, lo abría y comentaba a sus jefes si la persona cuyos datos figuraban en esa carpeta debía "irse para arriba" (en el Fokker), si convenía "pasarlo por derecha" a la cárcel; si podía ser "recuperado" para convertirlo en auxiliar de inteligencia de los represores o si (lo más raro) estaba allí por equivocación y podía ser liberado.

En 1976, las emanaciones de espanto que se filtraban del edificio de Avenida Libertador aterraban a los militantes que aún circulaban libres y perseguidos por las calles de Buenos Aires. Se hablaba de despellejamiento de prisioneros (como en el caso de Jorge Lizaso), de corte de miembros con una sierra, además de los métodos tradicionales de la picana eléctrica y el submarino. Los que tenían hijos pequeños recordaban casos de torturas frente a los padres. Y los que militaban temían por sus parientes más cercanos, porque familias enteras (como los Tarnopolsky) habían sido devoradas por el gigantesco "chupadero". Pero Acosta y los otros burócratas del terror podían exhibir estadísticas exitosas ante Cero: entre marzo de 1976 y marzo de 1977 habían secuestrado dos mil personas. Un año más tarde la cifra ascendía a cuatro mil setecientos cincuenta. Todas o casi todas habían pasado por la misma rutina: el secuestro, la tortura en los sótanos del Casino de Oficiales; la espera del "traslado" en los hediondos yacijos de Capucha y, en la inmensa mayoría de los casos, el pentonaval y el vuelo final sobre el Atlántico. De esa etapa, de terror absoluto, el ex capitán Acosta prefirió no hablar, en estos días, con el juez que lo procesa por robo de niños, Adolfo Bagnasco. ("Nadie se quejó nunca de haber estado en la ESMA", llegó a ufanarse con su proverbial cinismo.) Sin embargo, en esos días febriles, él entraba y salía de los "camarotes" 13 y 14 de los sótanos de la ESMA, para sonreír en el pasillo (que había bautizado "La calle de la felicidad"), tomarse un vaso de agua, volver a entrar a los cuartuchos de aglomerado, empuñar la picana "Carolina" (que le había diseñado especialmente un ingeniero electrónico) y preguntarle a una guerrilla que se había tomado la pastilla de cianuro y habían logrado "sacarla" para que hablara: "¿Sabés dónde estás? Este no es el Cielo y yo no soy San Pedro. Estás en la Escuela de Mecánica". O besar, a través de la capucha, a un prisionero que llegaba a la "parrilla", para decirle al oído: "¡Chachito, por fin viniste, eras el único que me faltaba para completar el organigrama!". En esos días no había sutiles maniobras de inteligencia, como las que Acosta describió con desparpajo ante el juez. Las swat de operaciones, precedidas por un patrullero donde iba un "dedo" a marcar a sus antiguos compañeros, llevaban una picana a pilas para no perder tiempo y sacar un nombre, una cita, en el camino, antes aún de regresar a la base, a Selenio. Porque si la cantada llegaba con premura, podían seguir cazando y llevar otras presas a la base. En ese entonces los únicos "agentes" (como los llama ahora Acosta, pretendiendo que incluso cobraban un sueldo de la Marina) eran un puñado menor de hombres y mujeres degradados por el Tigre, que habían decidido salvar sus vidas a cualquier precio y ponían todo su esfuerzo en recordar lugares y caras en las calles de Buenos Aires. Colaboradores activos que le habían proporcionado al Tigre, además, algo mucho más importante: los métodos organizativos, la estructura, el organigrama, y hasta la visión del mundo que tenían los Montoneros. El pequeño núcleo de traidores, kapós y amantes de los verdugos --claramente minoritario en un espacio donde predominaron la dignidad y el martirio de la mayoría anónima-- había sido bautizado por Acosta (en su pedestre estilo pseudoempresario) como el ministaff. Faltaban unos meses, todavía, para que se fuera conformando otro grupo de sobrevivientes, bien diferenciado del primero, que sería obligado a trabajar, desde la esclavitud, desde la "reducción a servidumbre" que pena la ley, para el proyecto político del Almirante. Llegando a constituir lo que Massera llamaría "mis asesores de izquierda" y el Tigre, simplemente, el staff.

 

 

El dedo de Dios

 

La creación del staff se fue dando de manera paulatina y, como suele suceder, fue una mezcla dena03fo01.jpg (8403 bytes) circunstancias casuales y proyectos claramente delineados. A comienzos de 1977 la organización Montoneros había sido prácticamente devastada, aunque su conducción, que había debido replegarse al exterior, no quisiera reconocerlo. El ritmo de caídas comenzó a decaer y los marinos empezaron a prestar más atención al ángulo político que al exclusivamente militar. Massera se despegó más notoriamente de Videla y a medida que se acercaba su retiro como comandante, fue cobrando mayor peso su proyecto de sucesión "constitucional". Contemporáneamente, los marinos comenzaron a preocuparse por lo que les parecía una notoria ingratitud: ellos habían peleado por el Occidente Cristiano contra el comunismo y el gobierno de James Carter los censuraba por sus violaciones a los derechos humanos. Además, a diferencia del Ejército, que era un partido militar y se la había pasado haciendo política desde el '30, ellos carecían de experiencia y de cuadros. Por último, pensaron que era bueno dejar un núcleo de sobrevivientes y largarlos por el mundo, para evitar futuras acusaciones y presentarse con una faz "humanitaria" que no habían tenido "los fósforos". (Lo que Acosta ha tratado de hacer en estos días en sus declaraciones ante Bagnasco y en el reportaje concedido a Ambito Financiero.) Una serie de circunstancias propicias que favorecieron el surgimiento del staff.

La mayoría de los prisioneros que integraron la nueva estructura habían resistido la tortura sin delatar a sus antiguos compañeros. Algunos, como el antiguo dirigente de la JP Beto Ahumada, habían sido torturados durante meses, sin que entregaran un nombre o una cita, pero sin embargo estaban profundamente desmoralizados por lo que habían conocido en el infierno y vieron como una posibilidad de sobrevivencia la colaboración real o fingida con los marinos en un plano político. Pensaban que se podía sacar a los marinos de la cacería y salvar así sus vidas y las de otros compañeros que aún conservaban la libertad. El grupo estaba formado por hombres que habían tenido un cierto grado de representatividad pública y por mujeres que también eran "cuadros" de la Organización o eran viudas de jefes montoneros. Entonces la ESMA cambió. Incluso físicamente. En el antiguo Pañol Grande donde antes se depositaban los bienes robados a los desaparecidos (el famoso botín de guerra con el que se enriquecieron Acosta y otros oficiales), se levantaron cubículos de plástico que dieron origen a otro nombre de la jerga interna: La Pecera. No habían cesado ni las torturas ni las ejecuciones --como las de Héctor Hidalgo Solá, Azucena Villaflor, las monjas francesas o la fundadora de Montoneros, Norma Arrostito, a la que el Tigre hizo asesinar en contra de la opinión del propio Chamorro--, pero los vuelos eran menos frecuentes que en el pasado inmediato. Las condiciones de vida de los elegidos para sobrevivir mejoraron, porque Acosta entendió que para hacerlos producir debía otorgar algunas concesiones. Empezando por la promesa de sobrevivir. El soñaba con ser la mano derecha del Almirante luterano (aunque ahora lo niegue ante el juez, alabando al Massera comandante y criticando al Massera que pretendió ser político) y sabía que en la nueva etapa que se iniciaba los sobrevivientes podían serle tan útiles para trepar, como antes lo habían sido los desaparecidos que había arrojado al océano. A los prisioneros tardíos, que cayeron a fines del '77, como Jaime Dri, un Tigre que discurseaba sobre el tomismo y el Orden Natural solía decirles: "Todo eso que ustedes andan proclamando por el mundo es mentira. No tiramos a nadie al mar, no los cortamos en pedazos. Y la picana tiene solamente un fin táctico: sacar información. Cuando lo logramos dejamos de hacerlo. No somos sádicos". Sin embargo, el chantaje y la amenaza estaban siempre presentes. "Yo soy el dedo de Dios", solía advertir el capitán Acosta a los esclavos que hoy llama "agentes"; "hablo siempre con Jesucristo y él me dice quién se salva y quién se va para arriba". Y lo terrible es que, en ese caso al menos, no mentía.

 

 

La ingratitud de los "agentes"

La creación del staff, sumada a la existencia previa del ministaff, dio lugar a una situaciónna02fo01.jpg (15361 bytes) perversa, que prefiguró (a escala de micromundo) lo que algunos políticos trataron de lograr a escala nacional con las leyes del olvido y los indultos: la convivencia de verdugos y víctimas en una relación social, aparentemente normal, no exenta de cortesía y hasta --en algunos casos-- de lazos afectivos. Lo que Acosta y los montoneros arrepentidos llaman hoy la "pacificación" y la "reconciliación". El "Cuervo" Astiz solía caer de visita por La Pecera para charlar amablemente con algunos chupados y leer las revistas del corazón que luego lo harían tan identificable. Algunos marinos como Chamorro, Radice y Pernías formaron pareja con sendas prisioneras. Y el propio Tigre se enamoró de una guerrillera, que a diferencia de las otras no era una colaboradora, y a la que por razones obvias preservé su real identidad en Recuerdo de la muerte bajo el nombre falso de "Pelusa". Como suele suceder tantas veces en la historia, los vencedores sentían una irrefrenable curiosidad por esos vencidos que, salvo excepciones, habían sido más nobles, generosos y valientes que ellos. Era lo que le ocurría al "Delfín" Chamorro con "Gaby" Arrostito, que se mantuvo digna y heroica durante todo su cautiverio y con la que gustaba charlar, muchas veces, de temas sociales y políticos. Era lo que le pasaba también al Tigre, que con su alma mezquina de arribista se acercaba a Alberto Girondo Alcorta, seducido por sus apellidos patricios. (Al mismo Alberto Girondo al que ahora injuria presentándolo como lo que no fue: el "agente" que lo habría ayudado a "desalentar" a los militantes de la columna Capital de Montoneros.) Uno de los "ingratos" que según él, fueron "sus amigos" y ahora vuelven a "perseguirlo desde el odio".

Ese espacio gris de convivencia favoreció también que algunos marinos (no todos), educados para considerar a "los subversivos" como no-humanos, para poder así destruirlos sin complejos ni remordimientos (según la infalible teoría de Frantz Fanon), descubrieran que sus víctimas eran mucho más humanas que ellos. Y tuvo consecuencias no deseadas por los genocidas. Como la fuga, a comienzos de 1978, de Horacio Domingo Maggio, "el Nariz", que dio a conocer clandestinamente el primer testimonio de un sobreviviente de la ESMA. Maggio murió combatiendo con piedras contra una patota del Ejército. Y el Tigre usó su cuerpo ensangrentado para atemorizar a los "chupados" en el playón de estacionamiento de la Escuela: "El que lo imite, va a terminar como él". Advertencia que afortunadamente desoyó Jaime Dri, el segundo fugado de la ESMA que en septiembre de 1978 denunció ante el mundo lo que ocurría a pocos metros del estadio inaugural del Mundial. El embrión de lo que después sería Recuerdo de la muerte.

En 1979, las ex prisioneras Ana María Martí, Alicia Milia de Pirles y Sara Solarz de Osatinsky presentaron un testimonio demoledor ante la Asamblea Nacional de Francia. Las tres habían integrado el staff y habían sido liberadas por la Armada. Acosta, con su lógica de hampón, las consideró "ingratas". Después se sucedieron los testimonios. Primero en el exilio, ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) de Madrid; después ante la Conadep o en el juicio a los comandantes, donde varios ex prisioneros como Víctor Melchor Basterra y Miriam Lewin presentaron algunas declaraciones que permitieron condenar a Emilio Eduardo Massera. En 1987, esos y otros testimonios dieron origen a la famosa Causa ESMA, por la cual fue procesado el Tigre junto con otros dieciocho oficiales del Grupo de Tareas. A los que la Cámara Federal dictó la prisión preventiva y a quienes devolvió a la calle y a la impunidad la Ley de Obediencia Debida. Pero el proceso sirvió al menos para mostrar que tenía un cierto sentido autocrítico. En la ESMA solía decirles a los mismos prisioneros que si a él le pasaban la picana "cantaba enseguida, no aguantaba ni medio disco". (En tétrica alusión a la música ensordecedora que ponían en el Sótano cuando estaban torturando.) Ante el Tribunal, sin picana, habló hasta por los codos. Convirtiéndose en el más locuaz de los procesados. En aquel momento, el Tigre se pasó apenas cinco meses preso en el buque de la Armada Bahía Paraíso, recibiendo un trato privilegiado.

Para regresar enseguida a sus negocios de inteligencia y sus estafas al Banco Central. Es de esperar que ahora no ocurra lo mismo. Que Gales se enfrente, por fin, a las voces que se esconden tras el silencio de los inocentes.

 

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