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Cómo se fabrica un tigre

 

Por Mónica Muller *


t.gif (67 bytes)  Era durante la década del 50 y era en Saavedra.

Era una cuadra: Vilela entre Donado y Acha.

Era la vereda de los números pares. Todas casas bajas, algunas muy viejas, y un solo edificio de tres pisos.

Las ocho o nueve familias de la cuadra formaban un catálogo de la clase media de la época: todos inmigrantes o hijos de inmigrantes. Tres familias de españoles, una con apellido ruso, una recién llegada de Croacia, dos italianas, y en la esquina mis tíos, la misma combinación de inmigrantes que mis padres: él alemán y ella hija de italianos.

Pegada a la casa de mis tíos vivían los Acosta.

Los chicos de la cuadra sumábamos unos diez o doce contándonos a mi hermano y a mí, chicos de departamento que pasábamos muchos días de la semana con nuestros primos andando en bicicleta, jugando a la pelota en la calle, y trepando a los árboles. Eramos cerriles, nos desplazábamos como una tribu nómade, totalmente libres dentro de un perímetro estricto establecido por los padres. Teníamos códigos secretos y jerarquías determinadas sólo por la edad y por el sexo. Los grandes armaban cigarrillos de ligustrina y fumaban a escondidas. Los varones jugaban con las figuritas Starosta y las chicas jugábamos con figuritas con brillantina, al pisa pisuela y a la rayuela. Todos patinábamos por el asfalto y resbalábamos en el verdín que se formaba en las esquinas. Eramos amigos del cura de enfrente y de Juancito el Loco, el linyera que vivía en el campito que estaba al lado de la estación. A veces comíamos con él. Llevábamos salchichas y papas y él las cocinaba en una lata de duraznos apoyada sobre el fuego de ramitas.

Corríamos en bandada de casa en casa, tomábamos el mate cocido con pan, con manteca y azúcar en la casa de cualquiera de nosotros, cuando las madres salían a la vereda y nos llamaban a tomar la leche.

Eramos todos iguales menos los Acosta. Ellos eran diferentes, aunque vivían al lado. Eran dos varones y una mujer, y sólo salían de la casa para ir al colegio. Estaban siempre bien vestidos y engominados, la vereda estaba pulcra y la puerta de la casa estaba siempre cerrada.

Sabíamos que eran distintos de nosotros. Aceptábamos su superioridad como algo natural. Yo creía que eran como los reyes, personas de una calidad diferente, y me parecía absolutamente lógico que no tuvieran relación con nosotros. Sin embargo, nunca perdíamos la esperanza de que los Acosta fueran a nuestro cumpleaños, o nos invitaran a su casa. Recuerdo como algo muy deseado, como una fantasía maravillosa, la idea de jugar un día con la chica de los Acosta, que seguramente tendría muñecas extraordinarias, como la Linda Miranda.

Algunas veces Galecito, el mayor, jugaba un rato con nosotros y nos explicaba que su mamá no los dejaba juntarse porque éramos orilleritos. Eso no nos ofendía. Con mis primos seguimos golpeando la puerta de la casa una y otra vez, sin registrar el desprecio, para invitarlos inútilmente a jugar a la pelota o a hacer la fogarata de San Pedro y San Pablo. En esa época en que las mamás eran amas de casa, la mamá de los Acosta trabajaba y mi tía, supermadre protectora universal, un día la encontró en la calle y le ofreció su casa para que los chicos no pasaran la tarde solos. La señora Acosta le agradeció fríamente y le dijo que no era necesario.

Un día, se agregó a la fantástica mezcla de exclusión y misterio un elemento totalmente exótico: los Acosta tenían sirvienta..

Era una chica joven que tenía un bebito. Lo oíamos llorar desconsoladamente todo el día. La señora Acosta explicó que la había contratado con la condición de que atendiera al bebé sólo fuera del horario de trabajo. En la cocina de su casa, mi tía se retorcía las manos de angustia oyendo durante horas el llanto del bebé.

La superioridad de los Acosta sobre nosotros, los orilleritos, era inapelable y compacta. Cuarenta años después sigo sintiendo la nitidez de su poder sobre nosotros. En un momento Galés nos prohibió pisar su vereda y todos nos sometimos sin discusión. Ibamos corriendo como un cardumen y cuando llegábamos al límite de sus baldosas, bajábamos a la calle y seguíamos corriendo por el empedrado hasta llegar al otro límite. Jugando, a veces saltábamos sobre una baldosa de los Acosta y mirábamos con aprehensión las ventanas temiendo que nos hubieran visto.

Los Acosta eran mejores que nosotros porque ellos lo habían establecido y porque se conducían como si efectivamente lo fueran. Nosotros no teníamos nada que cuestionarles, nada que disputarles. No sabíamos que el orden que creíamos natural era un mero artefacto imaginado y construido por ellos.

Leyendo Los herederos del silencio, de Gabriela Cerruti, y los testimonios de los sobrevivientes, nunca relacioné al Tigre Acosta de la ESMA con Jorge Acosta, de Saavedra.

Mis Acosta habían quedado cristalizados hasta hoy en un mundo aparte, que yo asociaba con la elegancia, el orden y el respeto.

Recién cuando vi las fotos los dos rostros se superpusieron, los rasgos coincidieron y entendí todo. El viejito canijo que enfrenta con coraje de crustáceo el escrache y la Justicia es el mayor de los Acosta, el dueño de la vereda, el que templó su carácter de caballero del mar oyendo todo el día en su propia casa, sin conmoverse, el llanto de un bebé desesperado llamando a la madre.

* Mónica Muller es médica.

 

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