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Por Julio Nudler Como esos chaparrones que se descuelgan mientras brilla el sol, una andanada de aumentos de precios golpea al consumidor argentino en el momento menos esperado, cuando el mundo entero vive en deflación. Extrañamente, mientras el índice de precios mayoristas cayó 6 por ciento en los últimos doce meses, lo que se anuncia no son rebajas sino puros incrementos. Casi todos afectan a servicios masivos, públicos o privados, por lo que acentúan el cambio en los precios relativos: los televisores son cada vez más baratos, pero la televisión por cable se vuelve más cara (además de peor). El otro rasgo distintivo de esta oleada de aumentos es su origen oficial: las subas surgen de reformas en los impuestos o de negociaciones entre el Gobierno y los prestadores privados generalmente monopólicos de servicios públicos. En el actual contexto de deflación y notorio enfriamiento de la actividad y las ventas, Economía avala las subas sin temor alguno a que generen un rebrote inflacionario. Pesa también el acostumbramiento de los argentinos, que después de varios años de estabilidad saben ya diferenciar entre la elevación de algunos precios y un ascenso generalizado, que sólo así se define como inflación. Es difícil pensar que alguien resuelva hoy remarcar sus precios porque han subido otros. Sin embargo, aunque conceptualmente estos incrementos puntuales no impliquen inflación, rebanarán con igual saña el poder de compra de quien viaje en subte, no pueda prescindir del agua corriente o tenga un auto no demasiado vetusto. En general, estos aumentos son inescapables. ¿Alguien puede decidir no viajar más en tren porque ahora es más caro? Tampoco es fácil sustituir unos servicios por otros, sea porque aumentan todos (¿qué sentido tiene cambiar el tren por el colectivo si éste subió antes y es mucho más caro y lento?), porque la sustitución es sencillamente imposible (todavía no se inventó un sucedáneo del agua) o porque, casi por definición, los servicios son no transables. Esto significa que no pueden importarse. Por harto que alguien esté de Metrovías, no le resultará práctico abonarse al subte parisino. De todas formas, como el ingreso de que disponen los consumidores difícilmente crezca en estos tiempos, los aumentos de estos días forzarán una reasignación del presupuesto personal o familiar. Las opciones son variadas. Una consiste en descender uno o más escalones en la calidad del servicio consumido, como el asociado a una prepaga que elija un plan inferior para seguir pagando lo mismo que antes del ivazo. Otra opción más drástica es cancelar del todo ese rubro, cortando de un tijeretazo el cable o vendiendo el barquito para no cargar con el nuevo impuesto. Una tercera variante, inevitable porque algunos de los servicios que se encarecen son irrenunciables, consiste en achicar otros consumos o prescindir de ellos: devolver el celular, guisar osobuco en vez de cuadril, fumar ajeno o perderse la última gran película con Brad Pitt. Además de molesta y desagradable, esta suba de impuestos es inoportuna porque la economía está tambaleándose en el borde de una recesión. Quitarle poder de compra a los consumidores puede acentuarla y disminuir así la futura recaudación tributaria, instalando un círculo vicioso de menor actividad y caída en los recursos fiscales. Es improbable que Roque Fernández lo ignore, pero su realidad es que Hacienda no cuenta con un colchón de recursos para inyectar en la economía, ni posibilidades de emitir aún más deuda. De este modo, sea buena o mala la ocasión, vuelve a aplicarse la implacable ley de la convertibilidad: a cada aumento en el gasto o en la inversión debe corresponderle un incremento impositivo. Esta relación está clara en el nuevo impuesto a los autos, las embarcaciones y las aeronaves, destinado a mejorar la retribución de los docentes. Pero el vínculo es más sutil en el caso del agua y del transporte: allí se autorizan tarifas más altas para (en parte) costear inversiones, que desde las privatizaciones dejaron de estar a cargo del Estado. Lo que abre un amplio margen de duda es la valuación de esas inversiones, porque ya se han conocido escandalosas sobrevaloraciones de los bienes aplicados, como en el caso de Transportes de Buenos Aires. En cuanto a la extensión del IVA a servicios antes exentos, es ilógico equiparar alícuota con alza de precio. Que la tasa del Impuesto al Valor Agregado sea del 21 por ciento, no significa que la cuota de una prepaga deba aumentar en esa proporción, porque, a partir de la aplicación del IVA, cada prestadora podrá eliminar de su costo el tributo que le facturan sus proveedores. En consecuencia, el precio de su servicio debería descender, y recién entonces añadir el IVA, calculado sobre esa base más baja. Si una prepaga eleva la cuota 21%, parte de ese incremento disfrazará un aumento propio del precio. Lo mismo vale para la televisión por cable, a la que por el momento se le aplica la mitad de la alícuota general. El Gobierno presenta como progresiva la extensión del impuesto a las prepagas porque afecta a napas sociales de ingresos medios y altos. El argumento opuesto sostiene que la afiliación a la medicina privada, por todo aquel que puede pagarla, es una consecuencia del mal servicio de salud que presta el Estado. Por tanto, la mensualidad de la prepaga es un gravamen sustituto, que no corresponde gravar a su vez con otro impuesto. Aun así, no es democrático que haya una política segmentada de salud pública, que otorgue ventaja fiscal a un servicio del que, por definición, está excluida más del 90 por ciento de la población. Como detalle macabro, esta controversia se desenvuelve mientras hospitales como el Roffo y el Clínicas están virtualmente quebrados. La misma discusión fue entablada respecto de la educación. Apelar a aumentos impositivos y tarifarios para resolver problemas fiscales y carencias de inversión equivale a pasarles todas las facturas al consumidor que, como se sabe, dejó hace rato de ser la locomotora de la economía porque se quedó sin combustible. Lo menos que podría hacerse paralelamente es defender a la gente del abuso que muchas grandes empresas hacen de su posición dominante, monopólica o cartelizada, como notoriamente ocurre con los bancos, las redes de cable o los laboratorios medicinales. Y, además, mejorar la lívida imagen del gasto público.
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