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Cinco años después, el zapatismo triunfa en lugares casi secretos

Hace cinco años, el zapatismo lanzaba su ofensiva desde la selva de Chiapas. Esta es una historia de zig-zags pero, según afirma el autor de esta nota, en la que el triunfo debe buscarse en claves secretas.

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Por Michael McCaughan
Desde Chiapas, México

The Guardian

de Gran Bretaña

t.gif (67 bytes)  En noviembre último, docenas de rebeldes zapatistas se lanzaron a una campaña de demoliciones en Altamirano, en la provincia mexicana rebelde de Chiapas. Destruyeron ranchos elegantes que una vez pertenecieron a terratenientes ricos pero que fueron abandonados después del levantamiento armado de enero de 1994. Los ladrillos fueron transportados cuidadosamente a los pueblos rebeldes, donde nuevas casas serían construidas de las ruinas de las viejas.
El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) está obsesionado con la construcción. En la Convención Nacional Democrática (CND), en agosto de 1994, construyeron dormitorios, cocinas y un anfiteatro para los 7000 activistas que vinieron desde todo México para planear un fin al régimen unipartidista. Inauguraron una biblioteca. Construyeron hospitales, escuelas y una estación de radio rebeldes junto a refugios para los observadores de derechos humanos. El dinero llegó desde todas partes del mundo.
En el inmediato desenlace del levantamiento de 1994, el Comité Clandestino Revolucionario Indígena (CCRI), la autoridad política más alta de los zapatistas, convenció a sus partidarios de evitar la toma de los ranchos abandonados. El movimiento esperaba conseguir un amplio acuerdo de reforma agraria. Y luego de dos años de conversaciones entre el gobierno y los rebeldes, en febrero de 1996 se firmó el acuerdo de San Andrés sobre derechos y cultura de los indígenas, el primer paso hacia el reconocimiento de la autonomía indígena.
Pero el presidente Ernesto Zedillo desconoció el acuerdo en enero de 1997 y escaló una agresiva presencia militar en Chiapas. Los líderes del CCRI, en consulta con el Ejército Zapatista, dieron luz verde a la construcción de nuevos pueblos en territorio de ranchos, luego organizados como “distritos autónomos en rebelión”.
Los rebeldes hicieron llegar su prédica a los gays, las lesbianas, las amas de casa, los campesinos, los endeudados, los intelectuales y, significativamente, al Ejército mexicano. Hace dos semanas, el impacto del mensaje zapatista en las tropas se hizo visible. En una manifestación pública sin precedentes, 51 oficiales marcharon hacia el Senado y pidieron la liberación de 1500 soldados supuestamente presos. Protestaron por los sueldos miserables, la mala alimentación y la baja moral de las tropas, y rechazaron el papel de represores del pueblo.
La lealtad del Ejército ha sido un factor decisivo para mantener un régimen impopular durante 70 años. Desde que los zapatistas aparecieron en 1994, el Ejército ha triplicado su presupuesto, ha enviado cientos de soldados al extranjero para entrenamiento en tareas de contrainsurgencia y ha ocupado terrenos en el campo, donde la posesión de un par de botas puede ser motivo de una ejecución. En Chiapas hay un soldado por familia en una región que tiene un médico cada 18.900 personas, según las propias estadísticas del gobierno.
La presencia del Ejército es justificada sobre la base de su “trabajo social”, que en realidad equivale a poco más que malos cortes de pelo y bolsas de caramelos para los chicos. La principal tarea es de destrucción, empezando por la biblioteca, los dormitorios, el anfiteatro y las cocinas de los rebeldes, que han sido arrasados. En otras zonas del territorio rebelde el Ejército ha violado mujeres, torturado a simpatizantes de los rebeldes y destruido cosechas.
Un año atrás, el gobierno ordenó al Ejército entrar en territorios rebeldes con el pretexto de “desarmar a los civiles”, supuestamente una respuesta a la masacre de Acteal de diciembre de 1997, en que 45 civiles desarmados fueron asesinados por paramilitares ligados al partidogobernante. Los inexperimentados soldados del gobierno fueron recibidos con furia por mujeres y niños, que les tiraron palos y piedras y los cubrieron de insultos. Las tropas dieron media vuelta y dejaron el lugar.
En diciembre de 1996, los rebeldes invitaron a sus simpatizantes a formar el Frente Zapatista de Liberación Nacional (FZLN), que promovería de modo pacífico los objetivos del movimiento rebelde. El gobierno ha consagrado tiempo y esfuerzos para reprimir las actividades del FZLN. En Tijuana la policía golpeó a activistas que marchaban el Día de la Independencia en 1997. Al día siguiente, fue despedido un locutor de radio de Tijuana que había leído al aire fragmentos de la Constitución sin formular comentario alguno.
El gobierno mexicano es un experto en represión de baja intensidad: el hostigamiento de activistas, las visitas de militares a sus casas y empleos, los seguimientos callejeros y la práctica de dejar mensajes amenazantes en los contestadores telefónicos de los simpatizantes de los rebeldes.
Los zapatistas han logrado desviar cada esfuerzo del gobierno para llevarlos a un combatena22fo02.jpg (14906 bytes) desigual. Cuando Zedillo ordenó a sus tropas la invasión de territorio rebelde en febrero de 1995, el “enemigo interno” desapareció en las colinas, tragado por la vegetación que protegió a los indígenas de los extranjeros por cinco siglos.
Este cronista se encontraba en uno de los pueblos de la línea del frente, Morelia, cuando el Ejército avanzó el 9 de febrero de 1995. Una advertencia rebelde provocó un rápido éxodo de hombres, mujeres, niños y ancianos hacia las montañas. La milicia zapatista ocupó el lugar. Un sargento rebelde recordó a los combatientes que su primera obligación era proteger a los civiles que evacuaban el lugar. Una vez que los pobladores desaparecieron en las colinas, los rebeldes se fueron también, dejando sólo patrullas aisladas para monitorear los movimientos del Ejército. En las semanas siguientes, el Ejército mexicano mostró poca inclinación a combatir, aventurándose muy raramente dentro de la jungla.
En un esfuerzo para inyectar el necesario espíritu de combate en sus reluctantes soldados, el gobierno mexicano envió docenas de oficiales a la escuela internacional de Kaibil en la jungla guatemalteca, donde veteranos de limpiezas étnicas transmiten sus conocimientos. La masacre de Acteal tenía todas las marcas distintivas de Kaibil.
En la primera semana de enero de 1994, un general del Ejército mexicano pidió seis días para barrer a las guerrillas zapatistas, y el presidente Carlos Salinas describió al movimiento como las “sobras desempleadas” de las guerras centroamericanas. Hoy, cinco años después, Salinas está fugitivo en Dublín, el Ejército mexicano está desmoralizado y los rebeldes han creado 32 distritos autónomos en Chiapas.
La ironía del actual punto muerto es que ninguno de los lados puede darse el lujo de hacer el primer movimiento, pero tampoco pueden darse el lujo de permanecer inmóviles. Si el gobierno lanza un ataque sostenido, el país va a paralizarse y la Bolsa de Valores colapsará, llevando al partido gobernante en su derrumbe. Pero la permanencia de los rebeldes, aun cuando esté confinada a la jungla, inspirará más rebelión entre otros grupos.
La sustancia del levantamiento rebelde está escondida en el desfiladero de Altamirano. Primero hay que seguir un angosto camino de tierra que lleva al río Colorado. Más allá, un puente de sogas lleva a una serie de campamentos dispersos en las montañas, que se despliegan uno tras otros. Aún más allá están las cumbres cubiertas de neblina.
Allí, sin testigos, sin fanfarria, se han alcanzado objetivos que alguna vez parecieron imposibles, como tierra y libertad.

 

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