NAVIDAD, AÑO NUEVO Y
EL TIEMPO |
Aunque participan de un mismo clima y son vecinas de calendario, Navidad y Año Nuevo son dos festejos intrínsecamente diferentes y hasta opuestos. No lo parece a simple vista, ya que tanto una como otro son, en el fondo, fiestas romanas, agrícolas y solares. La Navidad es un ingenioso artificio: cuando hacia fines del siglo tercero el cristianismo empezó a extenderse de manera sostenida, la Iglesia de Roma, con criterio político, decidió que la fecha del nacimiento de Cristo coincidiera con fiestas que ya se festejaban: el día del nacimiento "del sol inconquistado" (establecido por el emperador Aureliano, en 274, el 25 de diciembre) y especialmente las saturnales romanas, que comenzaban el 21 de diciembre y se prolongaban varios días, en los que Roma, de tradición eminentemente agrícola, celebraba el solsticio de invierno (el momento en que el recorrido anual del sol alcanza su punto más bajo en el cielo del hemisferio norte y empieza a subir). Aunque la primera referencia escrita es de 354, hay evidencias de que ya en el año 336 la Navidad se festejó el 25 de diciembre. Año Nuevo también es una fiesta romana, agrícola y solar: marca el esfuerzo para que la medida civil del tiempo coincidiera con el ciclo anual solar, tema de vital importancia para las antiguas sociedades agrícolas que debían determinar las fechas de siembra y recolección ajustándose al ciclo de las estaciones astronómicas. Nuestro Año Nuevo, en particular, se remonta al siglo I a de C., cuando Julio César se deshizo del embrollo de los calendarios lunares móviles y estableció en todo el territorio romano el calendario solar de 365 días que, con reformas posteriores, es básicamente el que usamos hoy. La reforma entró en vigencia el 1º de enero del año 45 a. de C., que se convirtió así en el primer Año Nuevo "moderno" en Occidente. Así, ambas fiestas, agrícolas, romanas y solares, sin embargo, tienen una diferencia fundamental. Navidad es una fiesta circular: como todo ritual, trata de abolir el tiempo y fingir que no existe; a las 12 de la noche del 24 de diciembre, nada cambia (lo cual explica un cierto desasosiego en quienes la festejan y no son religiosos), pero justamente ése es el motivo de la celebración: constatar que después de un tiempo, todo vuelve a ser como era y todo está, más o menos, en su lugar. No es un aniversario, sino una repetición; el tiempo vuelve, tranquilizadoramente, al mismo sitio, a la misma mesa, con similares comidas y bebidas y brindis. Año Nuevo, en cambio, es resueltamente lineal, se lanza hacia el futuro, presupone el cambio, es propicio al proyecto (y es por eso que se hacen planes y promesas, se enuncian propósitos y se proponen augurios). A las doce de la noche del día de Año Nuevo todo el mundo sabe qué cambia, y sabe también que el tiempo pasa y no hay vuelta atrás, que tal hecho (el número de un año) no se repetirá nunca más. Es una fiesta progresiva y no ritual. Secularizadas, naturalmente cada festividad se ha contaminado con elementos de la otra, y, a medida que adquieren un parecido perfil comercial, empiezan a confundirse. Pero la transición de la última semana del año sigue, de alguna manera, presentando los dos aspectos de nuestra relación con el tiempo: el 25 de diciembre es una bisagra que pretende olvidarse de él y mantener la ficción de un perpetuo. Seis días más tarde, el 31 se encarga de recordarnos dolorosamente que la cesura que separa el presente, el pasado y el futuro es totalmente irremediable.
|