INTERNAS Por Antonio Dal Masetto |
El amigo Balducci me invita a cenar al Club Pampero. Me asegura que se come bien. Pronto habrá recambio de autoridades y las dos facciones mayoritarias, Lealtad progresista y Fidelidad y vanguardia, proponen consensuar una lista de unidad para el próximo período. La convocatoria de esta noche se lleva a cabo bajo el lema: Los hermanos sean unidos. Nos ubicamos frente a frente, en una de las largas mesas. Con fondo de música folclórica, empiezan los discursos. En primer término habla el actual presidente. Hace un balance de su gestión, recuerda que se los acusó de carecer de un buen programa para las actividades del club y aclara que si no lo han tenido es porque así lo decidieron, ya que improvisación y espontaneidad son las madres naturales de la creación. Aplausos. En las jarras hay vino blanco, tinto y jugos. Frente a mí, un socio acaba de mandarse al buche dos vasos de jugo e inmediatamente se pone pálido, se agarra el estómago, se levanta y desaparece por el fondo. Advierto que, después de servirse, algunos de los comensales se acercan las copas a los labios pero no beben. Me parece ver varios brazos que se estiran hacia atrás con disimulo y vacían las copas en los maceteros. --Ojo con el vino y con los jugos --murmura Balducci inclinándose hacia mí por encima de la mesa. El tipo que está a mi derecha saca una botellita de medio litro del bolsillo y me explica que por prescripción médica sólo puede beber de esa marca. Trajo su propio vaso. Llegan las empanadas. Durante un rato hay gran movilización de mandíbulas, pero no todos comen. Detecto que varios sólo simulan masticar. El que come de verdad es un gordo sentado junto a Balducci. Devora varias empanadas, empieza a transpirar, se afloja el nudo de la corbata, le pide a la esposa que le tome el pulso, dejan la mesa y desaparecen por el fondo. No son los únicos. Varios socios se van retirando y comienzan a notarse los claros en las mesas. --Ojo con las empanadas --me advierte Balducci. Voy empujando mi empanada hacia el borde de la mesa y la tiro al piso. El tipo de mi derecha, amable, se inclina, la toma y me la coloca en el plato: --Se le cayó. Agradezco, pruebo por el lado de la izquierda y vuelvo a tirarla. --No se preocupe, tome la mía, prefiero esperar el pollo --me dice mi vecina, y coloca su empanada en mi plato. Detrás de mí hay una gran ánfora. Ya está por la mitad de empanadas. Tiro también la mía. Mientras tanto alrededor hay mucho movimiento. Socios y socias que se levantan agarrándose el estómago y se van por el fondo sosteniéndose de las paredes. Otros se deslizan desde las sillas al piso y ahí quedan. Ya no veo al secretario ni al candidato vocal tercero. Cada vez hay más claros en las mesas. Toma la palabra el tesorero. Esta es una inmejorable ocasión para definir las concesiones del buffet, la cancha de bochas y el salón de baile, dice. Sugiere que el buffet le sea otorgado a un tal Saporiti, que en realidad es su suegro, ya que el club no sólo le debe gratitud por tantos favores, sino también dinero del último préstamo para el arreglo del techo. Aplausos. La presidenta de la comisión de damas acepta la conveniencia económica de las concesiones, pero quiere dejar en claro que el salón de baile jamás deberá ser entregado a extraños porque simboliza el alma del club. Aplausos. Un socio se para, pide la palabra y anticipa que refutará todo lo que se propuso hasta ese momento. Tiene ambas manos apoyadas sobre la mesa. Algo corta el aire con la velocidad de un áspid y se le clava en el dorso de la derecha. Es el tenedor de la señora que está sentada a su lado. --Perdón, no le vi la mano --se disculpa la mujer. El señor es llevado al hospital. Aparecen los mozos con las fuentes de pollo al horno con papas. Recomienza la ceremonia de las mandíbulas funcionando en falso y las presas de pollo que vuelan hacia los macetones. Estoy admirado por la habilidad y la puntería general, ya que embocan sin siquiera darse vuelta. Descubro la cabeza de un gato asomando de la campera de un tipo. El tipo, antes de comer, le da a probar de la presa que le tocó. --Ojo con el pollo --me dice Balducci. Desde donde estoy tengo una buena perspectiva del salón que a esta altura está casi vacío. Creo ver una mano estirada sobre una copa ajena y un anillo abierto del que cae un polvo blanco. Me digo que los banquetes en lo de Lucrecia Borgia debían tener este clima. Los mozos traen los helados. Acaban de desaparecer el presidente y la vocal quinta. --Me descuidé y me comí la oblea del helado, me voy corriendo a la guardia del Pirovano --me dice Balducci y parte. Los parlantes siguen emitiendo música folclórica. Quedé solo en el gran salón. Estoy hambriento y con sed. Los miembros de la asamblea que no se ausentaron arrastrándose hacia el fondo andan desparramados debajo de las mesas y no están en condiciones de tomar decisión alguna. Después de unos minutos de tolerancia doy por finalizado el acto.
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